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miércoles, 9 de septiembre de 2020

El silencio monástico

 

“El silencio consiste, no por cierto en no decir nada, sino en poner una custodia a la boca (Sal.39;2) y rodear los labios de una clausura, a fin de hablar (1.) cómo y cuándo (quomodo et quando) es necesario, (2.) dónde y cuándo (ubi et quando) se debe, (3.) qué cosa y por qué motivos (quid et unde). Hay, pues, un tiempo para hablar y otro para callar (Ec.3:7)”.   Adam de Perseigne [+1221], Ep 29.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

La contemplación-seguimiento de la “espalda de Dios” (posteriora Dei): meditación en la humanidad de Cristo (IV)




III.  San Guillermo de Saint- Thierry: La contemplación de la humanidad de Cristo (¡Oh Cristo! Tú eres hombre)

“3. Que la voz de tu testimonio me responda adentro, en mi alma y en mi espíritu, estremeciendo y sacudiendo todo mi interior (Sal 28, 2). El relámpago de tu verdad e responde que ‘el hombre nunca podrá verte y permanecer vivo’ (Ex 33,20), y esta luz ha cegado mis ojos interiores. Porque, ciertamente estoy sumergido en el pecado hasta el momento presente (Jn 9,34), no habiendo podido morir a mismo para verte a ti (2 Cor 5,15).
Sin embargo, según tu precepto y por don tuyo, me afirmo en la piedra (Ex 33, 21) de la fe en ti, de la fe cristiana, el lugar que verdaderamente está junto a ti: allí, aguardando atentamente, con toda mi capacidad, sufro con paciencia y abrazo y beso tu derecha que me cubre y protege (Sab 5,16; Ex 33,22). Y a veces, cuando miro diligentemente, percibo las espaldas (Ex 33,22) de Aquel que me ve, percibo que pasa la humildad de la dispensación humana de Cristo, tu Hijo. Pero cuando me empeño en llegar a Él, o como la hemorroísa (Mt 9, 20ss): cuando me esfuerzo por ‘robar’ la salud para mi alma enferma y miserable, por el contacto saludable de sus fimbrias, al menos; o , como Tomás (Jn 20,24 ss), varón de deseos (Dan 9, 23), cuando yo anhelo verlo enteramente y tocarlo, y todavía más: acceder a la sagrada herida de su costado, puerta del arca abierta al costado (Gén 6,16), no sólo para meter allí el dedo o toda la mano, sino para entrar entero hasta el corazón mismo de Jesús[1], en el Santo de los Santos, en el arca del Testamento, hasta la urna de oro (Hebr 9, 3-4), al alma de nuestra humanidad que contiene en sí el maná de la divinidad: ¡ay! entonces se me dice: ‘No me toques’ (Jn 20,17), y aquello del Apocalipsis: ‘¡afuera los perros!’ (Ap 22,15).
Así, como lo merezco, cuando los latigazos de mi conciencia me expulsan y me arrojan fuera, estoy obligado a pagar la pena de mi imprudencia y presunción. Y nuevamente me afirmo sobre mi piedra que es el refugio de erizos (Sal 103,28) llenos de espinas de sus pecados, de nuevo abrazo y beso tu derecha que me cubre y me protege (Sal 5,16; Ex 33, 22). Y de lo que siento, o veo aún levemente, más se enciende mi deseo; y casi con impaciencia, aguardando que un día levantes la mano que me cubre y me infundas la gracia iluminante, para que por fin entonces, según la respuesta de tu verdad, muerto a mí mismo y vivo para ti, a cara descubierta, comience a ver tu misma cara y sea transformado en ti  por la visión de tu faz (2 Cor 3,18). Y, ¡qué feliz el rostro que, al verte, merece ser transfigurado en ti! Edifica en su corazón un tabernáculo al Dios de Jacob (Sal 131, 5) según el modelo que se le mostró en la montaña (Hebr 8,5 y Ex 25,40). Y canta con verdad y competencia: ‘Mi corazón te dice: mi rostro te ha buscado, tu rostro buscaré, Señor’ (Sal 26,8) [2].
Como dije, es por un don te tu gracia, Señor, el que vea todos los ángulos y límites de mi conciencia, única y exclusivamente deseo verte para que todos los confines de la tierra vean la salvación del Señor su Dios (Is 52,10), de modo que ame a aquel que veo, a quien amar es vivir verdaderamente. Pues me digo en la languidez de mis deseos: ‘¿Quién ama lo que no ve?’ (1 Jn 4,20). ¿Cómo podría ser amable lo que de algún modo no fuera visible?”[3]


