Benedicto XVI: San
Bernardo de Claraval, el “dulce poeta” de la Virgen[1]
“En
otro célebre sermón del domingo dentro de la octava de la Asunción, el santo
abad describió en términos apasionados la íntima participación de María en el
sacrificio redentor de su Hijo. “¡Oh santa Madre, - exclama - verdaderamente
una espada ha traspasado tu alma!... Hasta tal punto la violencia del dolor ha
traspasado tu alma, que con razón te podemos llamar más que mártir, porque en
ti la participación en la pasión del Hijo superó con mucho en su intensidad los
sufrimientos físicos del martirio” (14: PL
183,437-438). Bernardo no tiene dudas: "per Mariam ad Iesum", a través de María somos conducidos a
Jesús. Él confirma con claridad la subordinación de María a Jesús, según los
fundamentos de la mariología tradicional. Pero el cuerpo del Sermón documenta
también el lugar privilegiado de la Virgen en la economía de la salvación, dada
su particularísima participación como Madre (compassio) en el sacrificio del Hijo. No por casualidad, un siglo y
medio después de la muerte de Bernardo, Dante Alighieri, en el último canto de
la Divina Comedia, pondrá en los labios del Doctor melifluo la sublime oración
a María: “Virgen Madre, hija de tu Hijo/ humilde y más alta criatura/ término
fijo de eterno consejo,..." (Paraíso
33, vv. 1ss.).
Estas
reflexiones, características de un enamorado de Jesús y de María como san
Bernardo, provocan aún hoy de forma saludable no sólo a los teólogos, sino a
todos los creyentes. A veces se pretende resolver las cuestiones fundamentales
sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo, con las únicas fuerzas de la
razón. San Bernardo, en cambio, sólidamente fundado en la Biblia y en los
Padres de la Iglesia, nos recuerda que sin una profunda fe en Dios, alimentada
por la oración y por la contemplación, por una relación íntima con el Señor,
nuestras reflexiones sobre los misterios divinos corren el riesgo de ser un
vano ejercicio intelectual, y pierden su credibilidad. La teología reenvía a la
“ciencia de los santos”, a su intuición de los misterios del Dios vivo, a su
sabiduría, don del Espíritu Santo, que son punto de referencia del pensamiento
teológico. Junto a Bernardo de Claraval, también nosotros debemos reconocer que
el hombre busca mejor y encuentra más fácilmente a Dios “con la oración que con
la discusión”. Al final, la figura más verdadera del teólogo sigue siendo la
del apóstol Juan, que apoyó su cabeza sobre el corazón del Maestro.
Quisiera
concluir estas reflexiones sobre san Bernardo con las invocaciones a María, que
leemos en su bella homilía: “En los peligros, en las angustias, en las
incertidumbres – dice – piensa en María, invoca a María. Que Ella no se aparte
nunca de tus labios, que no se aparte nunca de tu corazón; y para que obtengas
la ayuda de su oración, no olvides nunca el ejemplo de su vida. Si tú la
sigues, no puedes desviarte; si la rezas, no puedes desesperar; si piensas en
ella, no puedes equivocarte. Si ella te sostiene, no caes; si ella te protege,
no tienes que temer; si ella te guía, no te cansas; si ella te es propicia,
llegarás a la meta...” (Hom. II super “Missus
est”, 17: PL 183, 70-71)”.
Tema: EL SUBSTRATO DE LA DEVOTIO/MÍSTICA MARIANA DE SAN BERNARDO DE CLARAVAL EN “IN LAUDIBUS VIRGINIS MATRIS” (Super “Missus
est”).
Claves para la lectura
de En alabanza de la Virgen Madre:
“Bernardo está inspirado, emocionado,
urgido íntimamente por la devoción, ordenado por ella, a hablar en alabanza de
la Virgen Madre, especialmente en torno a la historia de la Anunciación”
(Thomas Merton, ocso., Curso de Mística
cristiana en trece lecciones, Sígueme, Salamanca, 2018, p. 134)
Textos para una lectura sapiencial:
Introducción:
Hace ya un tiempo que la
devoción viene impulsándome a escribir algo, pero me lo han impedido las
ocupaciones. Más ahora, una indisposición me incapacita para seguir con mis
hermanos la vida común y, por otra parte, me resulta insoportable permanecer
ocioso durante este corto descanso. Así pues, quitando al sueño un poco de
tiempo, tratare de abordar de una vez el tema que con frecuencia ha llamado a
las puertas de mi espíritu: redactar
algo en alabanza de la Virgen Madre siguiendo el relato evangélico que nos
cuenta la historia de la Anunciación del Señor, descrita por Lucas.
Debo reconocer que no me
apremia a ello necesidad alguna de mis hermanos ni su mayor provecho
espiritual,
que es lo primero que debo atender. Pero pienso que esto no es razón suficiente
para dejar de hacerlo. Creo que no puede molestarles que satisfaga mi devoción
personal si en todo momento me encuentran dispuesto a servirles en cuanto me
necesiten.
Homilía IV:
1.
No hay duda que cuanto proferimos en las
alabanzas de la Virgen Madre pertenece al Hijo; y que igualmente cuando
honramos al Hijo no nos apartamos de la gloria de la Madre. Porque si, como
dice Salomón: El Hijo sabio es gloria del
Padre (Prov 10,1, Vg.), ¿cuánta
mayor gloria será ser Madre de la misma Sabiduría? ¿Pero qué intento yo en las
alabanzas de aquella Señora a quien publican digna de alabanza los profetas, lo
expresa el ángel, lo declara el Evangelio? Y0 pues, no la alabo, porque no me
atrevo, sino que repito con devoción lo que ya explicó por la boca del
evangelista el Espíritu Santo. Prosigue, pues, y dice: Y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre (Lc 1,32, Vg).
