sábado, 26 de octubre de 2019

ANTE LA IDEOLOGIA DE GENERO... (II)


Francamente, si un puñado de lesbianas muy eruditas hubiera conseguido conquistar los gobiernos nacionales, así como las instituciones internacionales, con una “teoría de género” difundida en algunos libros ilegibles influenciados por Michel Foucault, tendríamos motivos para incensarlas, para erigirles estatuas o, al menos, para pedirles que nos dieran cursos sobre la manera de arreglárselas para seducir a los poderosos de este mundo —lo cual sería bastante paradójico, porque la seducción de la cortesana es precisamente el lugar común del que ellas pretenden desembarazarse y a propósito del cual basta verlas en una foto para darse cuenta de que, evidentemente, lo han conseguido. Bien, según las evidencias, Judith Butler es una solterona bastante simpática, pero no seré yo quien la ofenda llamándola sexy. La “colonización ideológica” y la “guerra mundial contra el matrimonio” que denuncia el papa Francisco vienen de más atrás que la sociología LGTB. Las gender theories son más un síntoma que la causa del mal.

¿Cuál es esa causa? Hay que buscarla, ante todo, en el desarrollo del mundo industrial. La idea de una pura construcción social de la identidad sexual no es más que un aspecto de la idea más general de que la naturaleza solo abastece de materiales y de energías disponibles que hay que utilizar de la manera más rentable posible. Cuando el Santo Padre declara que la “teoría de género” va “contra las cosas naturales”, deja oír que tiene una estrecha relación con la crisis ecológica y que tiene que ver con ese “paradigma tecno-económico” que se sale con mucho de la especulación financiera (aun cuando corresponda de alguna manera a una especie de financiación generalizada de lo real).

La naturaleza, la vida animal y la vida vegetativa se dan, en primer lugar, en nuestro cuerpo y, más particularmente, en nuestro sexo. Por hablar solo de los hombres (con los que tengo, a pesar de todo, muchas afinidades, aunque tenga por ellos bastante poco deseo), el miembro situado bajo la cintura es para ellos, a menudo, como un animal bastante difícil de domesticar (se dice incluso, en ciertos foros, que es mucho más fácil amaestrar un hámster). Es algo así como si tuviéramos un perro, que fuera compañero nuestro desde siempre y que, sin embargo, nos obedeciera menos a nosotros que a la primera bella desconocida que pasara ante él. Con ello se demuestra la limitación de nuestro poder —en el hecho de que nuestra potencia más íntima dependa de una alteridad embargante. Con ello se pone de manifiesto que la naturaleza no está totalmente a nuestra disposición y que, a menos que sustituyamos al caprichoso hámster por un minipala hidráulica, la relación justa con esa naturaleza reside en la cultura y no en el constructivismo. La cultura deja sitio a la libertad humana, a la asunción voluntaria de lo dado natural; pero no lo extorsiona, lo cuida, lo acompaña y lo domestica para que fructifique.

La culpa no es solamente del mundo industrial, porque ese mundo ha surgido de una mentalidad que lo ha precedido. Las gender theories son solo la espuma de un mar de fondo que hay que clarificar: casi toda la filosofía, por grandes que sean la diversidad y la contrariedad de sus doctrinas, está de acuerdo en ignorar que hay hombres y hay mujeres. Cuando se reflexiona sobre ello, se da uno cuenta de que es algo increíble, pero flagrante. El Hombre es un tema filosófico muy antiguo, pero con mayúscula, es decir, neutralizado. En su Genealogía de la moral, Nietzsche observa que “el filósofo rechaza con horror el matrimonio y todo aquello que lo pudiera incitar a él —el matrimonio es un obstáculo funesto en su camino hacia lo óptimo. Hasta el momento, ¿qué gran filósofo estuvo casado? Heráclito, Platón, Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Schopenhauer, ninguno lo estuvo; más aún, ni siquiera seríamos capaces de imaginarlos casados. Un filósofo casado es un tema propio de la comédie, esa es mi tesis...” Dicha comedia es innegable: cuando le hablo a mi mujer de la estética trascendental, me pregunta si he resuelto ya lo de la factura del fontanero. Pero, ¿no será esa la condición de una sabiduría encarnada? Sin ese desajuste doméstico, la búsqueda de las causas primeras no es más que una huida del origen conyugal, y la verdad conceptual se convierte en una mentira demoníaca.

