Mostrando entradas con la etiqueta Regla. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Regla. Mostrar todas las entradas

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El silencio monástico

 

“El silencio consiste, no por cierto en no decir nada, sino en poner una custodia a la boca (Sal.39;2) y rodear los labios de una clausura, a fin de hablar (1.) cómo y cuándo (quomodo et quando) es necesario, (2.) dónde y cuándo (ubi et quando) se debe, (3.) qué cosa y por qué motivos (quid et unde). Hay, pues, un tiempo para hablar y otro para callar (Ec.3:7)”.   Adam de Perseigne [+1221], Ep 29.

jueves, 11 de julio de 2019

SOLEMNIDAD DE SAN BENITO Variaciones sobre la vida de San Benito. Abad Nicolas Dayez (III)




Tratemos de acercarnos más a la personalidad de san Benito. Si es verdad que se aprende mucho escrutando los ojos y la mirada de alguien, examinemos la manera que tiene san Benito de mirar las personas y las cosas. (Diál. II, 31, 1-4) La mirada de san Benito es siempre una mirada liberadora: puede liberar a un prisionero haciendo caer con una simple mirada las cuerdas que lo ataban.

Podríamos hacer una letanía de las cosas que nos mantienen atados y ligados. Las componendas en el sentido peyorativo de la palabra; los falsos criterios de todo tipo; las etiquetas que nos ponemos unos a otros; los prejuicios contra alguien; los a priori, etc. ... Todo ello nos paraliza más de lo que creemos. Pero podemos liberarnos, si aceptamos la mirada que san Benito nos propone en su Regla.

Por ejemplo, ser libre respecto de lo que se dice de nosotros, sobre todo cuando se trata de la santidad: no querer pasar por santo, antes de serlo. No estar atado por criterios de edad, de condición social, de parentesco, de relaciones más o menos brillantes. Hay que escuchar el consejo de los jóvenes, pero a la vez no hacer sino lo que animan los ejemplos de los ancianos. Hay que permanecer libres ante los talentos de un hermano, y jamás preferirlos al orgullo que podría invadirlo al tener conciencia de que aporta algo al monasterio. Hay que permanecer libre respecto de las palabras de alguien que dice algo bien, permanecer capaz de acoger sus palabras, aun cuando su conducta afirme lo contrario.

En muchas circunstancias, grandes o pequeñas, hay que encontrar, recuperar o en todo caso mantener, aceptando que la mirada de otro se pose sobre estos lazos para soltarlos. La Regla nos invita a dejarnos mirar así por san Benito, la Regla nos propone dejarnos mirar por Cristo, a quien no se debe preferir nada, y el único por quien debemos dejarnos atar. “Si eres servidor de Dios, que no te retenga una cadena de hierro, sino la cadena de Cristo” (Diál. III, 16).

En el transcurso de su vida, san Benito ha encontrado la mentira, las imitaciones, las caricaturas, lo falso; brevemente, para decirlo con una palabra, la imitación. En la industria existen las imitaciones; hay marcas prestigiosas que gastan fortunas para defenderse de las reproducciones falsas. La imitación existe también en la vida monástica; no tenemos fortunas que gastar en nuestra defensa, sino un corazón que debe abrirse a la verdad. San Benito nos invita a ello. No soporta que el rey Totila haga vestir con la indumentaria real a su escudero para simular que es él mismo en persona (Diál. II, 14). No tolera que algunos hermanos afirmen no haber comido fuera del Monasterio, cuando lo han hecho a su gusto (II, 12). Ni tampoco que se ha recibido pequeños regalos de las monjas a las que se ha ido a adoctrinar (II, 19).

Los Diálogos contienen un breve catálogo de defectos monásticos, a los cuales no hemos agregado gran cosa. Lo que irrita a san Benito no son los defectos, es el hecho de que se quiera ocultarlos, de que se quiera aparentar que uno es un monje observante. Lo que hay que decir con la boca y el corazón es la verdad, no necesariamente cosas edificantes. San Benito sabe que existen pensamientos malos que asaltan el corazón; eso no es imitación. Imitación es querer hacer como si no existieran y rehusar estrellarlos contra Cristo, rehusar decírselos al padre espiritual. U obedecer protestando, aunque se ejecute materialmente la orden: es una obediencia simulada.

La Regla abunda así en advertencias contra todo lo que no es conforme a la verdad; o más bien abunda en estímulos a no tener jamás miedo a la verdad, incluso aunque de ella resulte que nuestra debilidad sale a luz. El perdón también forma parte de esta verdad que el abad y los hermanos deben cultivar.

Los Diálogos de san Gregorio emplean dos palabras célebres para caracterizar la trayectoria de san Benito, quien vuelve a la soledad después de su primer abadiato, terminado en un fracaso (II, 3,5). Habitavit secum. “Entonces, volvió a su amada soledad, y habitó solo consigo mismo, bajo la mirada del celestial Espectador”.

Estas dos palabras evocan uno de los encuentros más difíciles, el más difícil quizá: encontrarse con uno mismo, aceptarse a sí mismo, vivir con el que uno es y no con el que quisiera ser. La síntesis de san Gregorio no permite quizá suficientemente comprender que se trata de una lucha a mano armada, de un verdadero combate (quizá el más rudo que se pueda librar), de una ascesis en el sentido más auténtico de la palabra. Querer ser otro y no el que uno es, es el verdadero pecado y por lo demás el primero absolutamente. No se trata solo de desear tal o cual talento que uno no tiene, o, al contrario, desear no tener tal o cual que uno sí tiene, porque ello entraña demasiada responsabilidad, demasiado trabajo... Pienso en una aceptación radical de uno mismo, con todos los límites de nuestra condición, sin querer ser otro –que ese otro sea Dios o que sea nuestro hermano-, sin querer ocupar el lugar de otro.

Operación delicada entre todas. No es solo resignarse a cierto número de cualidades y de debilidades; es hacerlas propias, desposarlas, habitar con ellas. Semejante esfuerzo constante para preservarse del pecado tanto como para percibirlo, supone que se vive y actúa bajo la mirada de Dios. Aceptarse a sí mismo, no querer ser otro sino el que se es, es aprender poco a poco a dejar al otro el lugar que le corresponde; el otro quiere decir nuestro hermano, quiere decir también Dios. Habitar consigo mismo no es un preámbulo a algo que debe seguir, es como la fuente que debe brotar siempre y fecundar el terreno que riega.

El primer grado de humildad consiste en tener siempre ante los ojos el temor de Dios, consiste en huir de cualquier negligencia y en recordar sin cesar todo lo que Dios ha mandado (Regla, 7, 10).

sábado, 6 de julio de 2019

Variaciones sobre la vida de San Benito. Abad Nicolas Dayez (II)



(Diál. II, 4,1-3) Primera prueba: la del decapado que produce en nosotros la oración, esta oración que no termina, que dirijo a un Dios que no me responde. Y además, ¿para qué sirve? Si es para estar distraído como me pasa a mí, daría lo mismo salir a caminar. Como aquel hermano que salía en cuanto los otros se inclinaban para orar (Diál. II, 94). San Benito hizo cuanto pudo para curarlo: el efecto de sus advertencias y amonestaciones no dura dos días. El hermano vuelve a sus escapadas y a pasearse durante la oración. La curación de este hermano, que evade la dificultad de orar, se producirá lamentablemente por un bastonazo bien aplicado. ¡Qué humillación para los miles de autores de tratados sobre la oración! ¡Qué lección para todas las teorías! ¡Qué desengaño para los místicos que tal vez creemos ser!