[1] (Entrar en el corazón de Cristo significa la contemplación de la divinidad, a diferencia de su humanidad. Teodoro H. Martín-Lunas. Cf. Meditación VIII).
[2] Para la contemplación del “rostro de Dios”, Cf. Meditación III.
[3] Guillermo de Saint-Thierry, De la contemplación de Dios…, (Padres Cistercienses 1), Monasterio Ntra. Sra. de los Ángeles, Azul, 1076, pp. 36-40.

miércoles, 12 de agosto de 2020

La contemplación-seguimiento de la “espalda de Dios” (posteriora Dei): meditación en la humanidad de Cristo (I)



Pedro Edmundo Gómez, osb.[1]

El anclaje de la fe en la visión de Jesús y de los santos

“…la luz de Jesús se refleja en los santos e irradia de nuevo desde ellos. Pero ‘santos’ no son únicamente las personas que han sido propiamente canonizadas. Siempre hay santos ocultos, que en comunión con Jesús reciben un rayo de su esplendor, una experiencia concreta y real de Dios. Quizás, para precisar más, podamos tomar un extraña expresión que el Antiguo Testamento utiliza en relación con la historia de Moisés: si bien los santos no pueden ver plenamente a Dios cara a cara, al menos pueden verlo ‘de espaldas’ (Ex 33,23). Y así como brillaba el rostro de Moisés después de su encuentro con Dios[2], también irradia la luz de Jesús desde la vida de hombres semejantes”[3].

Ex 33, 18-23: “Moisés dijo: «Por favor, muéstrame tu gloria». El Señor le respondió: «Yo haré pasar junto a ti toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor, porque yo concedo mi favor a quien quiero concederlo y me compadezco de quien quiero compadecerme. Pero tú no puedes ver mi rostro, añadió, porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo». Luego el Señor le dijo: «Aquí a mi lado tienes un lugar. Tú estarás de pie sobre la roca, y cuando pase mi gloria, yo te pondré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después retiraré mi mano y tú verás mis espaldas. Pero nadie puede ver mi rostro»[4].

“…en la Vita Moysis de Gregorio de Nisa los magníficos desarrollos que hace sobre este texto, que culminan en la proposición: “a quien preguntaba por la vida eterna, él (Señor) le respondía…: ‘Ven y sígueme’ (Lc 18,22). Pero quien sigue mira la espalda de aquel que camina delante. Entonces Moisés, que deseaba ver a Dios, aprendió la forma de verle: seguir a Dios hacia dónde Él guía, es ver a Dios” (PG 44, 408 D). Esta exposición tuvo después diversas variantes en la tradición espiritual; cf. para el medioevo por ejemplo Guillermo de Saint-Thierry, De Contemplando Deo 3…”[5].
“12. Aunque hasta ahora hemos hablado principalmente del Antiguo Testamento, ya se ha dejado entrever la íntima compenetración de los dos Testamentos como única Escritura de la fe cristiana. La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste simplemente en nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la « oveja perdida », la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: « Dios es amor » (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar”[6].


[1] Abadía de Cristo Rey, El Siambón, Tucumán.
[2] Ex 34, 29-35: “Cuando Moisés bajó de la montaña del Sinaí, trayendo en sus manos las dos tablas del Testimonio, no sabía que su rostro se había vuelto radiante porque había hablado con el Señor. Al verlo, Aarón y todos los israelitas advirtieron que su rostro resplandecía, y tuvieron miedo de acercarse a él. Pero Moisés los llamó; entonces se acercaron Aarón y todos los jefes de la comunidad, y él les habló. Después se acercaron también todos los israelitas, y él les transmitió las órdenes que el Señor le había dado en la montaña del Sinaí. Cuando Moisés terminó de hablarles, se cubrió el rostro con un velo. Y siempre que iba a presentarse delante del Señor para conversar con él, se quitaba el velo hasta que salía de la Carpa. Al salir, comunicaba a los israelitas lo que el Señor le había ordenado, y los israelitas veían que su rostro estaba radiante. Después Moisés volvía a poner el velo sobre su rostro, hasta que entraba de nuevo a conversar con el Señor”.
[3] J. Ratzinger, Mirar a Cristo, Ejercicios de Fe, Esperanza y Caridad, Encuentro, Madrid, 2018, p. 32.
[4] Cf. J-L. Ska, “La espalda de Dios (Ex 33, 18-23)”, en Los rostros poco conocidos de Dios, Meditaciones Bíblicas, Ágape Libros, Buenos Aires, 2008, pp. 87-102.
[5] J. Ratzinger, Mirar a Cristo, Ejercicios de Fe, Esperanza y Caridad, p. 32, nota 11.
[6] Benedicto XVI, Deus caritas est, http://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est.html