Eso es, al menos, lo que sugiere Günther Anders en una página de su diario publicado con el título Amar ayer, en la entrada correspondiente al 19 de enero de 1949: “«¿Sois hombres o mujeres? —No tenemos sexo». Este fue, según cuenta Heine en el epílogo del Doctor Fausto, el primer diálogo entre Fausto y los demonios en la obra que se anticipó a Goethe y que él pudo ver, cuando era niño, en Hamburgo. Cien años después, siendo yo niño en Hamburgo, así fue también mi encuentro con los héroes de las grandes obras filosóficas y políticas. Aparecieron en escena ante mí el individuo, el yo, el sujeto, la conciencia, la vida... Más tarde, se unió a ellos, pretencioso y sombrío, el Dasein. Y cuando yo les pregunté: «¿Sois hombres o mujeres?», respondieron: «No tenemos sexo»”.

La teología cristiana fue también cómplice de esta negación filosófica de nuestra esencia sexuada. Es verdad que, como en la Iglesia Católica el sacerdocio está reservado a los hombres (viri), la diferencia ministerial permitió salvaguardar la diferencia sexual (aunque un clericalismo que ha olvidado equilibrar lo mariano y lo petrino en la constitución de la Iglesia —simbólicamente femenina— haya podido interpretar esa diferencia en el sentido de una tiranía de un sexo sobre el otro). El primer capítulo del Génesis afirma que “Elohim creó a Adán a su imagen... macho y hembra los creó”. A pesar de ello, no olvidemos que lo que ahora parece evidente, después de Juan Pablo II, durante mucho tiempo fue ocultado e incluso negado: entre el periodo patrístico y la época contemporánea, la familia fue raramente reconocida como imagen de la Trinidad. Podemos comprender a los teólogos: ¿lo que tenemos en común con los otros animales va a ser la marca de nuestra elección divina? Y si la familia es imagen de la Trinidad, rápidamente identificamos al hombre con el Padre, pero ¿quién es la mujer? ¿Es figura del Espíritu? Sin embargo, el Espíritu procede del Padre y del Hijo. Entonces, ¿tenemos que asimilar a la mujer al Hijo, a riesgo de suscitar un problema con relación tanto a la diferencia sexual como a la generacional? Vuelve, por tanto, lo cómico en forma de escena de pareja, e incluso de travestis, al corazón mismo de la divinidad. Pero, ¿ha dicho alguien que Dios no tenía sentido del humor?

Sea lo que sea, es muy importante no confundirse de adversario y comprender que las gender theories son un epifenómeno: el error proviene de un espiritualismo, de un gnosticismo o de un dualismo muy antiguo que hoy ha adoptado una forma ultramoderna, es decir, tecno-liberal. Cuando le explico esto a mi mujer, me hace notar justamente que ya debería cambiarme los calcetines sucios. (El género cómico, en ÚLTIMAS NOTICIAS DEL HOMBRE (Y DE LA MUJER) de Fabrice Hadjadj, pp. 141-144)

sábado, 19 de octubre de 2019

¿QUE APRENDEMOS DE SAN BENITO?


Vale la pena recordar que el monje es un “tipo” (o arquetipo) en el sentido técnico del término. Todas las sociedades, sean eclesiales o una sociedad concebida de manera más amplia, tienen sus tipos: el labrador del suelo, el cazador, el guerrero, los políticos, los poetas, los sabios, los reyes y las reinas, los monjes y las monjas. Para hablar de la contribución monástica a la Iglesia y al mundo, quiero comenzar desde aquí y no simplemente con un enfoque benedictino. Esa peculiaridad benedictina especial, sea lo que sea, se comprende mejor evitando enfocarla en sí misma como de gran valor. Por eso, la primera pregunta se convierte en ¿cuál ha sido y cuál puede ser la contribución del monje como tipo social a la Iglesia y al mundo?