¿De dónde nos vendrá el saludable bastonazo que nos fije en la oración? Del horario, por ejemplo, que me hace orar a tal hora, tenga deseos o no; del salmo, que me hace orar de tal manera, cualesquiera sean mis sentimientos al respecto; de la Escritura, que me interpela sobre tal tema, cuando yo quisiera que me hablara de otra cosa; de este minuto, que añado a mi oración en el mismo momento en que decido ponerle fin. En la vida de oración siempre llega el momento de la purificación, de la aceptación humilde, de la sencilla apertura. Y a veces también llega el bastonazo, es decir la cruz.



Después de la prueba del bastón, la prueba del agua. (Diál. II, 6, 1-2) Es la historia de este Godo, que tiene alma de pobre y viene a hacerse monje. Un día, mientras trabaja, el hierro del mango de su cuchillo cae al agua. Por pobres que seamos, siempre tenemos la riqueza de algún instrumento. Sea que lo hayamos traído al entrar al monasterio, sea que el monasterio nos haya hecho adquirirlo: diplomas, cultura, vida espiritual, cualidades humanas, apertura... Y vamos a cumplir el trabajo que se nos ha asignado, confiando en los instrumentos de que disponemos. Nos entregamos a él con el corazón alegre, con todas nuestras fuerzas, hasta el momento en que los instrumentos caen al agua. Nos encontramos impotentes para construir lo que hemos venido a hacer. Quisiéramos dedicarnos enteramente a la búsqueda de Dios, consagrar a ello todas nuestras riquezas, nuestras potencialidades. Un buen día nos encontramos con que no tenemos poder sobre nada, ni sobre Dios, evidentemente.



Hay que pasar por la prueba de constatar que la palabra de Cristo es verdadera: Sin mí, no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Es necesario que recibamos todo de la mano de Dios, incluidos nuestros queridos instrumentos, que se nos devuelven con una eficacia no duplicada, sino centuplicada. Incluso el que viene al monasterio con alma de pobre debe experimentar, en sí mismo, que lo que se deja por Cristo, se recibe de nuevo, centuplicado.



Cuando san Benito devuelve el utensilio al godo, agrega: Trabaja y no te contristes. Entrégate a la alegría de haber recuperado lo perdido. No temas utilizar lo que tienes en la mano. Sabes que si lo pierdes, te será devuelto. Sabes que tu verdadero instrumento es aquel que te lo devuelve; aquel que un día dijo: perder la propia vida, es estar seguro de ganarla.



Ahora la prueba del fuego. (Diál. II,10,1-2) Por orden de san Benito, los hermanos han cavado profundamente. Encuentran un ídolo de bronce, que arrojan en la cocina. En seguida ven brotar fuego, y parece que consumirá todo el edificio. Por su oración, el varón de Dios hace volver en sí a los hermanos que veían un fuego imaginario.



Los ídolos aparecen siempre. Unos son más rutilantes que otros. Todos arrojan llamas, de un modo que podemos o no imaginar. Y en el camino que lleva al Dios vivo, hay legiones. Sucede que alguien se encuentra en medio de llamas, y se angustia por lo que va a ocurrir. San Benito pone en guardia al Abad contra el fuego de la envidia y de los celos. Otros arderán de cólera, de celo (malo), de despecho. ¿Qué hacer ante ese fuego? Arrojar agua para extinguirlo solo produce estrépito y trajín. El varón de Dios inclina la cabeza para orar y vuelve a los hermanos a la visión de la realidad. En la oración, hay que recuperar la calma y contemplar las cenizas del imaginario fuego. Descubrir, en el fondo de nuestro corazón, el ídolo que todavía veneramos y que nos hace gritar “¡fuego!”, allí donde no hay nada. Debemos aceptar que un hermano nos llame a ver la realidad. Debemos aceptar no ver lo que otro hermano pretende ver. ¿No pensaba san Benito en algo así cuando dijo: No querer pasar por santo antes de serlo, sino comenzar por serlo, a fin de que se lo diga con verdad.



Después del bastón, del agua, del fuego, está también la prueba del viento. (Diál. II, 20, 1-2) El último ídolo que recibe el golpe, el que está hundido en lo más profundo de la tierra, somos nosotros. La imagen que nos hacemos de nosotros mismos, la que nos imponen los prejuicios que hemos heredado, o la que los halagos de unos u otros ha impreso en nosotros. Hay que sacrificar también esta.



Un día, san Benito tomaba su comida de la tarde. Estaba oscuro. Un joven monje sostenía la lámpara delante de la mesa. Se puso a pensar: “¿Quién es este al que atiendo mientras come? Le sostengo la lámpara, le sirvo de esclavo. ¿Servirle yo, siendo quien soy?”



Cuando uno cree que ya ha renunciado, que está entregado, casi transformado, la naturaleza se recupera. Se produce un verdadero ciclón, el soplo del orgullo, el viento de la rebelión contra la dependencia respecto de alguien, la obediencia, la aceptación de otros tipos de personas, el don de sí a la vida común. El tipo de hombre que somos no quiere renegar de sí ni morir.



“Haz la señal de la cruz sobre tu corazón, hermano. ¿Qué estás diciendo? Haz la señal de la cruz sobre tu corazón.” Solo la señal de la cruz puede salvarte, solo el amor de Cristo puede hacerte soportar la prueba, solo el árbol de la cruz puede darte raíces lo suficientemente robustas como para que no te desplomes con el viento tempestuoso que sopla, como para que devengas verdadero hombre de Dios.



El séptimo grado de humildad consiste no solo en proclamarse con la lengua el último y más vil de todos, sino en penetrarse de ello en lo más íntimo del corazón, en humillarse diciendo con el Profeta: Bueno fue para mí que me humillaras, para que aprenda tus mandamientos (Regla 7,51-54).


sábado, 29 de junio de 2019

Variaciones sobre la vida de San Benito. Abad Nicolas Dayez (I)

Tomado de Lettre de Maredsous, años 2001 y 2002


Nos volvemos hacia la vida de san Benito, para encontrar en ella un itinerario de lo que nosotros mismos debemos vivir. No es pequeña la tentación de pensar que la vida de san Benito ha sido tranquila, como nos gustaría que fuera la nuestra, a fin de poder entregarnos a la oración, a la lectura y a todo lo que hemos decidido hacer. Un simple contacto con el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio nos revela una vida medianamente agitada. Cuatro veces por lo menos san Benito debe tomar decisiones que conmueven profundamente su vida, después de acontecimientos imprevistos: la interrupción voluntaria de sus estudios, el retiro en Subiaco, la estadía en Vicovaro, el regreso a la soledad, Montecassino. Cambio de lugar, nos dice san Gregorio, pero no cambio de adversario. Es el otro aspecto de la vida de san Benito, el de la duración, el del crecimiento, el del combate mantenido, el de la victoria adquirida. 

Nos sucede a veces que pensamos en un tiempo en el que estaríamos liberados de toda preocupación, o según un horario reglamentado, pasaríamos de la oración a la lectura, de la lectura al trabajo, del trabajo a la oración, sin contratiempos. En una palabra, el horario ideal. La vida misma de san Benito nos dice que es un sueño y viene a quebrarlo, como una copa envenenada. Es en la apertura al acontecimiento más transformador que es preciso aprender el lento, largo y duro combate del progreso en la vida monástica.

Si la vida de san Benito nos deja a veces o a menudo una impresión de paz lineal, no es por no haber conocido perturbaciones. ¿No será más bien que a medida que las ha vivido, su corazón se ha dilatado, para correr por el camino de los mandamientos de Dios con inenarrable dulzura de caridad?

El primer lugar en el que encontramos a san Benito es Subiaco, en Sacro Speco. Se retira allí, sabiamente ignorante e inculto a sabiendas, según las palabras difícilmente traducibles de san Gregorio. Vivirá en la gruta tres años, desconocido por todos, excepto por el monje Román y por el adversario.