miércoles, 8 de julio de 2020

Preparándonos para la solemnidad de Nuestro Padre San Benito




Audiencia General sobre San Benito de Nursia
Benedicto XVI – 9 de abril de 2008

Queridos hermanos y hermanas: Hoy voy a hablar de san Benito, fundador del monacato occidental y también patrono de mi pontificado. Comienzo citando una frase de san Gregorio Magno que, refiriéndose a san Benito, dice: “este hombre de Dios, que brilló sobre esta tierra con tantos milagros, no resplandeció menos por la elocuencia con la que supo exponer su doctrina” (Diál. II, 36). El gran Papa escribió estas palabras en el año 592; el santo monje había muerto cincuenta años antes y todavía seguía vivo en la memoria de la gente y sobre todo en la floreciente Orden religiosa que fundó. San Benito de Nursia, con su vida y su obra, ejerció una influencia fundamental en el desarrollo de la civilización y de la cultura europea.
La fuente más importante sobre su vida es el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio Magno. No es una biografía en el sentido clásico. Según las ideas de su época, san Gregorio quiso ilustrar mediante el ejemplo de un hombre concreto -precisamente san Benito- la ascensión a las cumbres de la contemplación, que puede realizar quien se abandona en manos de Dios. Por tanto, nos presenta un modelo de vida humana como ascensión hacia la cumbre de la perfección.
En el libro de los Diálogos, san Gregorio Magno narra también muchos milagros realizados por el santo. También en este caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino demostrar cómo Dios, advirtiendo, ayudando e incluso castigando, interviene en las situaciones concretas de la vida del hombre. Quiere mostrar que Dios no es una hipótesis lejana, situada en el origen del mundo, sino que está presente en la vida del hombre, de cada hombre.
Esta perspectiva del “biógrafo” se explica también a la luz del contexto general de su tiempo: entre los siglos V y VI, el mundo sufría una tremenda crisis de valores y de instituciones, provocada por el derrumbamiento del Imperio Romano, por la invasión de los nuevos pueblos y por la decadencia de las costumbres. Al presentar a san Benito como “astro luminoso”, san Gregorio quería indicar en esta tremenda situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma, el camino de salida de la “noche oscura de la historia”.
De hecho, la obra del santo, y en especial su Regla, fueron una auténtica levadura espiritual, que cambió, con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por el Imperio Romano una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que llamamos “Europa”.
La obra de San Benito, y en especial su Regla, fueron una auténtica levadura espiritual, que cambió, con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época.
La fecha del nacimiento de san Benito se sitúa alrededor del año 480. Procedía, según dice san Gregorio de la región de Nursia, ex provincia Nursiæ. Sus padres, de clase acomodada, lo enviaron a estudiar a Roma. Él, sin embargo, no se quedó mucho tiempo en la ciudad eterna. Como explicación totalmente creíble, san Gregorio alude al hecho de que al joven Benito le disgustaba el estilo de vida de muchos de sus compañeros de estudios, que vivían de manera disoluta, y no quería caer en los mismos errores. Sólo quería agradar a Dios: “soli Deo placere desiderans”.
Así, antes de concluir sus estudios, san Benito dejó Roma y se retiró a la soledad de los montes que se encuentran al este de la ciudad eterna. Después de una primera estancia en el pueblo de Effide (hoy Affile), donde se unió durante algún tiempo a una “comunidad religiosa” de monjes, se hizo eremita en la cercana Subiaco. Allí vivió durante tres años, completamente solo, en una gruta que, desde la alta Edad Media, constituye el “corazón” de un monasterio benedictino llamado “Sacro Speco” (Gruta Sagrada).
El período que pasó en Subiaco, un tiempo de soledad con Dios, fue para san Benito un momento de maduración. Allí tuvo que soportar y superar las tres tentaciones fundamentales de todo ser humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de ponerse a sí mismo en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por último, la tentación de la ira y de la venganza.
Detrás de todas las voces debemos buscar el punto central: tener el corazón abierto a la voz del Señor, escuchar en silencio, dejarse formar para conocer y amar siempre más la verdad en persona: Jesús.
San Benito estaba convencido de que sólo después de haber vencido estas tentaciones podía dirigir a los demás palabras útiles para sus situaciones de necesidad. De este modo, tras pacificar su alma, podía controlar plenamente los impulsos de su yo, para ser artífice de paz a su alrededor. Sólo entonces decidió fundar sus primeros monasterios en el valle del Anio, cerca de Subiaco.
