domingo, 27 de diciembre de 2015

Hacia la Epifanía del Señor. Romanos, el Meloda: “Himno sobre la Navidad de Cristo (X)”




Después de todos estos relatos, los magos, con los presentes en sus manos, se prosternaron delante del presente de los presentes, delante del perfume de los perfumes. Ofrecieron a Cristo oro y mirra y después el incienso, exclamando: “Recibe este triple don, como tú recibes de los serafines el himno que te proclama tres veces santo; no lo rechaces como aquel de Caín, recíbelo más bien en tu seno como la ofrenda de Abel, en nombre de aquella que te ha puesto en el mundo, de aquella por quien tú has nacido, pequeño niño, Dios antes de los siglos.

La madre sin tacha, viendo portar en sus manos presentes nuevos y espléndidos, y cayendo de rodillas, viendo la estrella que los designaba y los pastores que cantaban, pidió así al Creador y Señor de todos los seres: “Recibe, mi hijo, esta trinidad de presentes, y otorga tres pedidos a aquella que te ha puesto en el mundo: yo te pido por la clemencia de las estaciones, por los frutos de la tierra y por todos aquellos que la habitan. Reconcilia el mundo entero, puesto que has nacido por mí, oh mi pequeñito, Dios antes de los siglos.

Yo no soy simplemente tu madre, salvador misericordioso; no es en vano que te he amamantado con leche, te pido por todos los hombres. Tú me has hecho la voz y el honor de toda mi raza; la tierra que tú has hecho tiene en mí una segura protección, una muralla y un apoyo. Hacia mí vuelven la mirada aquellos que tu rechazas del paraíso de las delicias, pues les he hecho retornar sus pasos; que el universo tome conciencia que tú has nacido de mí, mi pequeñito, Dios antes de los siglos.

Salvador, salva al mundo: es por esto que tú has venido. Restaura toda tu obra: es por esta que tú has brillado delante de mí, delante de los magos y delante de toda la creación. Mira: los magos, a quienes has manifestado la luz de tu rostro, están a tus pies y te otorgan presentes útiles, bellos y muy buscados; tengo mucha necesidad, porque voy a partir a Egipto, huir contigo y por ti, oh mi hijo, mi guía, tú que me has creado, tú que me has hecho rica, mi pequeñito, Dios antes de los siglos.


[Traducción de Marcelo Maciel, osb. Tomado de: Romanos le melode, Himnes; X. La Nativité, 21-24; SC. nº 110]

jueves, 24 de diciembre de 2015

FELIZ NATIVIDAD DEL SEÑOR 2015

“Hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor; él será llamado Dios admirable, Príncipe de la paz, Padre para siempre, y su reino no tendrá fin”
(Misa de la Aurora)

Bellester Peña



Que la mano del Niño Dios nos bendiga.
Que de la mano de María aprendamos a orar contemplando y de la mano de José a escuchar obedeciendo.

Feliz Navidad les desea la Comunidad Monástica de
El Siambón
2015

domingo, 20 de diciembre de 2015

HORARIOS DE LAS CELEBRACIONES DE NAVIDAD Y 1 DE ENERO

JUEVES 24 DE DICIEMBRE


Primeras Vísperas de la Solemnidad
18,00 hs.
Oficio de Lecturas de Navidad
19,30 hs.
Misa de Nochebuena
22,00 hs.

VIERNES 25 DE DICIEMBRE

Laudes
8,20 hs.
Misa del día de Navidad
10,00 hs.
Sexta
12,00 hs.
Segundas Vísperas de Navidad
19,15 hs.


JUEVES 31 DE DICIEMBRE


Primeras Vísperas de la Solemnidad
18,00 hs.
Misa de Precepto
19,00 hs.
Oficio de Lecturas de la Solemnidad
23,00 hs.

VIERNES 1º DE ENERO DE 2016


Laudes
8,20 hs.
Misa de la Solemnidad
10,00 hs.
Segundas Vísperas de la Solemnidad
19,15 hs.

sábado, 5 de diciembre de 2015

“Encarnando a quien trata de elevar su mente a la contemplación de Dios” - Capítulo I del Proslogion de San Anselmo de Canterbury-