Esto lo sabemos todos. Pero ¿qué significa una gruta para nosotros? ¿Un hueco en la tierra o bien una mirada clavada en el cielo? Si Benito quiere sustraerse a la mirada de los hombres, busca más bien exponerse a la mirada de Dios. Deseoso de agradar solo a Dios, busca exclusivamente a Dios. Si para esto se aparta de los hombres, no por esto desea la oscuridad. Quiere estar ante Dios y ante el universo, ante la única luz verdadera.

En la gruta, Benito no plantea ningún desafío. Se deja evangelizar a fondo. Se deja desplegar totalmente. Difícil tarea encontrar la simplicidad, consentir que los pliegues del propio corazón se deshagan uno tras otro, para que el dedo de Dios pueda escribir allí las palabras que será necesario decir después a sus hermanos, a los monjes, al mundo.

La vida monástica no es un desafío que lanzamos a nuestra voluntad, a nuestro heroísmo, a nuestra santidad. Si hay una advertencia, esta proviene de Dios para que aceptemos la invasión dolorosa y regeneradora de la gracia. Dejar que se realice nuestro propio paso, pascua, en Dios y sólo en él. Si busca verdaderamente a Dios, ha sido la pregunta, cuando el monje que queremos ser se presentó a la puerta del monasterio.

De Roma a Subiaco, san Benito se había dirigido a Effide con su nodriza. Va a dejar a esta última clandestinamente. Se trata de su propia iniciativa, pero más aún de la de Dios que lo llama. “Buscando a su obrero”, dirá el prólogo de la Regla, en un magnífico resumen. Benito hace el voto único de dedicarse al deseo de Dios. ¡Qué audacia! ¡Y qué juventud supone esto!

Durante tres años, durante una larga recreación, Dios configura los rasgos de su Hijo en el corazón de este hombre. Benito el solitario, a pesar de todas sus resistencias, está llamado a convertirse en el hombre más solidario de todos; el ermitaño debe convertirse en un abba, el que se ha adentrado en el desierto debe convertirse en el padre de una multitud innumerable de discípulos.

Día tras día, al ritmo de una vida que acaba tarde en la noche y comienza temprano a la mañana, Dios modela el corazón de Benito. Hasta el día de Pascua, cuando Benito dirá al hombre de Dios que viene a traerle comida: “Sé que es Pascua porque te he visto”. El corazón que habla así no sólo es fraterno; es un corazón que vive del Espíritu Santo, es un corazón que late al mismo ritmo que el del Padre. Una paternidad semejante, tan impregnada de la de Dios, no puede sino estar abierta a todos. “Que espere la santa Pascua con alegría de espiritual anhelo”, aconsejará la Regla para la Cuaresma. Un consejo que no debemos comprender y aplicar simplemente desde un punto de vista cronológico. Que espere y desee ese momento en el que su corazón se haya convertido en Pascua y paso hacia todo hombre.

El ermitaño de Subiaco ha de convertirse en un abba. La oración lo arrancará muy pronto de la gruta y lo llevará a compartir la paternidad de Dios hacia los hombres. Su vida ejemplar le ha hecho publicidad, anuncio. Los discípulos se agrupan en torno a él. Deberá formarlos, y se revelará maestro en la materia.

sábado, 27 de abril de 2019

La "domesticación" de la ira en la pedagogía benedictina (III)


2. El Presbítero Florencio y el pan envenenado

 

Texto: San Gregorio Magno, Diálogos II, 8:

“1…como es costumbre de los malos envidiar en los demás el bien de la virtud que ellos no se animan a desear, el presbítero de la iglesia vecina, llamado Florencio, y que era el abuelo de nuestro subdiácono Florencio, incitado por la malicia del antiguo enemigo, empezó a sentir celos del hombre santo, a difamar sus costumbres y a apartar de su trato a cuantos le era posible. 2. Mas al ver que ya no podía impedir sus progresos y que la fama de su vida seguía creciendo, y que además por el prestigio de su reputación muchos se sentían atraídos de continuo hacia una vida mejor, abrasado cada vez más por la llama de la envidia, empeoraba cada día, porque pretendía tener la fama de virtud de Benito, sin querer llevar su vida laudable. Obcecado por las tinieblas de la envidia, llegó al punto de enviar al servidor del Señor omnipotente un pan envenenado como si fuera pan bendito. El hombre de Dios lo aceptó con acción de gracias, aunque no se le ocultó el mal escondido en el pan. 3. A la hora de la comida solía llegar un cuervo de la selva vecina, para recibir el pan de su mano. Cuando el cuervo llegó como de costumbre, el hombre de Dios le echó el pan que el presbítero le había enviado, y le ordenó: “En el nombre del Señor Jesucristo, toma este pan y arrójalo a un lugar donde nadie pueda encontrarlo”. Entonces el cuervo, abriendo el pico y extendiendo las alas, empezó a revolotear y a graznar alrededor del pan, como si dijera a las claras que sí quería obedecer, pero no podía cumplir lo mandado. Mas el hombre de Dios le ordenaba una y otra vez: “Llévalo, llévalo tranquilo, y arrójalo donde nadie pueda encontrarlo”. Tras larga vacilación, al fin el cuervo lo agarró con el pico, lo levantó y desapareció. Transcurrido un intervalo de tres horas, y después de haber arrojado el pan, volvió y recibió de manos del hombre de Dios la ración acostumbrada. 4. El venerable Padre, al ver que el ánimo del sacerdote se enardecía contra su vida, se apenó más por él que por sí mismo. Por su parte el mencionado Florencio, ya que no pudo matar el cuerpo del maestro, se encendió en deseos de perder las almas de sus discípulos. Así, en el huerto del monasterio en el que estaba Benito, introdujo ante sus ojos siete muchachas desnudas, que trabándose las manos unas con otras, danzaron durante mucho tiempo delante de ellos, con la intención de inflamar sus almas en la perversidad de la lascivia. 5. El hombre santo, al verlo desde su celda, temió por la caída de sus discípulos más débiles, y comprendiendo que él era la única causa de esa persecución, cedió ante la envidia. Estableció prepósitos y grupos de hermanos en todos los monasterios que había construido, luego él cambió de residencia llevando consigo unos pocos monjes. 6. Mas en cuanto el hombre de Dios se apartó humildemente del odio de Florencio, Dios omnipotente hirió a éste de un modo terrible. En efecto, cuando el mencionado presbítero, al haberse enterado de la partida de Benito se regocijaba desde la terraza, ésta se derrumbó mientras que el resto de la casa permanecía intacto. Y así el enemigo de Benito murió aplastado. 7. Mauro, el discípulo del hombre de Dios, estimó que debía anunciárselo al instante al venerable Padre Benito que apenas se había alejado diez millas de aquel lugar, y le dijo: “Vuelve, porque el presbítero que te perseguía ha muerto”. Al oír esto, el hombre de Dios Benito prorrumpió en fuertes sollozos, tanto porque había muerto su adversario, como porque el discípulo se alegraba por la muerte del enemigo. Por este motivo impuso al discípulo una penitencia, puesto que, al comunicarle tal noticia, se había atrevido a alegrarse por la muerte del enemigo.

8. Pedro: Lo que cuentas es admirable y totalmente asombroso. Pues el agua que manó de la piedra, recuerda a Moisés, el hierro que volvió desde lo profundo del agua, a Eliseo, el caminar sobre las aguas, a Pedro, la obediencia del cuervo, a Elías, y el llanto por la muerte del enemigo, a David (cf. 2 S 1,11-12). Por lo que veo, este hombre estuvo lleno del espíritu de todos los justos”[1].



Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb.

“El siguiente episodio que vamos a comentar es, por un lado, el broche de oro de la serie de prodigios bíblicos: el cuervo obediente recuerda a Elías, mientras que la caridad de Benito con respecto a su enemigo evoca a David. Pero, por otra parte, Gregorio retoma aquí el hilo de los relatos de tentación...