En el año 529, san Benito dejó Subiaco para asentarse en Montecassino. Algunos han explicado que este cambio fue una manera de huir de las intrigas de un eclesiástico local envidioso. Pero esta explicación resulta poco convincente, pues su muerte repentina no impulsó a san Benito a regresar. En realidad, tomó esta decisión porque había entrado en una nueva fase de su maduración interior y de su experiencia monástica.
Según san Gregorio Magno, su salida del remoto valle del Anio hacia el monte Cassio -una altura que, dominando la llanura circunstante, es visible desde lejos-, tiene un carácter simbólico: la vida monástica en el ocultamiento tiene una razón de ser, pero un monasterio también tiene una finalidad pública en la vida de la Iglesia y de la sociedad: debe dar visibilidad a la fe como fuerza de vida. De hecho, cuando el 21 de marzo del año 547 san Benito concluyó su vida terrena, dejó con su Regla y con la familia benedictina que fundó, un patrimonio que ha dado frutos a través de los siglos y que los sigue dando en el mundo entero.
En todo el segundo libro de los Diálogos, san Gregorio nos muestra cómo la vida de san Benito estaba inmersa en un clima de oración, fundamento de su existencia. Sin oración no hay experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de san Benito no era una interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y en el caos de su época, vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.
Al contemplar a Dios comprendió la realidad del hombre y su misión. En su Regla se refiere a la vida monástica como “escuela del servicio del Señor” (Pról. 45) y pide a sus monjes que “nada se anteponga a la Obra de Dios” (43, 3), es decir, al Oficio Divino o Liturgia de las Horas. Sin embargo, subraya que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (Pról. 9-11), que después debe traducirse en la acción concreta. “El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos”, afirma (Pról. 35).
Así, la vida del monje se convierte en una simbiosis fecunda entre acción y contemplación “para que en todo sea Dios glorificado” (57, 9). En contraste con una autorrealización fácil y egocéntrica, que hoy con frecuencia se exalta, el compromiso primero e irrenunciable del discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios (58, 7) en el camino trazado por Cristo, humilde y obediente (5, 13), a cuyo amor no debe anteponer nada (4, 21; 72, 11), y precisamente así, sirviendo a los demás, se convierte en hombre de servicio y de paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (5, 2), el monje conquista la humildad (5, 1), a la que dedica todo un capítulo de su Regla (7). De este modo, el hombre se configura cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza de Dios.
A la obediencia del discípulo debe corresponder la sabiduría del abad, que en el monasterio “hace las veces de Cristo” (2, 2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo en el segundo capítulo de la Regla, con un perfil de belleza espiritual y de compromiso exigente, puede considerarse un autorretrato de san Benito, pues -como escribe san Gregorio Magno- “el santo de ninguna manera podía enseñar algo diferente de lo que vivía”. El abad debe ser un padre tierno y al mismo tiempo un maestro severo (2, 24), un verdadero educador. Aun siendo inflexible contra los vicios, sobre todo está llamado a imitar la ternura del buen Pastor (27, 8), a “servir más que a mandar” (64, 8), y a “enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras” (2, 12). Para poder decidir con responsabilidad, el abad también debe escuchar “el consejo de los hermanos” (3, 2), porque “muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor” (3, 3). Esta disposición hace sorprendentemente moderna una Regla escrita hace casi quince siglos. Un hombre de responsabilidad pública, incluso en ámbitos privados, siempre debe saber escuchar y aprender de lo que escucha.
San Benito califica la Regla como “mínima, escrita sólo para el inicio” (73, 8); pero, en realidad, ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también para todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy.
San Benito vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.
Pablo VI, al proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía reconocer la admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, recién salida de un siglo herido profundamente por dos guerras mundiales y después del derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de su propia identidad.
Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital, el hombre queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX, como puso de relieve el Papa Juan Pablo II, provocó “una regresión sin precedentes en la atormentada historia de la humanidad”. Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Regla de san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo un verdadero maestro que enseña el arte de vivir el verdadero humanismo.

