“El médico de nuestras almas es Cristo,
que…da a cada pasión el remedio apropiado...:
la templanza contra el amor del placer
(sensualidad)”.
Introducción:
Los comienzos en el monasterio de
Abba Séridos. “Así, sabemos que al ingresar al monasterio y distribuir los
bienes que poseía, su falta de salud le obligó a reservarse algo para sus
necesidades. Pasados los meses iniciales de su nueva vida volvieron a acosarle
las inclinaciones y pasiones que tenía en el mundo, sobre todo señala la
lujuria, quitándole la paz a su alma, atormentándole con múltiples pensamientos
que no podía controlar y llevándolo al borde de la desesperación. Llegó a
concebir como única solución para sus tentaciones huir del monasterio”[1].
La
paz del corazón. “Conocedor de la vida monástica, Doroteo sabe que las
distintas pasiones turban a tal punto el alma del monje que su vida en el
monasterio le puede resultar insoportable. Llevado de un lado a otro por
pensamientos de ira o rencor; carcomido por la envidia y los celos; aguijoneado
por la gula y la lujuria; turbado por los escrúpulos y las dudas; acosado por
tribulaciones y tristezas, el corazón del monje puede sufrir una inestabilidad
tan grande que su vida se transforme en amargura”[2].
Conferencia
4: El divino temor
“53. La ligereza de espíritu es multiforme. Se manifiesta en el hablar,
en los contactos y en las miradas. Es ella la que lleva a pronunciar discursos
grandilocuentes, a hablar de cosas mundanas, a hacer bromas o provocar risas
disolutas. Es por ligereza por lo que se toca a alguien sin necesidad, por puro
placer, se lo acaricia o se toma alguna cosa de él o se lo mira detenidamente.
Todo esto es obra de la ligereza, porque no hay temor de Dios en el alma, y por
ella se llega poco a poco a un total descuido. Por eso al dar los mandamientos
de la ley Dios dijo: Que los hijos de Israel sean respetuosos (Lv 15, 31). Sin
respeto no se puede honrar a Dios ni obedecer ni una sola vez algún
mandamiento. No hay nada más abominable que la ligereza, porque es la madre de
todas las pasiones, aleja el respeto, expulsa el temor de Dios y da a luz el
desprecio. Es por ella, hermanos, por lo que unos son descarados con otros, o
por lo que hablan mal uno de otro, y se hacen daño mutuamente. Uno de ustedes
ve una cosa poco edificante y va enseguida a murmurar y volcar todo eso en el
corazón de otro hermano. De esta manera, no sólo se hace daño a sí mismo, sino
que también perjudica a su hermano, poniendo en su corazón un veneno mortal.
Cuando el hermano estaba aplicándose a la oración o a cualquier otra obra
buena, llega el otro y le da materia de murmuración. Con ello perjudica su
crecimiento y lo pone frente a la tentación. Y no hay nada tan malo y funesto
como hacer daño al prójimo y al mismo tiempo a uno mismo”[3].
Conf. 11: De la prontitud en reprimir
las pasiones del alma antes de habituarse al mal
“113. Consideren con atención, hermanos, cómo son las cosas, y sean
cuidadosos para no caer en negligencia, ya que aún una pequeña negligencia
puede llevarlos a grandes peligros. Acabo de visitar a un hermano a quien
encontré saliendo apenas de una enfermedad. Hablando con él me enteré de que no
había tenido fiebre más que siete días. Sin embargo, a cuarenta días de esto
todavía estaba en camino de recuperación. Ya ven, hermanos, qué desgracia es
perder el equilibrio de la salud. No nos preocupan los pequeños desórdenes y no
nos damos cuenta de que, por poco que se esté enfermo, sobre todo si se es de
natural delicado, son necesarios mucho tiempo y cuidados para reponerse. Ese
pobre hermano tuvo fiebre durante siete días y vemos que después de tantos
días, cuarenta, todavía no había podido restablecerse.