Este cuarto ciclo de pruebas se asemeja extrañamente al precedente. El acontecimiento que constituye la prueba es el mismo: una tentativa de envenenamiento. Aunque la reacción virtuosa de Benito no está presentada de la misma manera, como ya veremos, la tentación es idéntica en lo esencial: la de un hombre enfrentado con el odio de sus adversarios que quieren quitarle la vida. La turbación, la cólera, la venganza, el hecho de devolver odio, todo eso que es tan natural que se agite en un caso semejante, sale de la misma zona del alma. Hoy quizás hablaríamos de agresividad. Los antiguos lo llamaban el irascible.

Vemos entonces al “irascible” de Benito probado por segunda vez. En este punto, conviene echar una mirada retrospectiva y abarcar el conjunto de las cuatro tentaciones. La primera, como recordaremos era de vanagloria; la segunda de lujuria; la tercera, que se repite aquí, de violencia defensiva. Esta tríada adquiere todo su sentido si recordamos que los antiguos dividían al alma humana en tres regiones principales: en la cima, la parte racional; debajo, los dos apetitos sensibles, el “concupiscible” -que es el centro de los deseos como el de comer o el de procrear- y el “irascible”, del que acabamos de hablar. La primera tentación que sufre Benito, la vanagloria, ataca a la parte racional, mientras que la lujuria depende del “concupiscible” y la violencia del “irascible”.

Por lo tanto Gregorio, en esta serie de tentaciones atravesadas por Benito, pasa revista a los tres grandes sectores del psiquismo y a los tres capítulos principales de la vida ascética…Pero ¿por qué insistir tanto en la última tentación, la del irascible? Al repetirla. Gregorio no solamente quiere subrayar su importancia, sino que también tiene necesidad de esta repetición para poner en evidencia sus dos facetas distintas.

Efectivamente, como ya lo hemos dicho, Benito no reacciona exactamente igual en los dos casos. Cuando descubre que sus monjes lo quieren matar, inmediatamente sale a la luz su calma inalterable: “rostro apacible, espíritu tranquilo”. En cuanto a los asesinos, se comporta con ellos con una asombrosa mansedumbre, pero los deja sin preocuparse aparentemente por su suerte. En este asunto los únicos rasgos que le interesan a Gregorio son la ausencia de turbación, la perfecta posesión de sí, la voluntad de “habitar consigo”. Estos rasgos son puramente ascéticos y se refieren solamente al sujeto que los presenta; el prójimo sólo interviene para hacerlos aparecer, por medio de su impotente malicia.

Por el contrario, cuando Benito se da cuenta del atentado del sacerdote, su reacción íntima en el momento del descubrimiento no está anotada. El episodio del cuervo, relatado por Gregorio con una sonrisa, da a entender que esta reacción fue absolutamente apacible. Pero esto no es lo que le importa al biógrafo. Lo que quiere mostrar esta vez es la caridad de Benito. Ya no le interesa la no-violencia, la ausencia de turbación ni el impecable control de las emociones, sino la bondad que se preocupa por el otro, la piedad por el asesino, víctima de su crimen: “dolióse más del sacerdote que de sí mismo”. Es una segunda victoria sobre la irascible, complementaria de la anterior y que va más lejos. Cuando se es el blanco del odio, es hermoso no odiar, pero mucho más hermoso todavía es amar.

En dos oportunidades en la continuación del relato, se manifiesta esta orientación positiva hacia el otro. Al principio, de una manera discreta, en las motivaciones de la partida. Benito, igual que luego del primer atentado, se retira ante la persecución; pero en lugar de hacerlo solamente para poner su paz a buen recaudo, esta vez es movido por la preocupación de las almas que le han sido confiadas, decide desarmar al mal sacerdote desapareciendo, porque teme, por sus discípulos, las maniobras corruptoras de este último.

Pero esta señal de humilde caridad es poca cosa al lado del dolor que estalla cuando Benito se entera de la muerte de Florencio y de la alegría de Mauro. Reaparece aquí el amor al enemigo con toda su fuerza. Esta respuesta del bien al mal, del amor al odio, subrayada por la comparación con David, es la cumbre de la ascensión moral que Gregorio hace llevar a cabo a su héroe…

Por lo tanto. Gregorio ha desdoblado la tentación del irascible para analizarla a fondo. Nos encontramos aquí con un procedimiento de exposición que ya habíamos visto antes. Benito, como recordaremos, vivió dos períodos solitarios: el primero de absoluta renuncia ascética y el segundo iluminado de claridades contemplativas. El abadiato frustrado actuaba de separación entre los dos. Ahora, como vemos, Gregorio trata el tema de una manera análoga, presentando sucesivamente los aspectos ascético y caritativo de la lucha contra el irascible. Y, como vimos más arriba, los separa con un entreacto que consiste en la serie de los cuatro milagros.

Para concluir esta retrospectiva, observemos que las dos tentaciones del irascible se articulan una con la otra, exactamente como los ciclos de la prueba anterior. Los cuatro milagros intermediarios hacen sin duda que esta conexión sea menos aparente; pero no por eso es menos real. La victoria sobre la turbación y la cólera se resuelve, como recordaremos en un afluir de vocaciones y en la fundación de doce monasterios. Ahora es precisamente este éxito lo que le hace sombra al sacerdote Florencio y provoca nuevas amenazas contra Benito. Al llevar como de costumbre, a una irradiación sobre los hombres, este primer triunfo sobre el irascible ha engendrado la ocasión del segundo.

Tentación, victoria, irradiación: el ciclo habitual se repite aquí por cuarta vez. Pero con una variante, o más bien con una aparente laguna…

La otra escena maravillosa que completará a ésta, es el duelo de Benito por su perseguidor, reflejo de David llorando a Saúl. Esta grandeza de alma de Benito está subrayada por un detalle que merece ser puesto de relieve para terminar: así como Florencio “se alegró” de su partida, Mauro, a su vez, “se alegra” por la desaparición de su enemigo. Entre estas dos alegrías antagonistas, por y contra él, el varón de Dios aparece como un justo que domina el tumulto del que es objeto. Las pasiones humanas desencadenadas a propósito de él no lo alcanzan, e incluso no soporta que uno de los suyos se deje llevar por ellas. David había castigado al joven amalecita que le anunciaba la muerte de Saúl como una buena noticia. Asimismo Benito impone una penitencia al discípulo que se atrevió, al enviarle semejante mensaje, a alegrarse de la muerte de un enemigo.

Esta magnanimidad que recuerda a David, es el último de los cinco milagros imitados de la Biblia que Gregorio -o más bien el diácono Pedro- recapitula con admiración al final del texto. Pero ¿se trata realmente de un milagro? Más bien es una maravilla moral, de orden puramente espiritual. La repentina muerte de Florencio aparece como un castigo del cielo, una manifestación fulminante de la justicia divina. Este milagro, si puede llamárselo así, es el único que se produce. En cuanto a la reacción de Benito, no es más que un rasgo de sublime virtud, en el que ciertamente se manifiesta el Espíritu de Dios pero sin trastornar el mundo físico”[2].



Comentarios del P. Anselm Grün, osb.