miércoles, 24 de junio de 2020

AÑO MARIANO NACIONAL: CONTEMPLANDO LA MATERNIDAD DE MARÍA EN LOS OJOS DEL “DULCE POETA” DE LA VIRGEN (XI)


CONCLUSIÓN: MIRA A LA ESTRELLA, INVOCA A MARÍA

“Este tropo se remonta a la antigüedad cristiana, a un cierto Pseudo-Jerónimo, así como a Pascacio Radberto, Fulberto de Chartres, Pedro Damiano y Odilón de Cluny…Dicho de otro modo, se trata de un tropo retórico. San Bernardo se ocupa del mismo tema con pasión y ardor, y de hecho desarrolla y profundiza todos los aspectos del mismo, de modo que para él María no es solo un ‘ejemplo’, sino una fuente de luz y gracia que actúa en nuestra alma. Tenemos una exhortación de verdad original para que recurramos directamente a ella en todas nuestras necesidades” (T. Merton, pp. 139-140)



Homilía II:
17. Al fin del verso dice el evangelista: Y el nombre de la virgen era María (Lc 1,27). Digamos también, acerca de este nombre, que significa ‘estrella de la mar’ (San Jerónimo), y se adapta a la Virgen Madre con la mayor proporción. Se compara María oportunísimamente a la estrella; porque, así como la estrella despide el rayo de su luz sin corrupción de sí misma, así, sin lesión suya dio a luz la Virgen a su Hijo. Ni el rayo disminuye a la estrella su claridad, ni el Hijo a la Virgen su integridad. Ella, pues, es aquella noble estrella nacida de Jacob (Cf. Mm 24,17), cuyos rayos iluminan todo el orbe, cuyo esplendor brilla en las alturas y penetra los abismos (Prov 5,5); y, alumbrando también a la tierra y calentando más bien los corazones que los cuerpos, fomenta las virtudes y consume los vicios. Esta misma, repito, es la esclarecida y singular estrella, elevada por necesarias causas sobre este mar grande, espacioso (Sal 103,25), brillando en méritos, ilustrando en ejemplos.
¡Oh!, cualquiera que seas el que en la impetuosa corriente de este siglo te miras, más antes fluctuar entre borrascas y tempestades, que andar por la tierra, no apartes los ojos (Eclo 4,5) del resplandor de esta estrella, si quieres no ser oprimido de las borrascas.
Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, llama a María.
Si eres agitado de las ondas de la soberbia, si de la detracción, si de la ambición, si de la emulación, mira a la estrella, llama a María.
Si la ira, o la avaricia, o el deleite carnal impelen violentamente la navecilla de tu alma, mira a María.
Si, turbado a la memoria de la enormidad de tus crímenes, confuso a vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado a la idea del horror del juicio, comienzas a ser sumido en la sima sin suelo de la tristeza, en el abismo de la desesperación, piensa en María.
En los peligros (Cf. 2 Cor 11,26; 6,4), en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir los sufragios de su intercesión, no te desvíes de los ejemplos de su virtud.
No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en ella piensas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás, si es tu guía; llegarás felizmente al puerto, si ella te ampara; y así, en ti mismo experimentarás con cuánta razón se dijo: Y el nombre de la virgen era María.
Pero ya debernos pausar un poco, no sea que miremos sólo de paso la claridad de tanta luz. Pues, por usar de las palabras del evangelista: Bueno es que nos detengamos aquí (Mt 17,4); y da gusto contemplar dulcemente en el silencio lo que no basta a explicar la pluma laboriosa. Entre tanto, por la devota contemplación de esta brillante estrella recobrará más fervor la exposición en lo que se sigue.

miércoles, 10 de junio de 2020

AÑO MARIANO NACIONAL: CONTEMPLANDO LA MATERNIDAD DE MARÍA EN LOS OJOS DEL “DULCE POETA” DE LA VIRGEN (X)

ANHELANTE SÚPLICA DE LA RESPUESTA DE MARÍA

“… la Anunciación del Señor…es una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se hace "hijo de María" (Mc 6, 3), de la Virgen que se convierte en Madre de Dios. Con relación a Cristo, el Oriente y el Occidente, en las inagotables riquezas de sus Liturgias, celebran dicha solemnidad como memoria del "fiat" salvador del Verbo encarnado, que entrando en el mundo dijo: "He aquí que vengo... para cumplir, oh Dios, tu voluntad" (cf. Hb 10, 7; Sal 39, 8-9); como conmemoración del principio de la redención y de la indisoluble y esponsal unión de la naturaleza divina con la humana en la única persona del Verbo. Por otra parte, con relación a María, como fiesta de la nueva Eva, virgen fiel y obediente, que con su "fiat" generoso (cf. Lc 1, 38) se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes, y se convirtió también, al acoger en su seno al único Mediador (cf. 1Tim 2, 5), en verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo de Dios; como memoria de un momento culminante del diálogo de salvación entre Dios y el hombre, y conmemoración del libre consentimiento de la Virgen y de su concurso al plan de la redención” (San Paulo VI, Marialis Cultus 6).