Nosotros en Occidente decimos “monástico” y estamos inclinados a pensar inmediatamente en san Benito, pero necesitamos ser conscientes de que él resulta como una especie de culminación y punto de inflexión en un movimiento que estaba en desarrollo desde varios siglos antes. Una de las áreas del monacato primitivo prebenedictino que es particularmente útil considerar es la relación del monacato con la filosofía antigua. El movimiento monástico tomó mucho del espíritu de la filosofía griega, como lo hizo toda la Iglesia cristiana. Pudo hacerlo porque esta filosofía era profundamente religiosa y espiritual. Se le dedicaba toda la vida a enamorarse de la sabiduría, a una conversión hacia la sabiduría. Pierre Hadot describe la filosofía antigua como “ejercicios espirituales”, ejercicios cuyo propósito era enseñar a los que aman la sabiduría: 1) cómo vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir y 4) cómo leer (P. Haddot, Exercices spirituels et philosophie Antique [2a Ed., Paris, 1987] 14-71). La filosofía para los antiguos no era un cuerpo de ideas abstractas que se van desarrollando. Era fundamentalmente una manera de vivir que capacitaba a la persona para pensar rectamente, por lo tanto, para llegar a la verdad.

Puede parecer que al hablar de la filosofía antigua, me alejo de los urgentes temas contemporáneos de la Nueva Evangelización. Pero si estoy en lo correcto acerca de que el monje tiene como mínimo el potencial de desempeñar una función arquetípica todavía hoy en la sociedad, entonces nosotros podríamos hacer una contribución alrededor de estas cuatro preguntas perennes que les presento, y que continúan siendo preguntas urgentes en la vida de la gente de hoy, sean conscientes de ellas o no. Los monjes podrían realzar la conciencia de que no es sano vivir sin enfrentarse con estas preguntas.

El monacato cristiano del siglo IV del desierto sirio, palestino y egipcio, al comienzo no fue afectado por esta corriente filosófica. Era un ascetismo que reemplazaba al martirio en el tiempo de la Iglesia imperial en la primera mitad del siglo IV. Pero a través de los Capadocios (Basilio y los dos Gregorios) y luego de Evagrio Póntico, el ascetismo del desierto llegó a ser comprendido como un movimiento dentro de una trayectoria similar a la de la filosofía griega concebida como ejercicio espiritual, y directamente relacionado con ella. Por lo tanto el ascetismo cristiano perfecciona su enfoque: ascetismo como manera de vivir que permitió a los cristianos pensar rectamente, por lo tanto arribar a la verdad que está en Cristo Jesús. Las Escrituras cristianas se convirtieron para los monjes del desierto en el texto principal alrededor del cual aprendieron: 1) cómo vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir; y 4) cómo leer.

En consecuencia, los monjes del desierto, que dedicaron toda su vida a esta búsqueda “filosófica”, legaron a la Iglesia entera, un patrimonio enorme de sabiduría espiritual adquirida poco a poco basada en las Escrituras pero muy perfeccionada por la precisión de pensamiento que la filosofía griega promovió. La doctrina de la Santísima Trinidad, tal como se expresó en los debates que rodearon al concilio de Constantinopla (381), debe mucho también a la tradición filosófica griega. Y así, hacia fines del siglo IV, el monacato se convierte en un verdadero taller espiritual donde se aprende: 1) cómo vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir; y 4) cómo leer el misterio de la Santísima Trinidad en toda la vida. Mi deseo es llegar a sugerir –es muy pronto; voy trabajando en ese sentido– que esta capacidad de leer el misterio de la Santísima Trinidad en toda la vida podría concebirse como un objetivo de la Nueva Evangelización, primero como una renovación dentro de la misma vida monástica y luego como algo compartido por los monjes con los demás en los puntos donde sus vidas se relacionan con la Iglesia y el mundo.