“Los animales representan el ámbito de la vitalidad, de la sexualidad y de los instintos. En los cuentos, los animales son a menudo compañeros de camino que prestan su ayuda. Para el que sepa manejarse bien con su vitalidad y sus instintos, este ámbito le será de ayuda cuando tenga dificultades. Espiritualidad no significa erguirse por encima de lo terreno y cercenar en sí lo vital, sino integrarlo. Entonces, experimentaremos precisamente de este ámbito ayuda en nuestro camino para llegar a ser nosotros mismos y en nuestro camino hacia Dios…

Mauro transmite a Benito la feliz noticia de la muerte de su contrincante. Pero como David, tampoco Benito puede alegrarse de la muerte de su enemigo. No había hecho propia la enemistad. A pesar de la hostilidad de fuera, sigue estando reconciliado consigo mismo y con sus opositores. Benito lamenta la muerte del sacerdote. Lo entristece que un ser humano pueda haberse encastillado de semejante modo de odio”[3],

“Al contrario se pone triste por la muerte de Florencio y por el hecho de que su discípulo se alegre de ella. Benito esta reconciliado consigo mismo y, por eso, no puede sentir odio ni siquiera contra su enemigo. Frente al odio se retira porque intuye que ese odio inspirará a este sacerdote muchas cosas más, hasta salir victorioso. También se retira porque ve que el sacerdote quiere corromper a sus discípulos…

Benito está triste por la muerte de su enemigo, pero, probablemente ya estaría triste anteriormente de que un hombre pueda desarrollar tanto odio. No devuelve el odio, sino que lo neutraliza primero, alejando el veneno. Después el mismo se aleja, para no echar leña al fuego. Pero queda en paz consigo mismo y con su enemigo. No juzga, no condena a su enemigo. Espera que éste deje de enfurecerse contra él y que vuelva a encontrar la paz en su corazón”[4].



[1] San Gregorio Magno, Vida de San Benito, pp. 51-53.
[2] A. de Vogüé, “San Gregorio Magno, Libro II de los Diálogos. Vida y milagros del Bienaventurado Abad Benito (III)”, pp. 151-155.
[3] A. Grün, Benito de Nursia, Espiritualidad enraizada en la tierra, pp. 24-25.
[4] A. Grün, Hacia la plenitud, El camino de san Benito, abad, pp. 49-50.

sábado, 13 de abril de 2019

La "domesticación" de la ira en la pedagogía benedictina (II)

Dos relatos paralelos de la Vida de N. P. san Benito sobre “no ceder a la ira”

I. Los monjes de Vicovaro y el vino envenenado

Texto: San Gregorio, Diálogos II, 3:

“2. No lejos de allí existía un monasterio cuyo abad había fallecido, y toda su comunidad se dirigió al venerable Benito, pidiéndole insistentemente que fuera su superior. Él, negándose, difirió su asentimiento durante mucho tiempo, diciéndoles de antemano que las costumbres de él y las de ellos no podrían coincidir. Pero vencido finalmente por sus reiteradas súplicas, dio su consentimiento. 3. Mas él velaba por la observancia de la vida regular del monasterio, no permitiendo a nadie desviarse -como lo habían hecho hasta entonces- por actos ilícitos del camino de perfección, ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Los hermanos de quienes se había hecho cargo, insensatamente enfurecidos, empezaron a acusarse a sí mismos por haberle pedido que los gobernara, ya que su vida torcida estaba en pugna con aquella norma de rectitud. Dándose cuenta de que bajo su gobierno no se les permitirían cosas ilícitas, se dolieron de tener que renunciar a sus costumbres, y les pareció demasiado duro verse obligados a aceptar cosas nuevas con su espíritu envejecido. Puesto que la vida de los buenos resulta intolerable a los de costumbres depravadas, empezaron a tramar el modo de darle muerte. 4. Después de decidirlo en consejo, mezclaron veneno en el vino. Cuando según la costumbre del monasterio se le presentó al abad, sentado a la mesa, el vaso de cristal que contenía la bebida envenenada para que lo bendijera, Benito extendió la mano e hizo la señal de la cruz, y con ella el vaso que estaba a cierta distancia, se rompió, y a tal punto se hizo añicos como si a ese vaso de muerte en lugar de la señal de la cruz, le hubieran dado con una piedra. El hombre de Dios comprendió en seguida que el vaso había contenido una bebida de muerte, ya que no pudo soportar la señal de la vida. Al instante se levantó, y con rostro sereno y ánimo tranquilo convocó a los hermanos y les dijo: “¡Que Dios omnipotente tenga misericordia de ustedes, hermanos! ¿Por qué quisieron hacer esto conmigo? ¿Acaso no les dije de antemano que mis costumbres no eran compatibles con las de ustedes? Vayan y búsquense un Padre de acuerdo con sus costumbres, porque en adelante en modo alguno podrán contar conmigo”. 5. Acto seguido, volvió al lugar de su amada soledad y sólo, bajo la mirada del Espectador divino, habitó consigo”[1].



Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb.

“Decididamente, Benito no sale de una prueba sino para entrar en otra. No bien triunfa de la lujuria, la irradiación que resulta de esta victoria es la causa de un nuevo combate. Su naciente prestigio de maestro espiritual, hace que una comunidad monástica lo elija como abad y estos monjes, que son malos, le procuran una tentación análoga a la de la mujer cuyo recuerdo tanto lo había atormentado.

De hecho, estos dos episodios no solamente se encuentran uno a continuación del otro sino que se asemejan. Tanto en uno como en otro, una señal de la cruz rechaza el mal. Tanto en uno como en otro también, Gregorio habla de derrota: “casi vencido” por la voluptuosidad, Benito resulta efectivamente “vencido” por las reiteradas súplicas de los monjes. Aquello que casi realiza en el primer caso -abandonar su desierto-, lo cumple efectivamente en el segundo.

Tanto en un caso como en el otro, se trata de “volver en sí”. La primera vez, esta vuelta en sí se opera, por la gracia de Dios, luego de un instante de extravío, y salva al joven monje de la caída. La segunda vez, pese a que abandona su gruta, Benito no se deja arrastrar fuera de sí. En el momento crítico, su pronta decisión de abandonar su cargo y de volver a su querida soledad, le permitirá “habitar consigo” sin interrupción. Pero se libró por un poco de esa fatal salida de sí que ilustra la parábola del Hijo Pródigo, de quien el Evangelio dice que “volvió en sí”, desde lo más profundo de su miseria.

De modo que nos encontramos con una nueva tentación, una nueva prueba. A la seducción de la mujer, sigue la oposición de los hombres. A la atracción del placer carnal, se sustituye la trampa de la autoridad, la preocupación excesiva de una responsabilidad pastoral ejercida en vano. Esta vez Benito se arriesga, no ya a abandonar el servicio de Dios y volver al mundo, sino más sutilmente, en el seno mismo de la vida religiosa, a perder la paz interior, la “luz de la contemplación”, la visión de sí mismo y de Dios.

Así como había sucedido la vez anterior, Benito sale victorioso de esta prueba. El descubrimiento del atentado perpetrado contra su vida no consigue turbarlo. Por el contrario, este descubrimiento le sugiere inmediatamente el retiro liberador que custodiará su paz contra el inminente naufragio. Abandona esta autoridad que no ha buscado, que incluso durante mucho tiempo ha rechazado, sin tardanza ni pesar para volver a su amada soledad.

Y la actual victoria, igual que las dos anteriores, tiene también como recompensa una irradiación ejercida sobre las almas. Por haber renunciado a una vana autoridad por su bien espiritual, Benito ve llegar a su refugio a los hombres que buscan el servicio de Dios. Ha abandonado un monasterio y funda doce. Así llega a su culminación la progresión que hemos observado. La influencia de Benito que ha comenzado modestamente por medio de algunas buenas palabras dirigidas a los visitantes laicos, se hizo más profunda luego de la segunda tentación: la gente comenzó a dejar el mundo para ponerse bajo su dirección. Ahora se da un nuevo paso: se organizan verdaderas comunidades. Primero seglares; luego aspirantes a la vida perfecta, finalmente monjes cenobitas: estos son los trofeos cada vez más nobles de aquellos combates.  