Homilía III:

6. Bendito, pues, es el fruto de tu vientre. Bendito en el olor, bendito en el sabor, bendito en la hermosura. La fragancia de este odorífero fruto percibía aquel que decía: El olor que sale de mi Hijo es semejante al de un campo lleno que el Señor colmó de sus bendiciones (Gén 27,27). ¿No será bendito aquel a quien colmó de sus bendiciones el Señor? Del sabor de este fruto, uno que le había gustado, eructaba de este modo, diciendo: Gustad y ved qué suave es el Señor (Sal 23, 9); y en otra parte: ¡Qué grande es, Señor, la abundancia de tu dulzura, que has escondido y reservado para los que te temen! (Sal 30,30). Y otro también: Si es que habéis gustado que es dulce el Señor (1 Pe 2,3). Y el mismo fruto de sí mismo, convidándonos a sí: El que me come, dice, tendrá todavía hambre; y el que me bebe, tendrá todavía sed (Eclo 24,29). Sin duda decía esto por la dulzura de su sabor (Cf. Sab 16,20), que gustado excita el apetito. Buen fruto el que es comida y bebida a un tiempo para las almas que tienen hambre y sed de la justicia (Cf. Mt 5,6). Oíste ya su olor, oíste su sabor, oye también su hermosura; porque, si aquel fruto de muerte (Cf. Gén 3,3) no sólo fue suave para comerse, sino también, por testimonio de la Escritura, agradable a la vista (Cf. Gén 3,6), ¿cuánto más cuidadosamente debemos informarnos de la vivificante hermosura de este fruto vital, en quien, por testimonio igualmente de la Escritura, desean mirar los ángeles mismos (1 Pe 1,12)? Cuya belleza miraba en espíritu y deseaba ver en el cuerpo aquel que decía: De Sión viene el esplendor de su hermosura (Sal 49,2). Y, porque no te parezca que alababa una belleza mediana solamente, acuérdate de lo que tienes escrito en otro salmo: Tú sobrepasas en belleza a todos los hijos de los hombres; la gracia está derramada en tus labios; por eso Dios te bendijo para siempre (Sal 44,3).

Homilía IV:

[Anhelante súplica de la respuesta de María] 8. Oíste, ¡oh Virgen! el hecho; oíste el modo también; lo uno y lo otro es cosa maravillosa, lo uno y lo otro es cosa agradable. Gózate, hija de Sión; alégrate, hija de Jerusalén (Zac 9,9; Ant. “Iucundare”). Y pues a tus oídos ha dado el Señor gozo y alegría, oigamos nosotros de tu boca la respuesta de alegría que deseamos para que con ella entre la alegría y el gozo en nuestros huesos afligidos y humillados (Sal 50,10). Oíste, vuelvo a decir, el hecho, y lo creíste; cree lo que oíste también acerca del modo. Oíste que concebirás y darás a luz a un hijo (Lc 1,31); oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35). Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que le envió (Cf. Tob 12,20). Esperamos también nosotros, Señora esta palabra de misericordia, a los cuales tiene condenados a muerte la divina sentencia, de que seremos librados por tus palabras. Ve que se pone entre tus manos el precio de nuestra salud; al punto seremos librados si consientes. Por la palabra eterna de Dios fuimos todos criados, y con todo eso morimos (2 Cor 6,9); mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para no volver a morir. Esto te suplica, ¡oh piadosa Virgen , el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad. Esto Abraham, esto David con todos los santos Padres tuyos, los cuales están detenidos en la región de la sombra de la muerte (Cf. Is 9,2. Vg.; Lc 1,79); esto mismo te pide el mundo todo postrado a tus pies. Y no sin motivo, aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salud, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo vuestro linaje. Da, ¡oh Virgen!, aprisa la respuesta.

¡Ah!, Señora, responde aquella palabra que espera la tierra, que espera el infierno, que esperan también los ciudadanos del cielo. El mismo Rey y Señor de todos, cuanto deseó tu hermosura (Cf. Sal 44,12), tanto desea ahora la respuesta de tu consentimiento; en la cual sin duda se ha propuesto salvar el mundo (Cf. Jn 3,17). A quien agradaste por tu silencio agradarás ahora mucho más por tus palabras, pues Él te habla desde el cielo diciendo: ¡Oh hermosa entre las mujeres (Cant 1,7), hazme que oiga tu voz (Cant 8,13)! Si tú le haces oír tu voz, Él te hará ver el misterio de nuestra salud (Lc 2,30). ¿Por ventura, no es esto lo que buscabas, por lo que gemías, por lo que orando días y noches suspirabas (Jos 1,8; Ecle 8,16)? ¿Qué haces, pues? ¿Eres tú aquella para quien se guardan estas promesas o esperamos otra? (Cf. Mt 11,3)