Es en el interior de estas corrientes repentinas y poderosas donde hay que ubicar al monacato del siglo VI de san Benito. De una manera que es admirable por su practicidad, san Benito organizó una forma de vida adecuada a la gente de su tiempo, menos sensible de manera inmediata al patrimonio filosófico griego, que les posibilitó continuar esta búsqueda de la Sabiduría divina. No necesitamos hoy hablar de las doctrinas específicas que se encuentran en la santa Regla. Doctrinas específicas aparte, la contribución de la santa Regla a la Iglesia y al mundo es advertida ya en toda la forma de vida que Benito organiza. Él ordena el día del monje de tal manera que la jornada está impregnada por las Sagradas Escrituras, el Oficio divino, la lectio divina, en el penetrante silencio pensado para permitir que esta palabra resuene cada vez más profundamente. Los monjes benedictinos estaban también aprendiendo: 1) cómo vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir; y 4) cómo leer el misterio de la Santísima Trinidad en toda la vida.



Jeremy Driscoll, “El monacato y la nueva evangelización”, en CuadMon 209/210 (2019), pp. 337-339.

sábado, 12 de octubre de 2019

ANTE LA IDEOLOGIA DE GENERO UNA TEOLOGIA DE LA ENCARNACIÓN (SEXUADA)


En resumen: ante la desencarnación, reencontrar la carne

En definitiva, y por decirlo en una palabra que resume todas las otras: nuestro mundo es cada vez más el de la desencarnación. Nos hallamos en la época del In vitro veritas, sea el cristal de las pantallas o el vidrio de las probetas. El padre es reemplazado por el experto (y esto concierne también a los obispos que con demasiada frecuencia renuncian a su paternidad para asumir una postura de mero superior administrativo); la madre se ve progresivamente reemplazada por la matriz electrónica. Oiréis que a partir de ahora una pareja del mismo sexo puede tener hijos exactamente igual que la pareja formada por un hombre y una mujer. Oiréis incluso que los puede tener mucho mejor que un hombre y una mujer, porque el hombre y la mujer se entregan a la procreación en medio de la arriesgada oscuridad del abrazo y el embarazo, mientras que la pareja del mismo sexo es más responsable, más ética, ya que recurre con la mayor naturalidad al artificio y pide a unos ingenieros que le fabriquen un niño sin defectos, con un código genético a toda prueba, mucho más adaptado al entorno que le rodea. Hoy más que nunca «el dragón se pone delante de la mujer, que va a dar a luz, para devorar a su hijo en cuanto nazca» (cf. Ap 12, 4). Lo que se gesta en nuestros laboratorios es una auténtica antianunciación. Ya no hay que acoger el misterio de la vida en la noche de sus entrañas, sino reproducirla con transparencia en un tubo de ensayo. El hombre viejo se esfuerza por manufacturar un hombre nuevo que invertirá todas las fórmulas del Credo: ese hombre nuevo nacerá del siglo antes de todos los padres… será creado, no engendrado… por obra de los ingenieros, se desencarnará de una madre y se hará ciborg. De ahí que hoy en día la misión más espiritual sea volver a descubrir la carne, desarrollar —como decía Juan Pablo II— una verdadera «teología del sexo» y, sobre todo, una teología de la mujer y de la maternidad. Es precisamente la maternidad la que sufre el ataque más directo, porque lo femenino, con la capacidad que le es propia y que consiste en llevar a otro en su seno y asumir los dolores del alumbramiento, es la figura principal del apostolado en tiempos de apocalipsis (Mt 24, 8; Mc 13, 8; Rm 8, 22; Ap 12, 2). No obstante, si el dragón ataca con tanta facilidad a la mujer es únicamente porque el hombre no está ahí para protegerla. Por eso esa teología de la maternidad debe ir acompañada de una teología de la paternidad… y de la virilidad, pues el fundamento de la virilidad es la paternidad (y no la musculatura). El hombre esposo y padre se convierte en el defensor de su mujer y de sus hijos: podrá ofrecer su mejilla izquierda, pero no la de los suyos. Por eso tiene el deber de alzarse en armas en su legítima defensa, o bien de «tomar al niño y a su madre, y huir a Egipto» (cf. Mt 2, 13), cosa que requiere no menos coraje. Así pues, la segunda figura del apostolado apocalíptico es la del combatiente: «Y se entabló un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón» (Ap 12, 7). Habría mucho que decir sobre el afeminamiento de los cristianos (que, a su vez, sirve para abonar también el terreno al machismo musulmán); la falsa compasión del que tiene el estómago sensible y duro el corazón; las falsas llamadas al diálogo del que queda excluida la verdad pero está lleno de mundanidad… Podríamos contentarnos con la consideración de que la tesis que hemos sostenido en estas páginas, si no está apoyada por una afirmación viril dispuesta al combate, dispuesta a morir por sus hermanos, no será más que el equivalente católico de los “consejos psicológicos” y demás “trucos y astucias” de nuestras revistas favoritas. Se comprende así la intuición de Grignion de Montfort de que «los apóstoles de los últimos tiempos» serán los devotos de la Virgen (aquella que con su fiat ofrece su cuerpo a un misterio que la supera), esposa a la que no cabe sino unir a san José (aquel que no teme proteger a su mujer y a su hijos recorriendo a la inversa el camino del Éxodo, regresando a Egipto, el país de la idolatría). Y esa devoción tiene que extenderse en realidad a toda la Sagrada Familia (con razón la fomentaron de un modo especial los sacerdotes presos en los campos hitlerianos). No cabe duda de que ahí está la vida diaria más ordinaria, pero también la cuna del «gran misterio» (Ef 5, 32): el de la Encarnación