Para completar esta mirada retrospectiva, observemos ciertas correspondencias entre los tres ciclos ya recorridos. En el primero, Benito se va al desierto para huir de su popularidad entre los seglares. En el segundo, permanece allí a pesar del deseo de una mujer. En el tercero vuelve allí, huyendo del odio de los malos monjes. La estima de los hombres lo llevó a la soledad, su hostilidad lo vuelve a traer…”[2].



Comentarios del P. Anselm Grün, osb.

“Después de la sexualidad, la energía vital más fuerte de que dispone el ser humano es la agresión. En la agresividad de los monjes de Vicovaro, Benito se encontró con su propia agresión, que había reprimido. La agresión reprimida sigue ejerciendo su influjo desde las sombras sobre los individuos y su entorno. El que ha reprimido su agresión hace agresivos a los demás. Esto es lo que Benito acaba de experimentar dolorosamente. Ahora, se retira en sí mismo. Mora totalmente en sí mismo, presta atención a sí. Como escribe Gregorio, ‘no alejó fuera de sí el ojo de su espíritu’ (V 185). Por lo visto, Benito hace aquí la experiencia de que Dios sólo vive en él si él vive en sí. Sólo si Benito habita toda su casa, también los ámbitos de la sexualidad y la agresión, inundará Dios su casa con su luz. Benito deja de proyectar hacia otros su sexualidad y su agresión. Las ve en sí mismo. De ese modo, ambas regiones vitales pueden transformarse y servirle en su camino espiritual”[3].

“Todavía no había progresado tanto como para que su vida espiritual pudiera contagiar también a los hombres no espirituales. Todavía su amor no era tan fuerte como para poder transformar incluso el odio. Pero, quizá, precisamente este fracaso fue para Benito una experiencia necesaria y saludable. Se dio cuenta de que en él había todavía más rigor masculino que bondad maternal, y que el rigor puede provocar muchas veces en el otro una resistencia encarnizada hasta endurecer las posiciones y hacer imposible una convivencia provechosa. Evoca en el otro sólo veneno, sin poder curarlo. Descubre las faltas, sin superarlas y de esta manera, se vuelve para él una amenaza mortal.

Es peligroso tratar de guiar a otros demasiado temprano. Uno cree que ya se ha encontrado con la sombra. Pero entonces el trato con gente difícil es una prueba necesaria para ver hasta qué punto uno ha asumido realmente su sombra. La experiencia de Benito con los monjes de Vicovaro muestra que, en la maldad de los demás, su propia sombra lo amenaza mortalmente… ”[4].



[1] San Gregorio Magno, Vida de San Benito, ECUAM, Bs. As, 2010,  pp. 35-36-
[2] A. de Vogüé, “San Gregorio Magno, Libro II de los Diálogos. Vida y milagros del Bienaventurado Abad Benito (III)”, Cuadernos Monásticos 57 (1981), pp. 141-142.
[3] A. Grün, Benito de Nursia, Espiritualidad enraizada en la tierra, Herder, Barcelona, p. 21.
[4] A. Grün, Hacia la plenitud, El camino de san Benito, abad, Monte Casino-ECUAM, Zamora, 1997, p. 39.

sábado, 6 de abril de 2019

La "domesticación" de la ira en la pedagogía bendictina (I)

Quince tips para “no ceder a la ira (Iram non perficere)” (RB IV, 22):

1.      (v. 23) no guardar rencor.
2.      (v. 24) No tener dolo en el corazón,
3.      (v. 26) No abandonar la caridad.
4.      (v. 29) No devolver mal por mal.
5.      (v. 30) No hacer injurias, sino soportar pacientemente las que le hicieren.
6.      (v. 31) Amar a los enemigos.
7.      (v. 32) No maldecir a los que lo maldicen, sino más bien bendecirlos.
8.      (v. 34) No ser soberbio.
9.      (v. 65) No odiar a nadie,
10.  (v. 66) no tener celos,
11.  (v. 67) no tener envidia,
12.  (v. 68) no amar la contienda,
13.  (v. 69) huir la vanagloria.
14.  (v. 72) Orar por los enemigos en el amor de Cristo;
15.  (v. 73) reconciliarse antes de la puesta del sol con quien se haya tenido alguna discordia.
  

Ocho enseñanzas sobre la paciencia en la RB
1.      Pró. 36-38.50: “Por eso, para corregirnos de nuestros males, se nos dan de plazo los días de esta vida. El Apóstol, en efecto, dice: "¿No sabes que la paciencia de Dios te invita al arrepentimiento?" (Rm 2,4). Pues el piadoso Señor dice: "No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (Ez 33,11)…De este modo, no apartándonos nunca de su magisterio, y perseverando en su doctrina en el monasterio hasta la muerte, participemos de los sufrimientos de Cristo por la paciencia, a fin de merecer también acompañarlo en su reino. Amén”.
2.      Cap. II, 25: “Debe, pues, reprender más duramente a los indisciplinados e inquietos, pero a los obedientes, mansos y pacientes, debe exhortarlos para que progresen; y le advertimos que amoneste y castigue a los negligentes y a los arrogantes”.
3.      Cap. IV, 30. 33: “No hacer injurias, sino soportar pacientemente las que le hicieren… Sufrir (soportar) persecución por la justicia”.
4.      Cap. VII, 35-43: El "cuarto grado de humildad" consiste en que, en la misma obediencia, así se impongan cosas duras y molestas o se reciba cualquier injuria, uno se abrace con la paciencia y calle en su interior, y soportándolo todo, no se canse ni desista, pues dice la Escritura: "El que perseverare hasta el fin se salvará" (Mt 10,22), y también: "Confórtese tu corazón y soporta al Señor" (Sal 26,10). Y para mostrar que el fiel debe sufrir por el Señor todas las cosas, aun las más adversas, dice en la persona de los que sufren: "Por ti soportamos la muerte cada día; nos consideran como ovejas de matadero" (Rm 8,36). Pero seguros de la recompensa divina que esperan, prosiguen gozosos diciendo: "Pero en todo esto triunfamos por Aquel que nos amó" (Rm 8,37). La Escritura dice también en otro lugar: "Nos probaste, ¡oh Dios! nos purificaste con el fuego como se purifica la plata; nos hiciste caer en el lazo; acumulaste tribulaciones sobre nuestra espalda" (Sal 65,10s). Y para mostrar que debemos estar bajo un superior prosigue diciendo: "Pusiste hombres sobre nuestras cabezas" (Sal 65,12). En las adversidades e injurias cumplen con paciencia el precepto del Señor, y a quien les golpea una mejilla, le ofrecen la otra; a quien les quita la túnica le dejan el manto, y si los obligan a andar una milla, van dos (Cf. Mt 5,39ss); con el apóstol Pablo soportan a los falsos hermanos (Cf. 2 Co 11,26), y bendicen a los que los maldicen (Cf. 1 Co 4,12 y Rm 12,41).
5.      Cap. XXXVI, 5 Sin embargo, se los debe soportar pacientemente, porque tales enfermos hacen ganar una recompensa mayor.
6.      Cap. LVIII. 3 Por lo tanto, si el que viene persevera llamando, y parece soportar con paciencia, durante cuatro o cinco días, las injurias que se le hacen y la dilación de su ingreso, y persiste en su petición…11 Si todavía se mantiene firme, lléveselo a la sobredicha residencia de los novicios, y pruébeselo de nuevo en toda paciencia.
7.      Cap. LXVIII, 2: “Pero si ve que el peso de la carga excede absolutamente la medida de sus fuerzas, exponga a su superior las causas de su imposibilidad con paciencia y oportunamente”.
8.      Cap. LXXII, 5: “tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales”.