[El
verdadero Rey Ungido en la Jerusalén verdadera] Son palabras del ángel a la
Virgen sobre el Hijo prometido, asegurando que ha de poseer el reino de David.
Que de la prosapia de David (Jr 13,13)
trajese su origen el Señor Jesús, nadie lo duda. Pero yo deseo saber cómo le
dio el Señor el trono de su padre David, no habiendo reinado en Jerusalén, sino
que, antes bien, queriéndole hacer Rey las turbas, no lo consintió (Jn 6,15), y aun delante de Pilatos
protestó diciendo: Mi reino no es de este
mundo (Jn 18,36). En fin, ¿qué
cosa grande se promete para quien se sienta sobre los querubines (Sal 98, 1), para quien vio el profeta
sentado sobre un excelso y elevado solio (Is
6,1), en que haya de sentarse en el trono de David, su padre? Pero sabemos que
hay otra Jerusalén significada por ésta (Gal
4,25), en que reinó David, y que es aquélla mucho más noble y rica. Esa misma,
pues, juzgo se entiende aquí según el frecuente modo de hablar de la Escritura,
en que se pone muchas veces lo que significa por el significado.
A
la verdad, le dio Dios el trono de David, su padre, cuando le constituyó Rey
sobre Sión, su monte santo (Sal 2, 6).
Y aquí el profeta parece haber explicado más claramente de qué reino habla,
porque no dice en Sión, sino sobre Sión. Por eso quizá dice sobre, porque
ciertamente en Sión reinó David, pero está sobre Sión el reino aquel de quien
se dijo a David: Del fruto de tu vientre
pondrá sobre tu silla/trono (Sal 131,
11); de quien se dijo también por otro profeta: Sobre el solio de David y sobre su reino se sentará (Is 9, 7). ¿No ves cómo en todas partes
hallas sobre? Sobre Sión (Sal 2,9),
sobre la silla/trono (Sal 131,11),
sobre el solio (Is 6,1), sobre el
reino (Is 9,7). Le dará, pues, el Señor Dios el trono de su padre David (Lc 1,32); no el figurativo, sino el
verdadero; no el temporal, sino el eterno; no el terreno, sino el celestial. El
cual por eso (como se ha explicado) se dice haber sido de David, porque éste
[trono] en que él reinó temporalmente era imagen del eterno.
Epílogo: [Excusase San Bernardo a
si mismo por haber explicado este pasaje del evangelio después de otros
expositores].
He
expuesto la lección del Evangelio como he podido; ni ignoro que no a todos
agradará este mi pensamiento, sino que sé que por esto me he expuesto a la
indignación de muchos, y que reprenderán mi trabajo por superfluo o me juzgarán
presumido; porque, después que los Padres han explicado plenísimamente este
asunto, me he atrevido yo, como nuevo expositor, a poner mi mano en lo mismo.
Pero si he dicho algo después de los Padres que, sin embargo, no es contra los
Padres, ni a los Padres ni a otro alguno juzgo que debe desagradar. Donde he
dicho lo mismo que he tomado de los Padres, esté muy lejos de mí el aire de
presunción para que no me falte el fruto de la devoción, y yo con paciencia
oiré a los que se quejaren de la superfluidad de mi trabajo. Con todo eso,
sepan los que me reprenden de una ociosa y nada necesaria exposición que no he
pretendido tanto exponer el Evangelio como tomar ocasión del Evangelio para
hablar lo que era deleite de mi alma. Pero
si he pecado en que más antes he excitado en esto mi propia devoción que he
buscado la común utilidad, poderosa será la Virgen para excusar este pecado mío
delante de su Hijo, a quien he dedicado esta pequeña obra, tal cual ella sea,
con toda mi devoción.
Contenido: “Tratado” sobre la Maternidad de la
Virgen María.
Mariología
monástica (método), mística (objeto) y mistagógica (intención).
“Bernardo comienza exponiendo la
preparación moral de María para su maternidad divina, mediante la humildad y el
voto de virginidad. Luego por medio del recurso a prefiguraciones del Antiguo
Testamento, pone en evidencia la particular maternidad y misión divina de la
Virgen Madre. La misión queda confirmada, sobre todo, por la figura del
‘vellocino de Gedeón’, aplicado tanto a María como a Cristo. Llegado a este
punto Bernardo irrumpe en un canto ferviente, en una invocación confiada a la
‘Estrella del mar’ y guía por los mares de este mundo tenebroso. Luego de una
pausa, en ocasión del diálogo con Gabriel, reemprende, pero sin repetirse, el
tema de la maternidad virginal, precisa lo que fue la gracia de María antes de
su maternidad y a continuación su función relativa al Salvador. Esta función
llega a su climax en la respuesta de la Virgen al misterio de la divina
Encarnación: todo está pendiente de su ‘hágase’.
Los temas que se encuentran y desarrollan
en Missus est son variados. El lector
atento los identificará sin dificultad, aún más, con gozo: la predestinación de
María y su relación con la Santísima Trinidad; los tipos del Antiguo Testamento
y las profecías que se refieren a ella; el misterio de ‘ser cubierta’ por la
sombra del Espíritu Santo; María en la economía de la salvación; san José, su
justo y casto esposo; las virtudes de la humildad y virginidad…” (Bernardo
Olivera, ocso., “Introducción”, Homilías
marianas, PC 7, Azul, Claretianas, 1980.pp.47-48).
Ejercicio: Lectio divina de
Lc 1, 26-38.
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