Texto tomado de Fabrice Hadjadj*. La suerte de haber nacido en nuestro tiempo, Rialp, 2016.

*(Nanterre, 15 de septiembre de 1971) es un escritor y filósofo católico francés, director del Instituto Philanthropos. Sus principales libros están dedicados a análisis sobre la tecnología y sobre la corporeidad (carne) humana.

sábado, 5 de octubre de 2019

X. LECTIO COMPARTIDA DEL SALMO 41


José Tolentino Mendonça, “La sed de Dios”[1]

 

‘Como jadea el ciervo tras las corrientes de agua…’. El Salmo 42 nos ofrece, ante todo, una imagen: la de un ciervo que, movido por la sed, emprende una obstinada búsqueda de agua. En la Carta a los Romanos dirá Pablo que también ‘la creación se encuentra en ansiosa espera, aguardando la revelación’ (8,19). Es verdad. Sí supiéramos contemplar el mundo con amor, descubriríamos que es un libro de imágenes sobre la sed de Dios. No es, pues, únicamente el Salmo 42, sino toda la creación la que se ve atravesada por este deseo visceral, esa tensión primordialmente inscrita, esa urgencia, esa alarma. Y el hecho de que sea un ciervo el que aparece en la metáfora no es indiferente. Como dice san Agustín: ‘¡Corre hacia la fuente, anhela ese manantial! Pero no corras como cualquier animal, sino como un ciervo, sin descanso… pero con la prodigiosa velocidad del ciervo’.

No deja de ser curioso, sin embargo, que el salmo sea una elegía sobre el exilio y el silencio de Dios. Ver el rostro de Dios era una experiencia religiosa reservada a quienes participaban en la liturgia del templo, lo cual resultaba imposible durante el exilio. Basándonos en el léxico empleado en el Salmo, tal vez podamos concluir que el protagonista es un sacerdote o un levita forzado a vivir lejos de la fuente de agua viva que es el espacio sagrado. Y por eso suspira, se muestra disconforme y afirma tener sed y deseo. ‘Como jadea el ciervo tras las corrientes de agua / así jadea mi alma en pos de Ti, mi Dios. / Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: / ¿Cuándo llegaré a ver el rostro de Dios?’ (Salmo 42, 2-3). La distancia física amplifica el deseo: eso es lo que dicen las palabras del Salmo; y sabemos que el texto hebreo va más al fondo. Por ejemplo, siguiendo la propuesta griega de los LXX y la latina de la Vulgata, traducimos psichê por alma, pero el término hebreo es nèphèsh, que significa garganta, el órgano por donde pasa el agua que sacia la sed. Podríamos traducir literalmente, quizá con mayor intensidad emocional: ‘mi garganta jadea por Ti, mi Dios / mi garganta tiene sed de Dios’. En este pasaje del salmo 42, la presencia de Dios es diseñada por la dramática percepción de la ausencia. Con todo, la ausencia de Dios se convierte en una especie de plegaria ininterrumpida. Lejos del templo no pueden realizarse los sacrificios ni las oraciones rituales. Lo que sí se puede es mantener la sed, que es la forma que subyace a cualquier relación verdadera con el Dios vivo.