sábado, 28 de julio de 2018

Santa Hildegarda de Bingen: Dos “visiones” de la Vida monástica



13. De quienes imitan la Pasión de Cristo: los aromáticos[1]

Y allí donde aquel fulgor brillaba como púrpura jacintia, ardía ciñendo con fuerza la imagen de la mujer: designa la perfección de cuantos imitan la Pasión de mi Hijo con ardiente amor y engalanan vivamente a la Iglesia con su sacrifico. ¿Cómo? Porque son la alta morada del tesoro que se eleva en el designio divino, pues cuando la Iglesia, ya afianzada, cobró fuerza, brotó, para esplendor suyo, un vivo aroma que pronunció los votos del camino de la secreta renovación. ¿Qué quiere decir esto? Que entonces surgió una orden maravillosa a imagen del ejemplo de Mi Hijo; pues igual que mi Hijo vino al mundo separado del pueblo común, también esta legión vive en el mundo alejada del resto de las gentes. Sí, como bálsamo que con suavidad se destila del árbol, así surgió al principio este pueblo, de forma singular, en el desierto y en lugares retirados y, lo mismo que el árbol extiende sus ramas, lentamente medró hasta hacerse multitud plena. Mira he bendecido y santificado este pueblo: son para Mí entrañables flores, rosas y lirios que agrestes florecen en los campos como este pueblo al que ninguna ley obliga a desear una senda tan angosta, sino que la emprende dulcemente inspirada por Mí, sin precepto de ley, por propia voluntad, haciendo más de cuanto le fue ordenado; por tanto gran merced recibirá, como está escrito en el Evangelio cuando el samaritano condujo a aquel hombre mal herido a una posada” (Scivias II, V, 13, Trotta, 1999, pp. 156-157).



20. El camino de las órdenes y el amanecer

“La primera luz del día representa las fieles palabras de la enseñanza apostólica; la alborada, el inicio del camino que germinó primero en la soledad y en las grutas, después de aquella doctrina; el sol revela la apartada y bien dispuesta senda de Mi siervo Benito, a quien atravesé con ardiente fuego, enseñándole a honrar, con el hábito de su orden, la Encarnación de mi Hijo y a imitar Su Pasión con la abnegación de Su voluntad; porque Benito es como un nuevo Moisés, puesto en la hendidura de la roca, mortificando y curtiendo su cuerpo con recia austeridad por amor a la vida, igual que el primer Moisés escribió, por precepto Mío, una áspera y dura Ley en tablas de piedra y se la dio a los judíos. Pero lo mismo que Mi Hijo atravesó esa ley con la dulzura del Evangelio, también Mi Siervo Benito hizo del designio de esta orden, que antes de él era un arduo camino, una senda apartada y llana, merced a la dulce inspiración del Espíritu Santo, y, por ella, congregó a la inmensa cohorte de su regla, igual que Mi Hijo reunió junto a Sí, por Su suave aroma, al pueblo cristiano.

Entonces el Espíritu Santo alumbró los corazones de sus elegidos, anhelantes de su vida, para que, así como las aguas bautismales borran los pecados de los pueblos, también ellos renunciaran a las pompas de este mundo, a imagen de la Pasión, de mi Hijo. ¿Cómo? Igual que el hombre es rescatado por el santo bautismo de los cepos del Demonio y se despoja de los crímenes de su viejo agravio, también estos se desprenden de los afanes mundanos por el signo de sus vestidos, en los que llevan además, una señal angélica. ¿Cómo? Mira que son custodios de Mi pueblo, por voluntad Mía” (Scivias II V, 20, p. 162).



[1] Aroma viviente (2 Cor 2, 15-16) son los monjes, segundo bautismo es la profesión monástica.

miércoles, 14 de febrero de 2018

INICIO DE CUARESMA: UN TEXTO PARA RUMIAR JUNTOS





Ezequiel 14, 12-23. “La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, si un país peca contra mí cometiendo infidelidad, y yo extiendo mi mano contra él, destruyo su provisión de pan y envío contra él el hambre para extirpar de allí hombres y bestias, y en ese país se hallan estos tres hombres, Noé, Daniel y Job, ellos salvarán su vida por su justicia, oráculo del Señor Yahveh. Si yo suelto las bestias feroces contra ese país para privarle de sus hijos y convertirle en una desolación por donde nadie pase a causa de las bestias, y en ese país se hallan esos tres hombres: por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que ni hijos ni hijas podrán salvar; sólo se salvarán a sí mismos, pero el país quedará convertido en desolación. O bien, si yo hago venir contra ese país la espada, si digo: «Pase la espada por este país», y extirpo de él hombres y bestias, y esos tres hombres se hallan en ese país: por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que no podrán salvar ni hijos ni hijas; ellos solos se salvarán. O si envío la peste sobre ese país y derramo en sangre mi furor contra ellos, extirpando de él hombres y bestias, y en ese país se hallan Noé, Daniel y Job: por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que ni hijos ni hijas podrán salvar; sólo se salvarán a sí mismos por su justicia. Pues así dice el Señor Yahveh: Aun cuando yo mande contra Jerusalén mis cuatro terribles azotes: espada, hambre, bestias feroces y peste, para extirpar de ella hombres y bestias, he aquí que quedan en ella algunos supervivientes que han podido salir, hijos e hijas; y he aquí que salen hacia  vosotros, para que veáis su conducta y sus obras y os consoléis de la desgracia que yo he acarreado sobre  Jerusalén, de todo lo que he acarreado sobre ella. Ellos os consolarán cuando veáis su conducta y sus obras, y sabréis que no sin motivo hice yo todo lo que hice en ella, oráculo del Señor Yahveh”.


SAN BERNARDO DE CLARAVAL: SERMÓN A LOS ABADES

Noé, Daniel y Job cruzan el mar de tres modos distintos: en barca, por un puente y a nado.



Todos sabemos que hay tres clases de hombres que alcanzan la libertad cruzando, cada uno de un modo distinto, este mar inmenso, símbolo de esta vida llena de molestias y oleajes. Son Noé, Daniel y Job. El primero lo cruza en una nave, el segundo por un puente y el tercero nadando. Estos tres hombres representan tres estados de vida en la Iglesia: Noé dirigía el arca para no morir durante el diluvio. En él reconozco sin vacilar la misión de los que gobiernan la Iglesia. Daniel es el varón de deseos, entregado a la abstinencia y castidad: el prototipo de los que se consagran exclusivamente a Dios en la penitencia y continencia. Job administra sabiamente las riquezas del mundo en la vida matrimonial, representa al pueblo cristiano que posee honestamente los bienes terrenos.

Trataremos del primero y del segundo, porque tenemos aquí presentes a nuestros venerables hermanos y coabades que pertenecen a la jerarquía, y también se hallan algunos monjes, que viven en la condición de penitentes. Nosotros los abades no podemos olvidar que también pertenecemos a ese estado, a no ser que -Dios no lo permita-por los privilegios de nuestro ministerio olvidemos nuestra profesión.

No me entretengo en el tercero, es decir, los que viven en el matrimonio, porque apenas nos atañe a nosotros. Estos atraviesan el océano a nado, lanzados a una aventura llena de fatigas y peligros; y a una travesía inmensamente grande y desprovista de caminos. Es un viaje muy arduo, como lo vemos por tantos como lloramos por perdidos, y los muy pocos que llegan a la meta. Ciertamente, es muy difícil, sobre todo en estos tiempos invadidos de maldad, sortear las tormentas de los vicios y los abismos del pecado entre el oleaje del mundo.


El estado de los continentes lo cruza por un puente que es, como todos comprendemos, el camino más corto, fácil y seguro. Omito las alabanzas y me limito a indicar los peligros, que es mucho mejor y más provechoso.