Lo mismo pasa con el alma: se comete una falta leve, y ¿durante cuánto
tiempo será necesario verter nuestra sangre antes de levantarnos? En lo que se
refiere a la debilidad del cuerpo podemos esgrimir diversas razones: o bien los
remedios no surten efecto porque son viejos, o bien el médico no tiene
experiencia y receta un remedio por otro, o quizás el enfermo no es dócil y no
sigue lo prescripto. Pero cuando nos referimos al alma, no sucede lo mismo. En
efecto, no podremos decir que el médico no tiene experiencia ni que no haya
dado los remedios convenientes, puesto que el médico de nuestras almas es
Cristo mismo, que todo lo sabe y que da a cada pasión el remedio adecuado,
quiero decir sus mandamientos, sea la humildad en contraposición a la
vanagloria, la templanza contra la sensualidad, la limosna contra la avaricia;
en síntesis, cada pasión tiene como remedio el mandamiento que le corresponde.
El médico, entonces, no es falto de experiencia. Por otra parte, no puede
tampoco decirse que los remedios sean ineficaces por ser demasiado viejos. Los
mandamientos de Cristo no envejecen nunca, incluso se renuevan en la medida en
que son utilizados. No hay entonces ningún obstáculo para la salud del alma,
salvo el propio desarreglo”[4].
Conf. 12: Del
temor al castigo que vendrá y de la necesidad de que aquel que desea ser
salvado no descuide jamás la preocupación de su propia salvación
“133. En efecto, es imposible para el alma permanecer en el mismo estado:
o mejora o empeora. Por esto cualquiera que desee salvarse no debe sólo evitar
el mal sino practicar el bien, como dice el salmo: Apártate del mal y haz el
bien (36, 27). No nos dice solamente: Apártate del mal, sino que
agrega: Haz el bien. Por ejemplo, ¿alguien estaba habituado a cometer
injusticias? ¡Que no las cometa más, pero además que practique obras de
justicia! ¿Era un libertino? ¡Que ponga fin a sus perversiones pero a la vez
que practique la templanza! ¿Era colérico? ¡Que no se irrite más, pero además
que adquiera mansedumbre! ¿Era orgulloso? ¡Que cese en su altivez, pero que
además sepa humillarse! Tal es el sentido de las palabras Apártate del mal y
haz el bien. Porque a cada pasión corresponde su virtud opuesta. Para el
orgullo es la humildad; para el amor al dinero, la limosna; para la lujuria, la
templanza; para el desaliento, la paciencia; para la cólera, la mansedumbre;
para el odio, la caridad. En resumen, a cada pasión, decimos, corresponde la
virtud opuesta”[5].
Conf. 15:
Los Santos Ayunos (la Cuaresma)
“164. Todo esto referido a la temperancia del vientre. Pero no sólo
debemos vigilar nuestro régimen alimenticio, debemos evitar también todo otro
pecado, y ayunar también de la lengua como del vientre, absteniéndonos de la
maledicencia, de la mentira, de la charlatanería, de las injurias, de la
cólera, en una palabra de toda falta que se comete con la lengua. Asimismo
debemos practicar el ayuno de los ojos, no mirando cosas vanas, evitando la
libertad de la mirada que contempla a alguien con impudicia. También debemos
prohibir toda mala acción a las manos y a los pies. Practicando de esta manera
un ayuno agradable, como dice Basilio (De
Jejunio Hom. II, 7, PG 31,196D) absteniéndonos de todo mal que se pueda
cometer con cualquiera de nuestros sentidos, nos acercaremos al santo día de la
Resurrección renovados, purificados y dignos de participar en los santos
Misterios, como ya lo hemos dicho. Saldremos enseguida al encuentro de Nuestro
Señor y lo recibiremos con palmas y ramas de olivo, mientras que él hará su
entrada en la ciudad santa, sentado sobre un asno (cfr. Mc 11,1-8; Jn 12, 13)”[6].
[1] F. Rivas, Introducción, en Obras de Doroteo de Gaza, Conferencias,
cartas y apotegmas, ECUAM-Ágape libros, C.A.B.A, 2019, p. 17.
[5] Conferencia XII; p. 184. Cf, Conferencia XIV: Sobre el edificio y la
armonía de las virtudes del alma, n. 151, pp. 198-200, n- 153, pp. 201-202.
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