“Exhortación de la mente (incitación del espíritu) a la contemplación de Dios”
I.¡Oh hombre, lleno de miseria y debilidad!, sal un momento de tus ocupaciones habituales; ensimísmate un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos; arroja lejos de ti las preocupaciones agobiadoras, aparta de ti tus trabajosas inquietudes. Busca, a Dios un momento, sí, descansa siquiera un momento en su seno. Entra en el santuario de tu alma, apártate de todo, excepto de Dios y lo que puede ayudarte a alcanzarle; búscale en el silencio de tu soledad. ¡Oh corazón mío!, di con todas tus fuerzas, di a Dios: Busco tu rostro, busco tu rostro, ¡oh Señor!
II. Y ahora, ¡oh Señor, Dios mío! , enseña a mi corazón dónde y cómo te encontrará, dónde y cómo tiene que buscarte. Si no estás en mí, ¡oh Señor!, si estás ausente, ¿dónde te encontraré? Desde luego habitas una luz inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa luz inaccesible? ¿Cómo me aproximaré a ella? ¿Quién me guiará, quién me introducirá en esa morada de luz? ¿Quién hará que allí te contemple? ¿Por qué signos, bajo qué forma te buscaré? Nunca te he visto, Señor Dios mío; no conozco tu rostro. ¿Qué hará, Señor omnipotente, este tu desterrado tan lejos de ti? ¿Qué hará tu servidor, atormentado con el amor de tus perfecciones y arrojado lejos de tu presencia? Fatígase intentando verte, y tu rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti, y tu morada es inaccesible. Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives. No suspira más que por ti, y jamás ha visto tu rostro. Señor, tú eres mi Dios, tú eres mi maestro, y nunca te he visto. Tú me has creado y rescatado, tú me has concedido todos los bienes que poseo, y aún no te conozco. Finalmente, he sido creado para verte, y todavía no he alcanzado este fin de mi nacimiento.
III. ¡Oh suerte llena de miseria! El hombre ha perdido el bien para el cual ha sido creado. ¡Oh dura condición, oh cruel desgracia! ¡Ay! ¿Qué ha perdido y qué ha encontrado? ¿Qué se le ha quitado? ¿Qué le ha quedado? Ha perdido la dicha para la cual había nacido, ha encontrado la desdicha para la cual no estaba destinado. Ha visto desvanecerse lejos de él las condiciones necesarias de la felicidad, y no le queda más que una desdicha inevitable. El hombre comía el pan de los ángeles, ahora tiene hambre y come el pan del dolor, que ni siquiera conocía entonces. ¡Oh duelo público de la humanidad, gemido universal de los hijos de Adán! Este padre común gozaba en la abundancia, ahora gemimos en la necesidad; mendigamos, y él estaba en la riqueza. Poseía felicidad; lo ha perdido todo y vive en las angustias de la miseria; como él, estamos nosotros en la necesidad y el dolor; formamos deseos sellados con el carácter de nuestros sufrimientos y, ¡ay!, no son satisfechos. Puesto que lo podía fácilmente, ¿por qué no nos ha conservado un bien cuya pérdida debía sernos tan dolorosa? ¿Por qué nos ha cerrado el acceso a la luz y nos ha rodeado de tinieblas? ¿Por qué nos ha quitado la vida para condenarnos a muerte? ¡Desgraciados! ¿De dónde hemos sido arrojados? ¿Dónde hemos sido relegados? ¿De dónde hemos sido precipitados? ¿En qué abismo hemos sido sepultados? Hemos pasado de la patria al destierro; de la vista de Dios, a la ceguera en que nos hallamos; de la dulce inmortalidad, a la amargura y el horror de la muerte. ¡Funesto cambio! ¡Qué mal tan horroroso ha reemplazado a tan gran bien! ¡Pérdida lastimosa, dolor profundo, terrible reunión de miserias!
IV. ¡Cuán desgraciado soy, hijo infortunado de Eva apartado de Dios por el crimen! ¿En qué empresa me he metido? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Dónde iba? ¿A dónde he llegado? ¿Qué es lo que yo pretendía? ¿A qué término he llegado? ¿Quién suscita mis suspiros? He buscado la dicha, y la consecuencia ha sido la agitación. Yo quería ir hasta Dios, y no he encontrado más que a mí mismo. Buscaba el descanso en el secreto de mi soledad, y no he encontrado en el fondo de mi corazón más que dolor y tribulación. ¿Quería alegrarme con toda la alegría de mi alma? Me veo obligado a gemir con los gemidos de mi corazón. Esperaba la felicidad, y no he encontrado más que una triste ocasión de redoblar mis suspiros.
V. Y tú, Señor, ¿hasta cuándo nos olvidarás? ¿Hasta cuándo apartarás de nosotros tu rostro? ¿Cuándo volverás hacia nosotros tus miradas? ¿Cuándo nos escucharás? ¿Cuándo iluminarás nuestros ojos? ¿Cuándo nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo accederás a nuestros deseos? Señor, vuelve tus ojos hacia nosotros, escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Sin ti no hay para nosotros más que desdichas; ríndete a nuestros deseos para que la dicha nos venga de nuevo. Ten piedad de nuestros trabajos y de los esfuerzos que hacemos para llegar hasta ti, sin cuyo socorro no podemos nada. Tú nos invitas, ayúdanos. Señor, yo te suplico que la desesperación no reemplace a mis gemidos; que la esperanza me permita respirar. Suplícote, Señor; mi corazón está sumergido en la amargura de la desolación que lleva en sí; endulza su pena por tus consuelos. Señor, empujado por la necesidad, he comenzado a buscarte; no permitas, te lo suplico, que yo me retire sin quedar saciado. Me he acercado para apaciguar mi hambre; que no tenga que volverme sin haberla satisfecho. Pobre como soy, imploro tu riqueza; desgraciado, tu misericordia; que la negativa y el desprecio no sean el efecto de mi oración. Y si suspiro por la llegada de ese precioso alimento, que al menos no me falte después de la prueba. Encorvado como estoy, Señor, no puedo mirar más que la tierra; enderézame, y mis miradas se dirigirán hacia los cielos. Mis iniquidades se han alzado por encima de mi cabeza, me rodean por todas partes y me oprimen como una carga pesada. Desembarázame de estos obstáculos, descárgame de este peso; que no me encierren en sus profundidades como en un pozo. Que me sea permitido volver los ojos hacia tu luz desde lejos o del fondo de mi abismo. Enséñame a buscarte, muéstrate al que te busca, porque no puedo buscarte si no me enseñas el camino. No puedo encontrarte si no te haces presente. Yo te buscaré deseándote, te desearé buscándote, te encontraré amándote, te amaré encontrándote.
VI. Reconozco, Señor, y te doy gracias, que has creado en mí esta imagen para que me acuerde de ti, para que piense en ti, para que te ame. Pero esta imagen se halla tan deteriorada por la acción de los vicios, tan oscurecida por el vapor del pecado, que no puede alcanzar el fin que se le había señalado desde un principio si no te preocupas de renovarla y reformarla. No intento, Señor, penetrar tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi inteligencia; pero deseo comprender tu verdad, aunque sea imperfectamente, esa verdad que mi corazón cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para llegar a comprender. Creo, en efecto, porque, si no creyere, no llegaría a comprender.