Queridos hermanos: habéis tomado un camino muy recto y más seguro que el del matrimonio; pero no está plenamente garantizado. Os asechan tres peligros: compararos con otros, mirar hacia atrás o intentar detenerse y plantarse en medio del puente. Ese puente es tan estrecho que no permite hacer eso. El camino que lleva a la vida es muy angosto. Contra el primer peligro, oremos cada uno de nosotros como el Profeta, para que no nos domine el orgullo, porque ahí fracasan los malhechores. El que echa mano al arado y después mira atrás, resbalará muy pronto y se hundirá en el océano. El que se para, aunque no abandone la Orden, y finja deseos de seguir adelante, acabará siendo derribado y arroyado por los que vienen detrás. El sendero es muy estrecho, y ese tal es un estorbo para los que quieren caminar y avanzar. Discuten continuamente con él, le reprenden, no soportan su flojedad y tibieza; le aguijonean y empujan, por así decirlo, con sus manos; y una de dos: o se decide a caminar o se pierde sin remedio.

Por eso no nos conviene retardar el paso, y mucho menos aún fijarnos en los otros o compararnos con ellos. Corramos humildemente y avancemos sin cesar, no sea que perdamos de vista al que salió como un héroe a recorrer su camino. Si somos sensatos, procuraremos mirarle sin cesar, atraídos por su fragancia, y el camino se nos hará más ligero y agradable.

A pesar de ello los decididos a correr no encuentran demasiado estrecho este puente. Está formado de tres buenos troncos de madera, apoyándose bien en ellos no hay peligro de resbalar. Son la mortificación corporal, la pobreza de bienes de este mundo y la humilde obediencia. Ya sabemos que, es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. Y que los que quieren enriquecerse en esta vida, caen en la tentación y en el lazo del diablo. Además, el que se apartó de Dios por la desobediencia puede volver a Él por el camino recto y seguro de la obediencia. Estas tres cosas deben estar muy ensambladas. Porque la penitencia corporal vacila envuelta en riquezas y si le falta la obediencia, puede caer fácilmente en la indiscreción. Una pobreza rodeada de placeres y egoísmo es pura ilusión. Una obediencia cubierta de riquezas y regalos no es sólida ni merece recompensa.

Pero si las practicas con un sabio equilibrio lograrás evitar los tres peligros de este mar: los bajos apetitos, los ojos insaciables y la arrogancia del dinero. Insisto en que deben practicarse con mucho equilibrio; es decir: la penitencia esté libre del mal humor, la pobreza sin ansias de poseer y la obediencia limpia de propia voluntad. Recordemos aquellos murmuradores que perecieron mordidos por las serpientes; y que los que quieren hacerse ricos -no dice los que son ricos, sino los que pretenden ser-, caen en el lazo del diablo.

Y qué diremos de aquel -Dios no lo permita- que desprecia las riquezas y busca los halagos de la pobreza con la misma pasión o mucho más afán con que los mundanos apetecen las riquezas. ¿Qué diferencia existe en desear una cosa u otra si el afecto está desordenado? Incluso parece más lógico hacer objeto de nuestro deseo aquello que atrae a la mayoría.

Por eso, todo el que intenta conseguir directa o indirectamente, que su padre espiritual le mande lo que él quiere, se engaña a sí mismo si presume de ser obediente. En este caso no es él quien obedece al superior, sino el superior a él.

Pero recodemos aquel consejo del Salvador: la medida que uséis la usarán con vosotros. Por eso el que da a manos llenas merece que le devuelvan una medida generosa, colmada, remecida y rebosante. Cierto, para la salvación basta llevar con paciencia las molestias corporales; pero lo ideal es abrazarse gustosamente a ellas con fervor de espíritu. También podemos contentarnos con no buscar lo superfluo e incluso no murmurar cuando nos falta lo necesario; pero es mucho más perfecto alegrarse y hacer todo lo posible para que el prójimo tenga lo necesario, aunque nosotros sintamos la penuria. Y también está permitido, sin poner en peligro la salvación, intentar que el superior te mande lo que tu deseas, con tal que actúes con paciencia y lealtad; pero lo superas con creces si huyes de todo cuanto alaga a la propia voluntad, siempre que esto lo permita una conciencia recta.

Los prelados son sin duda alguna, los que se internan en naves por el mar, comerciando por las aguas inmensas. No están condicionados por la estrechez del puente ni las fatigas del nadar, sino que pueden bogar en todas direcciones y acudir en ayuda de quien los necesite. Pueden dirigir a los que avanzan por el puente o nadando, orientar a los adelantados, prever y evitar los escollos, espolear a los tibios y animar a los débiles. Tan pronto suben al cielo como bajan al abismo, porque unas veces tratan cosas muy espirituales y otras juzgan acciones horribles e infernales.

¿Y habrá alguna nave capaz de resistir un oleaje tan embravecido y no zozobrar en medio de tantos peligros? Sí, el amor es fuerte como la muerte y la pasión es tan cruel como el abismo. Por eso se nos dice a renglón seguido que las aguas torrenciales no podrán apagar el amor. Los superiores necesitan esta nave, construida con esas tres paredes laterales que tienen todos los barcos, y que en frase de Pablo son el amor que brota de un corazón limpio, de una conciencia honrada y de una fe sentida (1 Tim 1,5). La pureza del corazón del prelado consiste en querer servir más que presidir. En el desempeño de su cargo no busque su interés ni los honores del mundo, o cosa parecida, sino agradar a Dios y salvar almas.

Además de esta intención pura necesita también una vida intachable; de este modo se convierte en modelo de su grey, porque enseña más con sus obras que con sus palabras, y según la regla de nuestro Maestro, cuando indique a sus discípulos que es nocivo, muéstreles con su conducta que no deben hacerlo. En caso contrario, el hermano a quien reprende podría murmurar y decir: Médico, cúrate a ti mismo. Dar pie para ello sería el desprestigio del superior y un daño enorme para los súbditos.

Y al hablar así yo no presumo de haber evitado siempre esto. Lo hago porque la Verdad nos recuerda con insistencia a mí y a todos que el superior debe ser irreprensible, y capaz siempre de responder como el Señor a quienes le injurian: ¿Quién de vosotros puede acusarme de algo? Nosotros no podemos liberarnos totalmente del pecado en esta vida miserable; pero lo que el maestro reprenda en sus discípulos debe evitarlo con suma diligencia.

En consecuencia, sus pensamientos más íntimos vayan acordes con sus costumbres. No aparezca humilde en su porte exterior y sea altivo en s corazón, presumiendo de sabiduría, virtud o santidad. Esto sería una fe fingida, porque no confía exclusivamente en la misericordia del Señor con una actitud humilde.

Fijaos qué bien concuerdan con estas tres cualidades -pureza de corazón, conciencia honrada y fe sentida- aquellas otras palabras del mismo Apóstol: A mí me importa muy poco que me exijáis cuentas vosotros o un tribunal humano, etc. Ni siquiera yo me las pido, sigue diciendo, porque la conciencia no me reprocha el que busco mis intereses, sino los de Jesucristo.

Tampoco me importa nada que vosotros me tengáis como hombre de conciencia honesta y vida intachable. Quien me pide cuentas es el Señor. Con lo cual afirma que sólo en él pone su confianza, y que se humilla ante la mano poderosa de Dios. Dime ahora si podemos comparar todo esto con aquella triple pregunta de Jesús a Pedro, y si no se reduce prácticamente a ¿me amas?, ¿me amas? En realidad se trata de un amor que le brota de un corazón limpio, de una conciencia honrada y de una fe sentida. Con razón se exige amor al que va en la barca, para convertirlo en pescador de hombres.

Trabajo personal:

-         ¿Te parece conveniente la enumeración de Bernardo o cambiarias algunos de los troncos de nuestro puente en El Siambón?

-         Identificados ya los mismos, evalúa sinceramente su condición, amenazas y ayudas tanto a nivel personal como comunitario.

-         Una propuesta doble de ofrenda cuaresmal: Silencio comunitario y Palabra personal.