Tratemos de
acercarnos más a la personalidad de san Benito. Si es verdad que se aprende
mucho escrutando los ojos y la mirada de alguien, examinemos la manera que
tiene san Benito de mirar las personas y las cosas. (Diál. II, 31, 1-4) La
mirada de san Benito es siempre una mirada liberadora: puede liberar a un
prisionero haciendo caer con una simple mirada las cuerdas que lo ataban.
Podríamos hacer una
letanía de las cosas que nos mantienen atados y ligados. Las componendas en el
sentido peyorativo de la palabra; los falsos criterios de todo tipo; las
etiquetas que nos ponemos unos a otros; los prejuicios contra alguien; los a
priori, etc. ... Todo ello nos paraliza más de lo que creemos. Pero podemos
liberarnos, si aceptamos la mirada que san Benito nos propone en su Regla.
Por ejemplo, ser
libre respecto de lo que se dice de nosotros, sobre todo cuando se trata de la
santidad: no querer pasar por santo, antes de serlo. No estar atado por criterios
de edad, de condición social, de parentesco, de relaciones más o menos
brillantes. Hay que escuchar el consejo de los jóvenes, pero a la vez no hacer
sino lo que animan los ejemplos de los ancianos. Hay que permanecer libres ante
los talentos de un hermano, y jamás preferirlos al orgullo que podría invadirlo
al tener conciencia de que aporta algo al monasterio. Hay que permanecer libre
respecto de las palabras de alguien que dice algo bien, permanecer capaz de
acoger sus palabras, aun cuando su conducta afirme lo contrario.
En muchas
circunstancias, grandes o pequeñas, hay que encontrar, recuperar o en todo caso
mantener, aceptando que la mirada de otro se pose sobre estos lazos para
soltarlos. La Regla nos invita a dejarnos mirar así por san Benito, la Regla
nos propone dejarnos mirar por Cristo, a quien no se debe preferir nada, y el
único por quien debemos dejarnos atar. “Si eres servidor de Dios, que no te
retenga una cadena de hierro, sino la cadena de Cristo” (Diál. III, 16).
En el transcurso de
su vida, san Benito ha encontrado la mentira, las imitaciones, las caricaturas,
lo falso; brevemente, para decirlo con una palabra, la imitación. En la
industria existen las imitaciones; hay marcas prestigiosas que gastan fortunas
para defenderse de las reproducciones falsas. La imitación existe también en la
vida monástica; no tenemos fortunas que gastar en nuestra defensa, sino un
corazón que debe abrirse a la verdad. San Benito nos invita a ello. No soporta
que el rey Totila haga vestir con la indumentaria real a su escudero para
simular que es él mismo en persona (Diál. II, 14). No tolera que algunos
hermanos afirmen no haber comido fuera del Monasterio, cuando lo han hecho a su
gusto (II, 12). Ni tampoco que se ha recibido pequeños regalos de las monjas a
las que se ha ido a adoctrinar (II, 19).
Los Diálogos contienen un breve catálogo de
defectos monásticos, a los cuales no hemos agregado gran cosa. Lo que irrita a
san Benito no son los defectos, es el hecho de que se quiera ocultarlos, de que
se quiera aparentar que uno es un monje observante. Lo que hay que decir con la
boca y el corazón es la verdad, no necesariamente cosas edificantes. San Benito
sabe que existen pensamientos malos que asaltan el corazón; eso no es imitación.
Imitación es querer hacer como si no existieran y rehusar estrellarlos contra
Cristo, rehusar decírselos al padre espiritual. U obedecer protestando, aunque
se ejecute materialmente la orden: es una obediencia simulada.
La Regla abunda así
en advertencias contra todo lo que no es conforme a la verdad; o más bien
abunda en estímulos a no tener jamás miedo a la verdad, incluso aunque de ella
resulte que nuestra debilidad sale a luz. El perdón también forma parte de esta
verdad que el abad y los hermanos deben cultivar.
Los Diálogos de san Gregorio emplean dos
palabras célebres para caracterizar la trayectoria de san Benito, quien vuelve
a la soledad después de su primer abadiato, terminado en un fracaso (II, 3,5). Habitavit secum. “Entonces, volvió a su
amada soledad, y habitó solo consigo mismo, bajo la mirada del celestial
Espectador”.
Estas dos palabras
evocan uno de los encuentros más difíciles, el más difícil quizá: encontrarse
con uno mismo, aceptarse a sí mismo, vivir con el que uno es y no con el que
quisiera ser. La síntesis de san Gregorio no permite quizá suficientemente comprender
que se trata de una lucha a mano armada, de un verdadero combate (quizá el más
rudo que se pueda librar), de una ascesis en el sentido más auténtico de la
palabra. Querer ser otro y no el que uno es, es el verdadero pecado y por lo
demás el primero absolutamente. No se trata solo de desear tal o cual talento
que uno no tiene, o, al contrario, desear no tener tal o cual que uno sí tiene,
porque ello entraña demasiada responsabilidad, demasiado trabajo... Pienso en
una aceptación radical de uno mismo, con todos los límites de nuestra
condición, sin querer ser otro –que ese otro sea Dios o que sea nuestro
hermano-, sin querer ocupar el lugar de otro.
Operación delicada
entre todas. No es solo resignarse a cierto número de cualidades y de
debilidades; es hacerlas propias, desposarlas, habitar con ellas. Semejante
esfuerzo constante para preservarse del pecado tanto como para percibirlo,
supone que se vive y actúa bajo la mirada de Dios. Aceptarse a sí mismo, no querer
ser otro sino el que se es, es aprender poco a poco a dejar al otro el lugar
que le corresponde; el otro quiere decir nuestro hermano, quiere decir también
Dios. Habitar consigo mismo no es un preámbulo a algo que debe seguir, es como
la fuente que debe brotar siempre y fecundar el terreno que riega.
El primer grado de
humildad consiste en tener siempre ante los ojos el temor de Dios, consiste en
huir de cualquier negligencia y en recordar sin cesar todo lo que Dios ha
mandado (Regla, 7, 10).
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