No, no; tú misma eres, no es otra. Tú eres, vuelvo a decir, aquella prometida, aquella esperada, aquella deseada, de quien tu santo padre Jacob, estando para morir (Eclo 11,20), esperaba la vida eterna, diciendo: Tu, salud esperaré, Señor (Gén 49,18). En quien y por la cual Dios mismo, nuestro Rey, dispuso antes de los siglos obrar la salud en medio de la tierra. ¿Por qué esperaras de otra lo que a ti misma te ofrecen? ¿Por qué aguardarás de otra lo que al punto se hará por ti, como des tu consentimiento y respondas una palabra? Responde, pues, presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por el ángel; responde una palabra y recibe otra palabra (Sant 1,21); pronuncia la tuya y concibe la divina; articula la transitoria y admite en ti la eterna. ¿Qué tardas? ¿Qué recelas?

Creo, di que sí y recibe. Cobre ahora aliento tu humildad y tu vergüenza confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En sólo este negocio no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es agradable la vergüenza en el silencio, pero más necesaria es ahora la piedad en las palabras. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes (Ageo 2,8) está llamando a tu puerta (Cf. Apoc 3,20; Cant 5,2). ¡Ay si, deteniéndote en abrirle, pasa adelante, y después vuelves con dolor a buscar al amado de tu alma (Cf. Cant 3,1-4)! Levántate, corre, abre (Cf. Cant 2,10; 5,5). Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento.


Ejercicio: Lectio del Icono de la Anunciación Florida.



miércoles, 3 de junio de 2020

AÑO MARIANO NACIONAL: CONTEMPLANDO LA MATERNIDAD DE MARÍA EN LOS OJOS DEL “DULCE POETA” DE LA VIRGEN (IX)

LA GRACIA DE MARÍA ANTES DE LA MATERNIDAD

“Con Bernardo, no se trata sin más de una meditación personal, aun cuando su amor esté implicado: su experiencia no está ausente, pero es la experiencia de la Iglesia. Buena parte de lo que escribe está inspirado directamente en los Padres” (T. Merton, p. 134).




Homilía III:

1. Me agrada usar de las palabras de los santos siempre que oportunamente se pueden adaptar a los asuntos que trato, para que así se hagan más gratas, a lo menos por la belleza de los vasos, las cosas que en mis discursos presento al lector. Pero, por comenzar ahora con las expresiones del profeta, ¡ay de mí! , no a la verdad al modo del profeta, porque callé, sino porque he hablado, pues mis labios son impuros (Is 6,5). ¡Ay! ¡Cuántas cosas vanas, cuántas cosas falsas, cuántas cosas torpes me acuerdo haber vomitado por esta misma asquerosísima boca mía, en que ahora presumo tratar palabras celestiales! Mucho terno que esté cerca aquel momento en que haya de oír que me dicen: ¿Cómo cuentas tú mis justicias y tomas mi testamento en tu boca (Sal 49,16)? Ojalá que a mí también me trajeran del soberano altar, no una sola ascua, sino un globo grande de fuego que consumiese enteramente la mucha e inveterada inmundicia de mi sucia boca (Cf. Is 6,6-7), a fin de hacerme digno de repetir con mi expresión, tal cual ella sea, los gratos y castos coloquios del ángel con la Virgen y la respuesta de la Virgen al ángel.

[La entrada del ángel] Dice, pues, el evangelista: Y habiendo entrado el ángel a ella, sin duda a María, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo (Lc 1,28). ¿Adónde entró a ella? Juzgo que al secreto de su casto aposento (Ecle 10,20), en donde quizá, cerrada la puerta sobre sí, estaba en lo oculto orando al Padre (Mt 6,6). Suelen los ángeles estar presentes a los que oran y deleitarse en los que ven levantar sus puras manos en la oración (1 Tim 2,8); se alegran de ofrecer a Dios el holocausto de la devoción santa como incienso agradable al cielo (Ef 5,2). Cuánto habían agradado las oraciones de María en la presencia del Altísimo (Eclo 35,8; 39,6), lo indica el ángel saludándola con tanta reverencia. Ni fue dificultoso al ángel penetrar en el secreto aposento de la Virgen, pues por la sutileza de su substancia tiene la natural propiedad de que ni las cerraduras de hierro le pueden estorbar la entrada a cualquiera parte que su ímpetu le lleve (Cf. Ez 1,12-20). No resisten a los angélicos espíritus las paredes, sino que les ceden todas las cosas visibles; y todos los cuerpos, por más sólidos o densos que sean, están francos y penetrables para ellos. No se debe, pues, sospechar que encontrase el ángel abierta la puertecita de la Virgen, cuyo propósito era evitar la concurrencia de los hombres y huir de sus conversaciones; para que así, o no fuese perturbado el silencio de su oración, o no fuese tentada su castidad, de que hacía profesión. Por tanto, había cerrado sobre sí su habitación en aquella hora la Virgen prudentísima, pero a los hombres, no a los ángeles; por consiguiente, aunque pudo entrar el ángel donde estaba, pero a ninguno de los hombres era la entrada fácil.

