jueves, 11 de julio de 2019

SOLEMNIDAD DE SAN BENITO Variaciones sobre la vida de San Benito. Abad Nicolas Dayez (III)




Tratemos de acercarnos más a la personalidad de san Benito. Si es verdad que se aprende mucho escrutando los ojos y la mirada de alguien, examinemos la manera que tiene san Benito de mirar las personas y las cosas. (Diál. II, 31, 1-4) La mirada de san Benito es siempre una mirada liberadora: puede liberar a un prisionero haciendo caer con una simple mirada las cuerdas que lo ataban.

Podríamos hacer una letanía de las cosas que nos mantienen atados y ligados. Las componendas en el sentido peyorativo de la palabra; los falsos criterios de todo tipo; las etiquetas que nos ponemos unos a otros; los prejuicios contra alguien; los a priori, etc. ... Todo ello nos paraliza más de lo que creemos. Pero podemos liberarnos, si aceptamos la mirada que san Benito nos propone en su Regla.

Por ejemplo, ser libre respecto de lo que se dice de nosotros, sobre todo cuando se trata de la santidad: no querer pasar por santo, antes de serlo. No estar atado por criterios de edad, de condición social, de parentesco, de relaciones más o menos brillantes. Hay que escuchar el consejo de los jóvenes, pero a la vez no hacer sino lo que animan los ejemplos de los ancianos. Hay que permanecer libres ante los talentos de un hermano, y jamás preferirlos al orgullo que podría invadirlo al tener conciencia de que aporta algo al monasterio. Hay que permanecer libre respecto de las palabras de alguien que dice algo bien, permanecer capaz de acoger sus palabras, aun cuando su conducta afirme lo contrario.

En muchas circunstancias, grandes o pequeñas, hay que encontrar, recuperar o en todo caso mantener, aceptando que la mirada de otro se pose sobre estos lazos para soltarlos. La Regla nos invita a dejarnos mirar así por san Benito, la Regla nos propone dejarnos mirar por Cristo, a quien no se debe preferir nada, y el único por quien debemos dejarnos atar. “Si eres servidor de Dios, que no te retenga una cadena de hierro, sino la cadena de Cristo” (Diál. III, 16).

En el transcurso de su vida, san Benito ha encontrado la mentira, las imitaciones, las caricaturas, lo falso; brevemente, para decirlo con una palabra, la imitación. En la industria existen las imitaciones; hay marcas prestigiosas que gastan fortunas para defenderse de las reproducciones falsas. La imitación existe también en la vida monástica; no tenemos fortunas que gastar en nuestra defensa, sino un corazón que debe abrirse a la verdad. San Benito nos invita a ello. No soporta que el rey Totila haga vestir con la indumentaria real a su escudero para simular que es él mismo en persona (Diál. II, 14). No tolera que algunos hermanos afirmen no haber comido fuera del Monasterio, cuando lo han hecho a su gusto (II, 12). Ni tampoco que se ha recibido pequeños regalos de las monjas a las que se ha ido a adoctrinar (II, 19).

Los Diálogos contienen un breve catálogo de defectos monásticos, a los cuales no hemos agregado gran cosa. Lo que irrita a san Benito no son los defectos, es el hecho de que se quiera ocultarlos, de que se quiera aparentar que uno es un monje observante. Lo que hay que decir con la boca y el corazón es la verdad, no necesariamente cosas edificantes. San Benito sabe que existen pensamientos malos que asaltan el corazón; eso no es imitación. Imitación es querer hacer como si no existieran y rehusar estrellarlos contra Cristo, rehusar decírselos al padre espiritual. U obedecer protestando, aunque se ejecute materialmente la orden: es una obediencia simulada.

La Regla abunda así en advertencias contra todo lo que no es conforme a la verdad; o más bien abunda en estímulos a no tener jamás miedo a la verdad, incluso aunque de ella resulte que nuestra debilidad sale a luz. El perdón también forma parte de esta verdad que el abad y los hermanos deben cultivar.

Los Diálogos de san Gregorio emplean dos palabras célebres para caracterizar la trayectoria de san Benito, quien vuelve a la soledad después de su primer abadiato, terminado en un fracaso (II, 3,5). Habitavit secum. “Entonces, volvió a su amada soledad, y habitó solo consigo mismo, bajo la mirada del celestial Espectador”.

Estas dos palabras evocan uno de los encuentros más difíciles, el más difícil quizá: encontrarse con uno mismo, aceptarse a sí mismo, vivir con el que uno es y no con el que quisiera ser. La síntesis de san Gregorio no permite quizá suficientemente comprender que se trata de una lucha a mano armada, de un verdadero combate (quizá el más rudo que se pueda librar), de una ascesis en el sentido más auténtico de la palabra. Querer ser otro y no el que uno es, es el verdadero pecado y por lo demás el primero absolutamente. No se trata solo de desear tal o cual talento que uno no tiene, o, al contrario, desear no tener tal o cual que uno sí tiene, porque ello entraña demasiada responsabilidad, demasiado trabajo... Pienso en una aceptación radical de uno mismo, con todos los límites de nuestra condición, sin querer ser otro –que ese otro sea Dios o que sea nuestro hermano-, sin querer ocupar el lugar de otro.

Operación delicada entre todas. No es solo resignarse a cierto número de cualidades y de debilidades; es hacerlas propias, desposarlas, habitar con ellas. Semejante esfuerzo constante para preservarse del pecado tanto como para percibirlo, supone que se vive y actúa bajo la mirada de Dios. Aceptarse a sí mismo, no querer ser otro sino el que se es, es aprender poco a poco a dejar al otro el lugar que le corresponde; el otro quiere decir nuestro hermano, quiere decir también Dios. Habitar consigo mismo no es un preámbulo a algo que debe seguir, es como la fuente que debe brotar siempre y fecundar el terreno que riega.

El primer grado de humildad consiste en tener siempre ante los ojos el temor de Dios, consiste en huir de cualquier negligencia y en recordar sin cesar todo lo que Dios ha mandado (Regla, 7, 10).

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