Oración (vatican.va): Señor Dios, Tú que suscitaste en san Anselmo un deseo ardiente de encontrarte en la oración y la contemplación en medio del ajetreo de las ocupaciones cotidianas, ayúdanos a buscar tiempo en el ritmo frenético de nuestra época, entre las preocupaciones y trabajos de la vida moderna, para conversar contigo, que eres nuestra única esperanza y salvación. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Un año de Catequesis con la Infancia Sembradora

Este año nuestro vecindario de El Siambón tuvo un regalo particular, un grupo de seis jóvenes dirigentes de la Infancia Sembradora, que forma parte del Movimiento Puente, se hicieron responsables de la catequesis de niños y adolescentes, preparándolos para recibir el sacramento de la Eucaristía (el 1 de noviembre, Solemnidad de Todos los Santos) y de la Confirmación (el 15 de noviembre). Entre ambos acontecimientos (el 7 de noviembre) organizaron una Jornada de convivencia con las familias, en la que participó el Abad Benito, para comenzar a planificar el año próximo.
Agradecemos a Dios Padre y a estos jóvenes por su servicio en la siembra de la Palabra/Presencia/Espíritu de Jesús en los corazones de nuestros hermanos más pequeños. Ahora a los vecinos y a los monjes nos toca seguir cuidando y regando, acompañando y rezando.

Algunas fotos del trabajo realizado y de las celebraciones compartidas.


















viernes, 20 de noviembre de 2015

San Anselmo de Canterbury, Meditatio III, De redemptionis Humanae (Tercera y última parte)




Texto: 3. Jesucristo ha sufrido porque ha querido
(VII) Repitamos que la naturaleza humana en este hombre ha sufrido, no por una necesidad cualquiera, sino por su sola y libre voluntad. No ha sucumbido a la violencia, sino espontáneamente, por bondad, por el honor de Dios y la utilidad de los otros hombres. Jesucristo ha soportado dignamente, por compasión, la malicia de los hombres; ninguna clase de obediencia le obligaba, pero su sabiduría omnipotente así le dispuso. No fue el Padre quien prescribió por la fuerza a este hombre que muriese, sino que él libremente hizo lo que en su pensamiento debía agradar a su Padre y aprovechar a los hombres. En efecto, el Padre no podía obligarle a pagar una deuda que no debía; pero, por otra parte, el Padre no podía menos de aceptar un honor tan grande, que espontáneamente, por su buena voluntad, le ofrecía, el Hijo. En esta forma el Hijo manifestó al Padre una obediencia libre, cuando quiso realizar espontáneamente lo que sabía que agradaría a su Padre. Pero como es el Padre quien le da esta buena voluntad, dejándole libre, ¿no se puede decir con razón que el Hijo la ha aceptado como si fuese una orden del Padre? Y así fue obediente para con su Padre hasta la muerte. Y según el mandato que su Padre le dio, así hizo. Y el cáliz que el Padre le dio, lo bebió. De igual modo, la perfecta y libre obediencia para, la naturaleza humana consiste en someter con plena conformidad su voluntad libre a la voluntad de Dios y en poner en acción esta buena voluntad recibida de Él, continuando sus obras hasta el fin, en una libertad intacta. Así rescató este hombre a todos los hombres cuando hizo considerar como una deuda pagada por éstos la obra que ha ofrecido a Dios libremente para satisfacerle. Con este precio, no solamente el hombre queda exonerado de sus faltas la primera vez, sino que también es acogido por Dios cada vez que vuelve a El por un digno arrepentimiento, aunque este arrepentimiento no es prometido al pecador. Nuestra deuda ha sido, por tanto, pagada por la cruz; por la cruz nuestra, Jesucristo nos ha rescatado. Los que quieren recurrir a esta gracia con disposiciones convenientes, se salvan; pero los que la desdeñan y no pagan la deuda que han contraído, se condenan en toda justicia.
He ahí, pues, ¡oh alma cristiana!, la virtud que te ha salvado; he ahí la causa de tu libertad, he ahí el precio de tu rescate. Estabas cautiva, has sido rescatada; eras sierva, estás liberada. Desterrada, estas aquí de vuelta; perdida, has sido encontrada; muerta, has sido resucitada. ¡Oh hombre, que tu corazón medite, saboree y rumie estas cosas cuando tus labios reciban la carne y la sangre de tu Redentor! Es el mismo. Haz de suerte que este recuerdo sea en tu vida tu pan cotidiano, tu alimento, tu viático; porque por él, y nada más que por él, permanecerás en Cristo y Cristo en ti; y en la vida futura tu alegría será plena.


