La creación se ha dado al hombre como
diáfana ventana por la que pueda penetrar la luz de Dios en su alma. El sol y
la luna, la noche y el día, la lluvia, el mar, las cosechas, el árbol
florecido, todas esas cosas son transparentes. Hablaban al hombre, no de sí
mismas, sino de aquel que las hizo. La naturaleza era simbólica. Pero la
degradación progresiva del hombre después de la caída alejó cada vez más a los
gentiles de esta verdad; la Naturaleza se les hizo opaca. Las naciones ya no
pudieron penetrar el significado del mundo que habitaban: en vez de ver en el
sol un testigo del poder de Dios, creyeron que el sol era dios; todo el
universo se volvió un sistema cerrado de mitos. La significación y el mérito de
las criaturas los revistieron de una divinidad ilusoria.
Los hombres sentían aún que había algo
digno de veneración en la realidad, en la peculiaridad de las cosas vivas y
crecientes, pero ya no supieron en qué consistía esa realidad: se volvieron
incapaces de ver que la bondad de la criatura sólo es un vestigio de Dios. Cayó
la oscuridad sobre el transparente universo, el hombre sintió miedo, los seres
tuvieron un significado que el hombre ya no podía entender. El hombre tuvo
que miedo de los árboles, del sol, del
mar. Se acercó a estas cosas mediante ritos supersticiosos. Comenzó a parecerle
que el misterio de su significado, que se había ocultado, era ya un poder al
que había que aplacar y, si era posible, ganar mediante encantamientos mágicos.
De este modo las cosas vivas y hermosas
que nos rodean en este mundo y que son ventanas del cielo para todo hombre, se
contaminaron con el pecado original. El mundo sufrió a caída del hombre y
anheló vehementemente, junto con éste, la regeneración. El universo simbólico,
que era ya un laberinto de mitos y ritos mágicos, morada de miríadas de
espíritus hostiles, dejó de hablar de Dios a la mayoría de la humanidad y sólo
le habló de ella misma. Los símbolos
que habrían elevado al hombre hacia Dios, se hicieron mitos y, como tales, simples proyecciones de los propios impulsos
biológicos del hombre. Sus más profundos apetitos, ahora llenos de vergüenza,
se volvieron sus más tenebrosos temores.
La corrupción del simbolismo cósmico podemos
entenderla mediante una sencilla comparación: fue algo así como lo que acontece
a una ventana cuando un aposento deja de recibir luz del exterior. Cuando es de
día, vemos a través del cristal lo de afuera; cuando llega la noche sólo se
puede ver si no hay luz dentro. Si encendemos luz, sólo nos vemos a nosotros
mismos y nuestro aposento reflejados en el cristal. Adán en el Paraíso podía
ver a través de la creación como a través de una ventana: Dios resplandecía a
través del cristal con tanta claridad como la luz del sol. Abraham y los
Patriarcas, y David y los santos de Israel -raza escogida que conservó intacto
el testimonio de Dios- podían ver todavía a través de la ventana del modo que
uno mira en la noche desde un cuarto oscuro y ve la luna y las estrellas; pero
los gentiles comenzaron a olvidar el cielo y a encender lámparas suyas dentro
del cuarto, e inmediatamente les pareció que el reflejo de éste en la ventana
era “el mundo de más allá”. Comenzaron a adorar su propia obra, y esa propia
obra a menudo era abominable. No obstante, algo quedó de la pureza original de
la revelación natural en las grandes religiones del Oriente: se lo encuentra en
los Upanishads y en el Baghavad Gita. Mas el pesimismo de Buda
fue una reacción contra la degeneración de la naturaleza por el politeísmo. De
aquí que para los misticismos orientales la naturaleza ya nos sea símbolo sino
ilusión. Buda sabía demasiado bien que los reflejos del cristal eran solamente
proyecciones de nuestra existencia y nuestros deseos, pero no supo que se
trataba de una ventana y que podía haber luz afuera del vidrio.
Eso, pues, en lo que se refiere a los
símbolos cósmicos…
No hay comentarios:
Publicar un comentario