Francamente, si un puñado de
lesbianas muy eruditas hubiera conseguido conquistar los gobiernos nacionales,
así como las instituciones internacionales, con una “teoría de género”
difundida en algunos libros ilegibles influenciados por Michel Foucault, tendríamos
motivos para incensarlas, para erigirles estatuas o, al menos, para pedirles
que nos dieran cursos sobre la manera de arreglárselas para seducir a los
poderosos de este mundo —lo cual sería bastante paradójico, porque la seducción
de la cortesana es precisamente el lugar común del que ellas pretenden
desembarazarse y a propósito del cual basta verlas en una foto para darse
cuenta de que, evidentemente, lo han conseguido. Bien, según las evidencias,
Judith Butler es una solterona bastante simpática, pero no seré yo quien la
ofenda llamándola sexy. La “colonización ideológica” y la “guerra mundial
contra el matrimonio” que denuncia el papa Francisco vienen de más atrás que la
sociología LGTB. Las gender theories son más un síntoma que la causa del mal.
¿Cuál es esa causa? Hay que
buscarla, ante todo, en el desarrollo del mundo industrial. La idea de una pura
construcción social de la identidad sexual no es más que un aspecto de la idea
más general de que la naturaleza solo abastece de materiales y de energías
disponibles que hay que utilizar de la manera más rentable posible. Cuando el
Santo Padre declara que la “teoría de género” va “contra las cosas naturales”,
deja oír que tiene una estrecha relación con la crisis ecológica y que tiene
que ver con ese “paradigma tecno-económico” que se sale con mucho de la
especulación financiera (aun cuando corresponda de alguna manera a una especie
de financiación generalizada de lo real).
La naturaleza, la vida animal y la
vida vegetativa se dan, en primer lugar, en nuestro cuerpo y, más
particularmente, en nuestro sexo. Por hablar solo de los hombres (con los que
tengo, a pesar de todo, muchas afinidades, aunque tenga por ellos bastante poco
deseo), el miembro situado bajo la cintura es para ellos, a menudo, como un
animal bastante difícil de domesticar (se dice incluso, en ciertos foros, que
es mucho más fácil amaestrar un hámster). Es algo así como si tuviéramos un
perro, que fuera compañero nuestro desde siempre y que, sin embargo, nos
obedeciera menos a nosotros que a la primera bella desconocida que pasara ante
él. Con ello se demuestra la limitación de nuestro poder —en el hecho de que
nuestra potencia más íntima dependa de una alteridad embargante. Con ello se
pone de manifiesto que la naturaleza no está totalmente a nuestra disposición y
que, a menos que sustituyamos al caprichoso hámster por un minipala hidráulica,
la relación justa con esa naturaleza reside en la cultura y no en el
constructivismo. La cultura deja sitio a la libertad humana, a la asunción voluntaria
de lo dado natural; pero no lo extorsiona, lo cuida, lo acompaña y lo domestica
para que fructifique.
La culpa no es solamente del mundo
industrial, porque ese mundo ha surgido de una mentalidad que lo ha precedido.
Las gender theories son solo la espuma de un mar de fondo que hay que
clarificar: casi toda la filosofía, por grandes que sean la diversidad y la
contrariedad de sus doctrinas, está de acuerdo en ignorar que hay hombres y hay
mujeres. Cuando se reflexiona sobre ello, se da uno cuenta de que es algo
increíble, pero flagrante. El Hombre es un tema filosófico muy antiguo, pero
con mayúscula, es decir, neutralizado. En su Genealogía de la moral, Nietzsche
observa que “el filósofo rechaza con horror el matrimonio y todo aquello que lo
pudiera incitar a él —el matrimonio es un obstáculo funesto en su camino hacia
lo óptimo. Hasta el momento, ¿qué gran filósofo estuvo casado? Heráclito,
Platón, Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Schopenhauer, ninguno lo estuvo; más
aún, ni siquiera seríamos capaces de imaginarlos casados. Un filósofo casado es
un tema propio de la comédie, esa es mi tesis...” Dicha comedia es innegable:
cuando le hablo a mi mujer de la estética trascendental, me pregunta si he
resuelto ya lo de la factura del fontanero. Pero, ¿no será esa la condición de
una sabiduría encarnada? Sin ese desajuste doméstico, la búsqueda de las causas
primeras no es más que una huida del origen conyugal, y la verdad conceptual se
convierte en una mentira demoníaca.
Eso es, al menos, lo que sugiere
Günther Anders en una página de su diario publicado con el título Amar ayer, en
la entrada correspondiente al 19 de enero de 1949: “«¿Sois hombres o mujeres?
—No tenemos sexo». Este fue, según cuenta Heine en el epílogo del Doctor
Fausto, el primer diálogo entre Fausto y los demonios en la obra que se
anticipó a Goethe y que él pudo ver, cuando era niño, en Hamburgo. Cien años
después, siendo yo niño en Hamburgo, así fue también mi encuentro con los
héroes de las grandes obras filosóficas y políticas. Aparecieron en escena ante
mí el individuo, el yo, el sujeto, la conciencia, la vida... Más tarde, se unió
a ellos, pretencioso y sombrío, el Dasein. Y cuando yo les pregunté: «¿Sois
hombres o mujeres?», respondieron: «No tenemos sexo»”.
La teología cristiana fue también
cómplice de esta negación filosófica de nuestra esencia sexuada. Es verdad que,
como en la Iglesia Católica el sacerdocio está reservado a los hombres (viri),
la diferencia ministerial permitió salvaguardar la diferencia sexual (aunque un
clericalismo que ha olvidado equilibrar lo mariano y lo petrino en la
constitución de la Iglesia —simbólicamente femenina— haya podido interpretar
esa diferencia en el sentido de una tiranía de un sexo sobre el otro). El
primer capítulo del Génesis afirma que “Elohim creó a Adán a su imagen... macho
y hembra los creó”. A pesar de ello, no olvidemos que lo que ahora parece
evidente, después de Juan Pablo II, durante mucho tiempo fue ocultado e incluso
negado: entre el periodo patrístico y la época contemporánea, la familia fue
raramente reconocida como imagen de la Trinidad. Podemos comprender a los
teólogos: ¿lo que tenemos en común con los otros animales va a ser la marca de
nuestra elección divina? Y si la familia es imagen de la Trinidad, rápidamente
identificamos al hombre con el Padre, pero ¿quién es la mujer? ¿Es figura del
Espíritu? Sin embargo, el Espíritu procede del Padre y del Hijo. Entonces,
¿tenemos que asimilar a la mujer al Hijo, a riesgo de suscitar un problema con
relación tanto a la diferencia sexual como a la generacional? Vuelve, por
tanto, lo cómico en forma de escena de pareja, e incluso de travestis, al
corazón mismo de la divinidad. Pero, ¿ha dicho alguien que Dios no tenía
sentido del humor?
Sea lo que sea, es muy importante
no confundirse de adversario y comprender que las gender theories son un
epifenómeno: el error proviene de un espiritualismo, de un gnosticismo o de un
dualismo muy antiguo que hoy ha adoptado una forma ultramoderna, es decir,
tecno-liberal. Cuando le explico esto a mi mujer, me hace notar justamente que
ya debería cambiarme los calcetines sucios. (El género cómico, en ÚLTIMAS
NOTICIAS DEL HOMBRE (Y DE LA MUJER) de Fabrice Hadjadj, pp. 141-144)