Comentario:
El objeto en la meditación es la libertad de Dios, a través de Cristo, para liberar al hombre. Libertad y bondad del Hijo (no necesidad, ni violencia, sino perfecta y libre obediencia), honor y misericordia del Padre (aceptación y da la buena voluntad), utilidad y libertad del hombre. Si la expiación tuvo lugar por justicia, para reparar la pena contraída, también ocurrió por misericordia. El Padre ofreció al Hijo por amor a los hombres y Cristo se sacrificó por amor al Padre con un amor que superaba con creces las exigencias de la justicia, revelando la profundidad del amor de Dios e incitando al hombre a corresponderle (profundizado en Sto. Tomás) El concilio de Trento la introduce en el lenguaje dogmático: "Las causas de esta justificación son (...) la meritoria, su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos enemigos, por la excesiva caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre". En su absoluta libertad, Dios no tenía ninguna obligación de salvar al hombre. Igualmente, la obediencia del Hijo hasta la muerte fue una obediencia libre. El misterio trinitario es un misterio de amor espontáneo y gratuito, por el que el Padre permite, sin forzarla, la obediencia salvadora del Hijo. Padre e Hijo en un acto de amor aceptaron la muerte, aunque el Padre no desease el tormento de su Hijo."El Hijo libremente obedeció al Padre al querer libremente lo que él sabía que era su beneplácito". Dios ha querido asociar su propia libertad a una libertad humana, para manifestar y restaurar plenamente el honor debido a Dios y al hombre. La libre obediencia consiste en someter con plena conformidad la voluntad libre a la voluntad de Dios y en poner en acción esta buena voluntad recibida de Él, continuando sus obras hasta el fin, en una libertad intacta. En Cristo y su obra el honor del hombre coincide con el honor de Dios. Eucaristía –Memoria-Presencia. Dios no puede dejar sin recompensa el sacrificio de su Hijo, y como él no puede merecer nada para sí, no tiene deuda que pagar, traspasa a nosotros sus merecimientos.



Texto: 4. Acción de gracias al Redentor (Para el comentario personal)
(VIII) Pero, ¡oh Señor, que te has entregado a la muerte para que yo viva!, ¿cómo alegrarme de mi libertad, si no la he obtenido más que por tus propios lazos? ¿Cómo me felicitaré de mi salvación? Me ha venido por tus dolores. ¿Cómo complacerme en mi propia vida? Ha sido pagada por tu muerte. ¿Me voy a alegrar de lo que has sufrido, de la crueldad de esos hombres que te han hecho sufrir todo eso? Y, sin embargo, si no hubieran hecho todo eso, no hubieras sufrido, y si no hubieras sufrido, no tendríamos todos estos beneficios. Si lamento tus sufrimientos, ¿cómo haré? Ha brotado tanto bien, que no existiría sin ellos. Por lo demás, su malicia no ha podido hacer nada sin que tú mismo lo hayas permitido con pleno asentimiento; en fin, no has sufrido más que porque tu misericordia por nosotros así lo ha querido. Debo, por tanto, maldecir su crueldad, compadecer, imitándolos, tus dolores y tu muerte, pero también amar todo lo que has querido, agradeciendo tu piedad para con nosotros y saltando de júbilo, en toda seguridad, por todos los beneficios que he tenido.
Abandona, pues, ¡oh hombre de nada!, tu crueldad al juicio de Dios y ocúpate de lo que tú mismo debes a tu Salvador. Considera dónde estabas y lo que se hizo por ti, y piensa qué amor merece aquel que ha hecho por ti estas cosas. Mira tus necesidades, mira su bondad, mira qué acciones de gracias tienes que darle y todo lo que debes a su amor. Estabas en las tinieblas, deslizándote por la pendiente, en marcha hacia el abismo de donde no se sale más. Un peso inmenso como el plomo pendía de tu cuello y te arrastraba hacia los bajos fondos; una carga intolerable que pesaba sobre ti te oprimía; enemigos invisibles con todo su esfuerzo te empujaban al abismo. Y tú estabas sin ningún auxilio, y tú no lo sabías porque habías sido concebido y habías nacido así. ¿Qué era de ti entonces? ¿Dónde te llevaba todo eso? Acuérdate y tiembla; recuerda eso y gime.
(IX) ¡Oh buen Maestro Jesucristo!, yo estaba en esa situación y no pedía nada, ni siquiera pensaba en ello, y tu luz me ha iluminado y me has enseñado dónde me hallaba. Has arrojado de mí ese plomo que me arrastraba hacía abajo, apartado de mí esa carga que me aplastaba; has rechazado a los que me asaltaban; para mí bien, te opusiste a ellos. Me has llamado con un nombre nuevo que me has dado tomándolo del tuyo; me hallaba encorvado ante ti, y me has levantado diciendo: “Ten confianza; yo soy el que te he rescatado, he dado mi vida por ti. Si quieres unirte a mí, evitarás los males en que vivías y no caerás en el abismo a que corrías; y yo te conduciré al reino mío y te haré heredero de Dios, compartiendo contigo mi herencia”. Desde entonces me has tomado bajo tu protección, para que nadie perjudique a mi alma, a menos que ella quiera. Y he aquí que aun antes de que yo me haya unido a ti, tú me lo has aconsejado, no has permitido que caiga en el infierno; esperas aún que yo me una a ti, y ya guardas tu promesa.
Sí, Señor, yo era así, y has hecho eso por mí. Estaba en las tinieblas: no sabía nada, me ignoraba a mí mismo, me hallaba en la pendiente peligrosa, débil y muelle, deslizándome al pecado; bajaba hacia el abismo del infierno, porque por el hecho de nuestros padres primeros había caído de la justicia a la injusticia, por donde se va al infierno; había caído de la felicidad a la miseria del tiempo, por donde se cae a la miseria eterna. El peso del pecado original me arrastraba hacia los bajos fondos; la carga insoportable del juicio de Dios me oprimía, y mis enemigos los demonios, para hacerme más condenable aún por nuevos pecados, me perseguían con violencia cuanto podían. En este momento en que me hallaba destituido de todo auxilio, me has iluminado y me has mostrado cómo estaba. Porque por mí mismo yo no podía aún conocer esas cosas; sin que yo te lo pidiera, me has mostrado todo eso: los otros y lo que eran para mí y después a mí mismo. Has apartado de mí este plomo que me arrastraba, ese peso que me oprimía, a mis enemigos y sus ataques: este pecado en que yo había sido concebido y nacido y la condenación que le sigue; los has apartado de mí y has impedido a los espíritus malignos que hagan violencia a mi alma. Dándome tu propio nombre, me hiciste llamar cristiano; por ahí me declaro, y tú mismo me reconoces como uno de los rescatados; me has levantado, me has hecho subir hasta el conocimiento y el amor de ti mismo; me has dado confianza en la salvación de mi alma, por la cual diste la tuya, prometiéndome tu gloria si te seguía. Pero hasta este momento no te he seguido, como me aconsejaste; más aún, he cometido en gran número los pecados, que me habías prohibido, y todavía esperas que te siga y me das lo que me prometiste.