Tal vez los cristianos, y en particular nosotros, los pastores, necesitamos valorar en mayor medida la espiritualidad de la sed. Tal vez necesitamos recuperar el deseo, su itinerancia y su apertura, más que las codificaciones, donde todo está previsto, establecido y asegurado. La experiencia del deseo no es un título de propiedad ni una forma de poseer, sino, más bien, una condición de mendicidad. El creyente es un mendigo de misericordia. Si es así como nos sentimos, no debemos preocuparnos: ese es nuestro lugar. El deseo nos expropia de nuestros saberes rutinizados, de nuestros diagnósticos y convicciones consolidadas, del patrimonio acumulado que nos sirve de impedimento, de la tiranía de nuestros puntos de vista absolutistas. El deseo no favorece el que nos cerremos en nuestro propio yo, sino que lo trasciende y redimensiona, poniéndonos delante del Otro y de su Alteridad. El yo del deseo da lugar al Otro, es decir, confía, deposita fe en el Otro, se sitúa en su órbita, busca su luz. El deseo es la brújula: nos orienta hacia Dios. ¿Y cómo lo hace? Los poetas y los místicos nos lo explican, por medio de los enigmas, como hace, por ejemplo. Angelus Silesius. ‘A Dios no puedo ir desnudo, / pro debo ir desvestido’. Ni desnudo ni siquiera vestido, sino según esa nueva condición que consiste en ir desvestido. Lo más importante no es lo que he sido ni lo que soy, sino la potencialidad que Dios, el deseo de Dios, despierta en mí.

Pero, para eso, tal vez los cristianos, y en particular nosotros, los pastores, debamos reconciliarnos mejor con nuestra vulnerabilidad. El papa Francisco nos ha recordado que una de nuestras peores tentaciones es la tentación de la autosuficiencia y la autoreferencialidad. Cuando caemos en ella, hacemos de la vida una cápsula insonorizada que puede asemejarse a una cómoda zona de confort, la cual, sin embargo, no sume en una anorexia mortal, porque el don de Dios y el de los hermanos no circulan, ni nos alimentamos de ellos. Abrazar la vulnerabilidad del otro es acceder a su deseo de ser reconocido y tocado, como el leproso que se acercó a Jesús (Mt 8,3); como la suegra de Pedro, que yacía en la cama con fiebre (Mt 8,15); como la mujer que sufría de hemorragias desde los doce años (Mt 9,20); como los que gritaban ‘¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!’ (Mt 9, 29); como los enfermos que suplicaban poder tocar al menos la orla de su manto (Mt 14,36); como los discípulos derribados por tierra en la escena de la transfiguración (Mt 17,7); como los ciegos que, en Jericó, conmovieron a Jesús rogándole: ‘¡Señor, que se abran nuestros ojos!’ (Mt 20,34)”.



[1] Elogio de la Sed, Sal Terrae, pp. 56-59.



La oración de la sed[1]



¡Enséñame, Señor, a rezar mi sed,

a pedirte, no que la suprimas de raíz

o que te apresures a apagarla,

sino que la hagas aún mayor,

en una medida de desconozco

y que únicamente sé que es la Tuya!



Enséñame, Señor, a beber de la propia sed de Ti,

como quien se alimenta incluso a oscuras

del frescor de la fuente.



Que la sed me haga mil veces mendigo,

haga que me enamore y convierta en peregrino.

Que me obligue a preferir el camino a la posada

y la abierta confianza al cálculo programado.



Que esta sed sea el mapa y el viaje,

la palabra encendida y el gesto que prepara

la mesa sobre la que compartimos el don.



Y que, cuando dé de beber a tus hijos,

no sea porque tengo en mi poder el agua,

sino porque, al igual que ellos, sé lo que es la sed”.



[1] Idem., pp. 159-160.