sábado, 6 de julio de 2019

Variaciones sobre la vida de San Benito. Abad Nicolas Dayez (II)



(Diál. II, 4,1-3) Primera prueba: la del decapado que produce en nosotros la oración, esta oración que no termina, que dirijo a un Dios que no me responde. Y además, ¿para qué sirve? Si es para estar distraído como me pasa a mí, daría lo mismo salir a caminar. Como aquel hermano que salía en cuanto los otros se inclinaban para orar (Diál. II, 94). San Benito hizo cuanto pudo para curarlo: el efecto de sus advertencias y amonestaciones no dura dos días. El hermano vuelve a sus escapadas y a pasearse durante la oración. La curación de este hermano, que evade la dificultad de orar, se producirá lamentablemente por un bastonazo bien aplicado. ¡Qué humillación para los miles de autores de tratados sobre la oración! ¡Qué lección para todas las teorías! ¡Qué desengaño para los místicos que tal vez creemos ser!



¿De dónde nos vendrá el saludable bastonazo que nos fije en la oración? Del horario, por ejemplo, que me hace orar a tal hora, tenga deseos o no; del salmo, que me hace orar de tal manera, cualesquiera sean mis sentimientos al respecto; de la Escritura, que me interpela sobre tal tema, cuando yo quisiera que me hablara de otra cosa; de este minuto, que añado a mi oración en el mismo momento en que decido ponerle fin. En la vida de oración siempre llega el momento de la purificación, de la aceptación humilde, de la sencilla apertura. Y a veces también llega el bastonazo, es decir la cruz.



Después de la prueba del bastón, la prueba del agua. (Diál. II, 6, 1-2) Es la historia de este Godo, que tiene alma de pobre y viene a hacerse monje. Un día, mientras trabaja, el hierro del mango de su cuchillo cae al agua. Por pobres que seamos, siempre tenemos la riqueza de algún instrumento. Sea que lo hayamos traído al entrar al monasterio, sea que el monasterio nos haya hecho adquirirlo: diplomas, cultura, vida espiritual, cualidades humanas, apertura... Y vamos a cumplir el trabajo que se nos ha asignado, confiando en los instrumentos de que disponemos. Nos entregamos a él con el corazón alegre, con todas nuestras fuerzas, hasta el momento en que los instrumentos caen al agua. Nos encontramos impotentes para construir lo que hemos venido a hacer. Quisiéramos dedicarnos enteramente a la búsqueda de Dios, consagrar a ello todas nuestras riquezas, nuestras potencialidades. Un buen día nos encontramos con que no tenemos poder sobre nada, ni sobre Dios, evidentemente.



Hay que pasar por la prueba de constatar que la palabra de Cristo es verdadera: Sin mí, no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Es necesario que recibamos todo de la mano de Dios, incluidos nuestros queridos instrumentos, que se nos devuelven con una eficacia no duplicada, sino centuplicada. Incluso el que viene al monasterio con alma de pobre debe experimentar, en sí mismo, que lo que se deja por Cristo, se recibe de nuevo, centuplicado.



Cuando san Benito devuelve el utensilio al godo, agrega: Trabaja y no te contristes. Entrégate a la alegría de haber recuperado lo perdido. No temas utilizar lo que tienes en la mano. Sabes que si lo pierdes, te será devuelto. Sabes que tu verdadero instrumento es aquel que te lo devuelve; aquel que un día dijo: perder la propia vida, es estar seguro de ganarla.



Ahora la prueba del fuego. (Diál. II,10,1-2) Por orden de san Benito, los hermanos han cavado profundamente. Encuentran un ídolo de bronce, que arrojan en la cocina. En seguida ven brotar fuego, y parece que consumirá todo el edificio. Por su oración, el varón de Dios hace volver en sí a los hermanos que veían un fuego imaginario.



Los ídolos aparecen siempre. Unos son más rutilantes que otros. Todos arrojan llamas, de un modo que podemos o no imaginar. Y en el camino que lleva al Dios vivo, hay legiones. Sucede que alguien se encuentra en medio de llamas, y se angustia por lo que va a ocurrir. San Benito pone en guardia al Abad contra el fuego de la envidia y de los celos. Otros arderán de cólera, de celo (malo), de despecho. ¿Qué hacer ante ese fuego? Arrojar agua para extinguirlo solo produce estrépito y trajín. El varón de Dios inclina la cabeza para orar y vuelve a los hermanos a la visión de la realidad. En la oración, hay que recuperar la calma y contemplar las cenizas del imaginario fuego. Descubrir, en el fondo de nuestro corazón, el ídolo que todavía veneramos y que nos hace gritar “¡fuego!”, allí donde no hay nada. Debemos aceptar que un hermano nos llame a ver la realidad. Debemos aceptar no ver lo que otro hermano pretende ver. ¿No pensaba san Benito en algo así cuando dijo: No querer pasar por santo antes de serlo, sino comenzar por serlo, a fin de que se lo diga con verdad.



Después del bastón, del agua, del fuego, está también la prueba del viento. (Diál. II, 20, 1-2) El último ídolo que recibe el golpe, el que está hundido en lo más profundo de la tierra, somos nosotros. La imagen que nos hacemos de nosotros mismos, la que nos imponen los prejuicios que hemos heredado, o la que los halagos de unos u otros ha impreso en nosotros. Hay que sacrificar también esta.



Un día, san Benito tomaba su comida de la tarde. Estaba oscuro. Un joven monje sostenía la lámpara delante de la mesa. Se puso a pensar: “¿Quién es este al que atiendo mientras come? Le sostengo la lámpara, le sirvo de esclavo. ¿Servirle yo, siendo quien soy?”



Cuando uno cree que ya ha renunciado, que está entregado, casi transformado, la naturaleza se recupera. Se produce un verdadero ciclón, el soplo del orgullo, el viento de la rebelión contra la dependencia respecto de alguien, la obediencia, la aceptación de otros tipos de personas, el don de sí a la vida común. El tipo de hombre que somos no quiere renegar de sí ni morir.



“Haz la señal de la cruz sobre tu corazón, hermano. ¿Qué estás diciendo? Haz la señal de la cruz sobre tu corazón.” Solo la señal de la cruz puede salvarte, solo el amor de Cristo puede hacerte soportar la prueba, solo el árbol de la cruz puede darte raíces lo suficientemente robustas como para que no te desplomes con el viento tempestuoso que sopla, como para que devengas verdadero hombre de Dios.



El séptimo grado de humildad consiste no solo en proclamarse con la lengua el último y más vil de todos, sino en penetrarse de ello en lo más íntimo del corazón, en humillarse diciendo con el Profeta: Bueno fue para mí que me humillaras, para que aprenda tus mandamientos (Regla 7,51-54).


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