(X) Considera, ¡oh alma mía!, y mira todo lo que pasa dentro de mí y todo lo que mi ser debe a Jesucristo. Es evidente, Señor, que, puesto que me has hecho, me debo enteramente a tu amor; puesto que me has rescatado, me debo enteramente a ti; me has prometido tanto, que no solamente me debo enteramente a ti, sino que debo a tu amor más que a mí mismo, tanto más cuanto que tú eres mayor que yo, por quien te has dado y a quien aún te prometes. Yo te ruego, Señor, que me hagas gustar por el amor lo que gusto solamente por el conocimiento; que sienta por el corazón lo que no siento más que por la inteligencia; te debo más que a mí mismo, pero no tengo más, y por mí mismo no puedo darte lo que debo. Atráeme, Señor, a tu amor, pero enteramente. Puesto que soy tuyo por derecho de creación, haz que lo sea también por el amor.
Delante de ti, Señor, está mí corazón; quiere, pero por sí mismo no puede nada; haz tú lo que él no puede. Acógeme en la cámara cerrada de tu amor, te lo pido, llamo y golpeo. Tú que me lo haces pedir, haz que lo reciba. Tú quieres que busque: haz que encuentre. Tú que enseñas a llamar, abre al que golpea. ¿A quién das, si rehúsas al que te pide? ¿Quién puede encontrar, si el que busca queda frustrado? ¿A quién abres, si cierras cuando se llama? ¿Qué das al que no pide, sí rehúsas tu amor a quien lo solicita? Por ti sé desear, haz que lo obtenga. Estréchate a Él, alma mía, hasta la importunidad. ¡Oh tan buen Maestro!, no la rechaces; tiene hambre de tu amor; ella languidece, aliéntala; sáciala con tu ternura; que tu amor la fortifique, que tu amor la llene. Sí, que me llene y me posea enteramente, porque eres, con el Padre y el Espíritu Santo, el Dios único, bendito en todos los siglos de los siglos. Amén.


sábado, 14 de noviembre de 2015

San Anselmo de Canterbury, Meditatio III, De redemptionis Humanae (Segunda Parte)


Texto: 2. ¿Por qué el Altísimo se humilló?
(V) ¿Acaso una necesidad cualquiera obligaba al Altísimo a humillarse así, y al Todopoderoso a hacer lo que tanto debió costarle? Pero toda necesidad, toda imposibilidad está sometida a su voluntad; todo lo que quiere, ocurre necesariamente y todo lo que quiere que no sea, es imposible. Por su sola voluntad y porque su voluntad es siempre buena, todo lo que hace lo hace por pura bondad. Dios no tenía necesidad de que el hombre se salvase de esa manera; es la naturaleza humana la que tenía necesidad de que se satisficiese a Dios de esa manera. No había necesidad de que Dios sufriese tanto, pero el hombre tenía necesidad de reconciliarse con Dios en esa forma. Dios no tenía necesidad de humillarse hasta ese punto, pero el hombre tenía necesidad de ser arrancado en esa forma de las profundidades del infierno. La naturaleza divina no exigía ser humillada y sufrir; no lo podía. Pero convenía que la naturaleza humana de un Dios hiciese todo esto para restablecer nuestra naturaleza en el estado para el cual había sido hecha; ahora bien, ni ella misma, ni nada, ni nadie, excepto Dios, podía bastar a tal obra. Porque el hombre no puede por sí solo restablecerse en el estado que es su fin, a menos que se haga semejante a los ángeles, en los que no hay pecado; pero esto sería imposible a no ser que obtenga la remisión de todas sus faltas, y aun esto no se puede hacer más que después de una completa satisfacción.
Ahora bien, esta satisfacción, a su vez, tiene que ser tal, que el pecador u otro en su lugar dé a Dios algo de sí, algo que no fuese debido, y que, sin embargo, supere a todo lo que no es Dios. Porque pecar es deshonrar a Dios, lo que el hombre no debe nunca hacer, aun cuando a este precio hubiese de perecer todo lo que no es Dios. Así que la inmutable verdad y la clara razón exigen que todo el que haya pecado dé a Dios una reparación mayor a la injuria que no merecía. Pero como esta reparación no puede darla por sí sola la naturaleza humana, no podía tampoco ser reconciliada sin una justa satisfacción.