[En María reside la plenitud del Dios uno y trino] 2. Habiendo, pues, entrado el ángel a María, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Leemos en los Actos de los Apóstoles que San Esteban estuvo lleno de gracia y que los apóstoles también estuvieron llenos del Espíritu Santo; pero muy diferentemente que María; porque, a más de otras razones, ni en aquél habitó la plenitud de la divinidad corporalmente (Cf. Col 2,9), como habitó en María, ni éstos concibieron del Espíritu Santo, como María (Hch 2,4; 6,5.8). Dios te salve, dice, llena de gracia, el Señor es contigo. ¿Qué mucho estuviera llena de gracia, si el Señor estaba con ella?

Lo que más se debe admirar es cómo el mismo que había enviado el ángel a la Virgen fue hallado con la Virgen por el ángel. ¿Fue Dios más veloz que el ángel, de modo que con mayor ligereza se anticipó a su presuroso nuncio para llegar a la tierra? No hay que admirar, porque estando el Rey en su reposo, el nardo de la Virgen dio su olor (Cant 1,11) y subió a la presencia de su gloria el perfume de su aroma y halló gracia en los ojos del Señor, clamando los circunstantes: ¿Quién es esta que sube por el desierto como una columnita de humo formada de perfumes de mirra e incienso? (Cant 3,6; Tob 3,24). Y al punto el Rey, saliendo de su lugar santo, mostró el aliento de un gigante para correr el camino (Sal 18,6-7); y, aunque fue su salida de lo más alto del cielo, volando en su ardentísimo deseo, se adelantó a su nuncio, para llegar a la Virgen, a quien había amado, a quien había escogido para sí, cuya hermosura había deseado. Al cual, mirándole venir de lejos, dándose el parabién y llenándose de gozo, le dice la Iglesia: Mirad cómo viene éste saltando en los montes, pasando por encima de los collados (Cant 2,8).

3. Mas con razón deseó el Rey la hermosura de la Virgen, pues había puesto por obra todo lo que mucho antes había sido amonestada por David, su padre, que la decía: Escucha, hija, y mira; inclina tu oído y olvida tu pueblo y la casa de tu padre. Y si esto haces, deseará el Rey tu hermosura (Sal 44, 11-12). Oyó, pues, y vio; no como algunos, que oyendo no oyen y viendo no entienden (Cf. Mc 4,12), sino que oyó y creyó; vio y entendió. Inclinó su oído a la obediencia y su corazón a la enseñanza (Job 17,4), y se olvidó de su pueblo y de la casa de su padre; porque ni pensó en aumentar su pueblo con la sucesión ni intentó dejar herederos a la casa de su padre, sino que todo el honor que pudiera tener en su pueblo, todo lo que pudiera tener de bienes terrenos por sus padres, lo abandonó como si fuera basura, para ganar a Cristo (Cf. Fil 3,8). Ni la engañó su pensamiento, pues logró, sin violar el propósito de su virginidad, tener a Cristo por hijo suyo. Con razón se llama llena de gracia, pues tuvo la gracia de la virginidad; y, a más de eso, consiguió la gloria de la, fecundidad. 

[Jesús, causa y bendición de María] 5. Bendita tú eres entre las mujeres (Lc 1,42). Quiero juntar a esto lo que añadió Santa Isabel a estas mismas palabras, diciendo: Y bendito es el fruto de tu vientre (Lc 1,42). No porque tú eres bendita es bendito el fruto de tu vientre, sino porque él te previno con bendiciones de dulzura (Sal 20,4), eres tú bendita. Verdaderamente es bendito el fruto de tu vientre, pues en él son benditas todas las gentes (Gál 3,8); de cuya plenitud también recibiste tú con los demás (Jn 1,16), aunque de un modo más excelente que los demás. Por tanto, sin duda eres tú bendita, pero entre las mujeres; mas él es bendito, no entre los hombres, no entre los ángeles precisamente, sino como quien es, según habla el Apóstol, sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos (Rm 9,5). Suele llamarse bendito el hombre, el pan bendito, bendita la mujer, bendita la tierra y las demás cosas en las criaturas que están benditas; pero singularmente es bendito el fruto de tu vientre (Lc 1,42), siendo él, sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos.