Así era el desgraciado muchacho que
el 25 de diciembre de 1886 fue a Notre Dame (Nuestra Señora) de París para
asistir a los oficios de Navidad. Entonces, empezaba a escribir y me parecía
que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior,
encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes.
Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre,
asistía con un placer mediocre a la misa mayor. Después, como no tenía otra
cosa que hacer, volví a Vísperas. Los niños del coro, vestidos de blanco...
estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie
entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la
derecha del lado de la sacristía. Entonces, se produjo el acontecimiento clave:
en un instante, mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión,
con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal
certeza que no dejaba lugar a ninguna clase de duda. De modo que todos los libros,
todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida no han podido
sacudir mi fe ni, a decir verdad, tocarla. De repente, tuve el sentimiento
desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios. Era una verdadera
revelación interior. Fue como un destello: “¡Dios existe y está ahí! ¡Es
alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama!” Las lágrimas y sollozos
acudieron a mí y el canto tan tierno del “Adeste”, aumentaba mi emoción. Dulce
emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de
horror, ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas... La religión
católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus
sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio
y hasta el asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía
en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido,
simplemente, es que había salido de él. Un ser nuevo, formidable, con terribles
exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me
sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba. La única
comparación que soy capaz de encontrar para expresar ese estado de desorden
completo, en que me encontraba, es la de un hombre al que, de un tirón, le
hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio
de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y para mis gustos era lo más
repugnante, resultaba, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que, de buen o
mal grado, tenía que acomodarme. Al menos, no sería sin que yo tratara de
oponer toda la resistencia posible. Esta resistencia duró cuatro años. Me
atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y
completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y
tuve que abandonar una tras otra las armas que de nada me servían. Ésta fue la
gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur
Rimbaud escribió: “El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los
hombres”.
Claudel, Paul. “Mi
conversión”, Contacts et circonstances,
Gallimard, París, 1940, p. 11 ss.
“En la iglesia de San Francisco en
La Habana, cuando comenzó el Credo, algo dentro de mí se fue como un trueno y
sin ver nada ni aprehender algo extraordinario a través de cualquiera de mis
sentidos (mis ojos estaban viendo sólo lo que estaba allí, la iglesia), sabía
con la mayor certeza absoluta e incuestionable que ante mía, entre mí y el
altar, en algún lugar del centro de la iglesia, en el aire (o en cualquier otro
lugar porque no hay lugar), sino directamente ante mis ojos, o directamente presente
a una aprehensión mía por encima del sentido, estaba al mismo tiempo Dios en
toda su esencia, todo su poder, Dios en la carne y Dios en sí mismo y Dios
rodeado por los rostros radiantes de los miles de millones de números
incontables de santos contemplando su gloria y alabando su santo nombre. Y así
la certeza inquebrantable, el conocimiento claro e inmediato de que el cielo
estaba delante de mí, me golpeó como un rayo y se fue a través de mí como un
destello de luz y parecía levantarme limpio fuera de la tierra”
Thomas Merton, « Run
to the Mountain: The Story of a Vocation », The Journals
of
Thomas Merton, vol. 1, 1939–1941, Harper, San Francisco, 1995, p. 218.
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