Comentario:
¿Necesidad cualquiera? Razones necesarias, racionalidad de la fe. Dios no tenía necesidad de que el hombre se salvase de esa manera; es la naturaleza humana la que tenía necesidad de que se satisficiese a Dios de esa manera. Subraya el aspecto sacrificial, no en el sentido de dolor, sino de obsequio u ofrecimiento hecho por amor. El pecado es la ausencia de orden, de justicia, es negar a Dios una cosa que le es debida, es por tanto deshonrar a Dios, porque se estropea la creación. Se dan dos opciones pena o satisfacción. Para restablecer el orden y reparar el daño es necesario darle lo que se le debe por la observancia de los mandamientos y por otra una ofrenda de obediencia, una justa satisfacción-reparación debida, que sea igual o mayor que la ofensa. Satisfacción (término que proviene del derecho romano) de una deuda contraída a la que está obligado en estricta justicia para restaurar el orden. Por haberle negado el honor debido debía compensarle ofreciendo alguna satisfacción no debida. Pero el hombre, que debe absolutamente todo a Dios, no tenía en realidad nada supererogatorio (más allá o además de la obligación, superan el deber positivo) para ofrecerle. De ahí la necesidad de Cristo, el cual, aunque no debía nada a la muerte, ofreció su vida como don para reconciliar a Dios con el hombre (Cur Deus homo?: Necesidad de una satisfacción por el pecado e impotencia del hombre para darla; necesidad de la Encarnación, necesidad de la satisfacción de un hombre-Dios). Dios no podía, porque no era conveniente: a) perdonar sin satisfacción (pecado impune-desorden, e injusticia, tratar al pecador igual que al no pecador), b) ni dejar al hombre sin reparación, y c) pero tampoco puede expiar ni satisfacer. La ofrenda debe ser hecha por un hombre ya que fue el autor de la desobediencia. Sin embargo, el hombre no puede ofrecer nada a Dios porque todo lo que tiene se lo debe, es decir no puede hacerlo dignamente; por lo tanto la ofrenda solo puede venir de Dios. En conclusión es necesario alguien que sea Dios y que sea hombre. Así la noción de deuda es usada en el sentido de lo que se debe a Dios es su honor y lo que se debe al hombre es asimismo su honor.


Texto: (VI) La bondad de Dios ha intervenido para que su justicia no dejase el desorden del pecado en su reino; el Hijo de Dios ha asumido en su persona la naturaleza humana para que en ésta un hombre se hiciese Dios y tuviese en sí un medio no sólo superior a toda esencia que no fuese Dios, pero aun a toda deuda que los pecadores debiesen saldar; y no debiendo nada por sí mismo, pagaría esa deuda por otros que no tenían con qué pagar lo que debían. Porque la vida de este hombre era más preciosa que todo lo que no es Dios mismo, y supera a toda deuda exigible de los pecadores para su reconciliación. Porque si la crucifixión del Hijo de Dios tiene más valor que toda la muchedumbre y enormidad de los pecados que se puedan imaginar, fuera de la persona misma de Dios (el cual no puede pecar), es evidente que su vida tiene más excelencia que malicia hay en los pecados posibles todos, siendo éstos extraños a la persona de Dios. Y esta vida, el hombre-Dios, que en justicia no debía morir, puesto que no era pecador, la ha dado espontáneamente, por sí mismo, por el honor del Padre; ha permitido que le fuera quitada por un motivo de justicia, para dar a todos los hombres ese ejemplo y esa enseñanza: que la justicia de Dios no debía ser traicionada por ellos bajo el pretexto de que la muerte podía imponerse, de necesidad estricta, para saldar su deuda; porque El, que podía evitar esa muerte en toda justicia y no tenía por qué arriesgarla, quiso con plena conformidad aceptarla por razón de justicia. Así la naturaleza humana, en este hombre, ha dado a Dios libremente, y no como una cosa debida, lo que le pertenecía, a fin de rescatarse ella misma en los otros, en los cuales esta misma naturaleza no podía pagar la deuda exigida de ella. En todo esto, la naturaleza divina no ha sufrido humillación, pero la naturaleza humana fue restaurada; la primera no ha sido disminuida, la segunda fue misericordiosamente auxiliada.

Comentario:
Misericordia y justicia. Encarnación redentora en función del pecado (crítica desde la perspectiva histórico salvífica). La vida la ha dado libremente, por si mismo, por el honor del Padre. Nombres de Cristo: Buen Samaritano-amigo-inocente. Vida y Cruz pagan la deuda. Como dijimos la desobediencia no puede quedar equiparada con la obediencia, por eso se plantea el problema de cómo se coordinan misericordia y justicia: la misericordia es siempre la primera y la justicia es sólo una manera de cumplir dicha misericordia. Para algunos el problema reside en la influencia de la concepción feudal del honor y de su venganza; la dificultad de la reconciliación estaba de parte de un Dios indispuesto hacia el hombre, y por tanto era necesario disponerle bien para que accediese a la reconciliación. Se trataría de cambiar la disposición divina, aplacando a un Dios airado, enojado que exige jurídicamente un pago de sangre para poder perdonar, y que en lugar de cobrárselo a los culpables, se lo cobra a un inocente, pero Dios no puede querer ningún pecado con una voluntad de beneplácito. Estos mismos subrayan que sólo se atribuye valor salvífico a la muerte, a la sangre y al sufrimiento, que dan satisfacción por el pecado, la encarnación solo sería el paso previo para tener un cuerpo mortal en el que poder pagar esta deuda. Jesús murió por nuestros pecados, es decir que la humanidad pecadora lo mató, no por justicia divina, sino por injusticia humana. El lenguaje jurídico tomado de S. Pablo no llevó a Anselmo hasta el extremo de pensar que la esencia de la salvación era una transacción jurídica. El mismo hace decir a su interlocutor Boso que "sería extraño que Dios de tal manera necesitara y se deleitara en la sangre de un inocente, de suerte que no quisiera o no pudiera salvar al culpable más que por la muerte de este inocente" (Cur Deus homo, I, 10). En la liturgia que ejerce la obra de nuestra redención (SC 2). Eucaristía-sacrificio. Orientación del presidente y de la asamblea.




sábado, 7 de noviembre de 2015

San Anselmo de Canterbury, Meditatio III, De redemptionis Humanae (Primera Parte)

Adaptación del texto y comentarios de Pedro Edmundo Gómez, osb
(Conferencia "Lectio Pascual", Córdoba, 15 de abril del 2015)


Introducción:
Parte del Corpus Espiritual:
Meditación I: Meditación para excitar el temor;
Meditación II: Lamentación sobre la virginidad perdida;
Meditación III. (1099-1100 o 1103-1104) Meditación sobre la redención del hombre. (en relación con la Epistola de Incarnatione Verbi y al Cur Deus Homo).
¿Cómo leerla?: “Estas meditaciones u oraciones han sido escritas y publicadas para excitar el alma del lector al amor y al temor de Dios y al examen de sí mismo. No hay que leerlas en medio del tumulto, sino con calma; no apresuradamente, sino lentamente, en pequeños trozos y parándose a reflexionar en ellos. No es necesario que las termine, sino que puede detenerse donde la gracia de Dios más fervor le inspire y más devoción sienta. Tampoco es necesario que comience siempre por el comienzo del capítulo; se puede repetir lo que procure más agrado, porque no he establecido estas divisiones en párrafos para obligar a comenzar aquí o allí, sino con el fin de que la abundancia y la frecuente repetición de las mismas cosas no engendren al fin el disgusto. Ante todo, que el lector sepa recoger aquello para lo cual han sido compuestas estas oraciones: el amor de la piedad” (Prólogo).

Texto: 1. ¿Quién nos ha salvado? (I) ¡Oh alma cristiana, alma resucitada de una muerte opresora, alma a la que la sangre de Dios ha rescatado y liberado de una servidumbre desgraciada!, reanima tu pensamiento, acuérdate de tu restauración, piensa en tu rescate y liberación. Pregúntate dónde y por qué virtud fuiste salvada, entrégate a meditar estas cosas, gózate en esta contemplación, sacude tu aburrimiento, haz violencia a tu corazón, estate atento a estos pensamientos, saborea la bondad de tu Redentor, gusta la dulzura de sus palabras, más suave que la miel; saborea ese paladar saludable. Aliméntate con su pensamiento; saboreándole comprenderás, te deleitarás en el amor y la alegría. Come y alégrate, saborea y está alegre. ¡Es tan dulce este alimento!

Comentario:
Clave metodológica. Invitación al alma (cristiana/redimida/redenta) a saborear-meditar en- su salvación/Salvador. Cambio de condición: resurrección-muerte, liberación-servidumbre, por la sangre de Dios. Pasos: reanima/sacude tu aburrimiento/haz violencia-acuérdate-piensa/estate atento-pregúntate-medita-goza-saborea-come-alégrate. Teología: dogmática, espiritual/experiencial/sapiencial, de un corazón racional. Gustar es entender. Dulzura.

Texto: (II) ¿Dónde está, pues, esta virtud, y qué fuerza es la que te ha salvado? No hay duda, es Jesucristo quien te ha resucitado. Es el buen Samaritano quien te ha curado, el amigo bienhechor, que ha pagado con su propia vida tu rescate y tu liberación. Es Cristo. La fuerza que te ha salvado, es su fuerza. ¿Dónde está esta fuerza de Cristo? Se halla aquí: “Todo poder está en sus manos, allí está oculta su fuerza” (Hab 3, 4) (“Resplandece como la luz, y de sus manos salen rayos-cuernos, en los cuales se esconde su poder”). Ahora bien, el poder está en sus manos porque han sido clavadas en los brazos de la cruz. Pero ¿dónde está la fuerza en tal debilidad, dónde la grandeza en tal humillación, dónde el respeto posible en tal abyección? Hay ciertamente algo desconocido, oculto, misterioso, en esta debilidad, en esa humillación, en esa abyección. ¡Oh fuerza oculta! Un hombre suspendido en la cruz salva a todo el género humano, al que oprimía una muerte eterna; un hombre clavado en la cruz rompe los lazos que tenían al mundo en una muerte sin fin. ¡Oh poder desconocido! Un hombre condenado al mismo tiempo que unos criminales, salva a los hombres, condenados con los demonios! ¡Un hombre extendido sobre un suplicio atrae todo a él! ¡Oh virtud misteriosa! ¡Una sola alma que se escapa de los tormentos arranca del infierno otras almas en número incalculable! Un hombre sufriendo la muerte del cuerpo rescata las almas de la muerte.

Comentario:
¿Dónde y por qué virtud fuiste salvada? ¿Dónde está esta virtud, y qué fuerza es la que te ha salvado? Nombres de Jesucristo: Buen Samaritano, amigo, Cristo. En la cruz: fuerza en la debilidad, grandeza en la humillación, respeto en la abyección. Se repite “un hombre”, esto es importante.


Texto: (III) ¿Por qué, buen Maestro, tierno Redentor, Salvador que purifica, por qué has ocultado tal fuerza en tan gran bajeza? ¿Será para engañar al demonio, quien al engañar al hombre le había hecho arrojar fuera del paraíso? Pero la verdad no puede engañar a nadie. Todo el que ignora la verdad o no cree en ella, se engaña; todo el que sabe la verdad, pero se sirve de ella para odiarla o desdeñarla, va por mal camino. En cambio, la verdad no engaña a nadie. ¿Pero entonces será para que el demonio mismo se engañase? Tampoco, porque, si la verdad no engaña a nadie, no puede tener por fin llevar al error; en este caso se podría decir que es ella la que produce el error, puesto que lleva a él. No, Señor; tú no has tomado la naturaleza humana con el designio de ocultar lo que ya sabíamos, sino para manifestar lo que ignorábamos. Habiendo afirmado que eras verdadero Dios y verdadero hombre, te has mostrado tal por tus obras. Acontecimiento misterioso en sí mismo, que no has tenido oculto por placer. No se ha realizado para quedar oculto. Se ha verificado de una manera conforme a su naturaleza, no para engañar a nadie, sino porque era necesario que así ocurriese. Si puede llamarse misterioso, es solamente en este sentido: que no ha sido revelado a todos. Porque, si la verdad no se manifiesta a todos, sin embargo no se niega a nadie. Si has obrado así, Señor, no ha sido seguramente para engañar ni para que tal o cual pudiera engañarse; has hecho lo que había que hacer y de la manera que convenía; en todo y por todo has permanecido en la verdad. Todo el que se ha engañado ante la luz de tu verdad, que se acuse de su mentira en lugar de quejarse de ti.

Comentario:
Nombres de Cristo: Maestro, sobre todo Redentor, Salvador. ¿Por qué has ocultado? Para: A) Engañar al demonio, B) El mismo se engañase, C) Era necesario que así ocurriese. Misterio de la Encarnación y la verdad.

Texto: (IV) ¿Tenía el demonio alguna justa queja contra Dios o contra el hombre para que Dios se declarase a favor del hombre contra él, sin declararle una lucha abierta? Puesto que el demonio injustamente había matado al hombre, aún todavía en la inocencia, era necesario en toda justicia que perdiese un poder que ahora ejercía sobre los hombres hechos malos. Dios, desde luego, no debía nada al demonio, sino es su castigo, y el hombre no le debía más que su venganza; así como el hombre se había dejado vencer demasiado fácilmente por él pecando, de igual modo había de vencerle a su vez conservando una inocencia perfecta, aun con peligro de su vida. Pero el hombre no debía esta victoria más que a Dios sólo. Porque no había pecado contra el demonio, sino contra Dios; no era del demonio, sino que uno y otro, el hombre y el demonio, pertenecían a Dios. Y cuando el demonio maltrataba al hombre, no obraba por un celo de justicia, sino de perversidad; no es que Dios se lo ordenase; solamente lo permitía; lo exigía la justicia de Dios, no la del demonio. No había, por consiguiente, del lado del demonio ningún motivo por el cual Dios hubiera debido ocultar o diferir la acción de su poder cuando luchaba contra él para salvar al hombre.


Comentario:
Lucha espiritual. Supera la teoría de los “derechos del demonio” que exigían pago por parte de Dios y del hombre. Si se tratara de ellos, la cuestión se hubiera podido resolver con la encarnación. Lucha-victoria ya lograda. Lo exige la justicia de Dios. Ningún motivo del lado del demonio. Se distancia de la tradición patrística, de san Agustín: el hombre bajo el dominio del demonio por mandato de Dios. No hay una deuda que pagar por sus derechos relativos sobre el hombre, ni porque se haya excedido en sus derechos sobre Cristo.