El monje abrió los ojos lentamente y contempló la
huerta cubierta de nieve.
—Permítame que le pregunte algo —dijo, como si no
hubiese oído las últimas palabras de su visitante—: ¿cómo cierra usted las
puertas? ¿Las deja entreabiertas, las empuja suavemente o tal vez las cierra de
golpe?
La señorita Prim abrió los ojos sorprendida, pero
inmediatamente recuperó la compostura. Ahora estaba segura, aquel anciano había
perdido la cabeza.
—Creo que las dejo entreabiertas o las empujo
suavemente. Nunca doy portazos, eso desde luego.
—A los cartujos, durante su noviciado, se les enseña a cerrar
las puertas volviéndose para activar cuidadosamente su mecanismo, sin
empujarlas ni dejar que se cierren solas. ¿Sabe por qué se les exige eso?
La señorita Prim respondió que no acertaba a
imaginárselo.
—Para que aprendan a no apresurarse, para que aprendan a
realizar una cosa detrás de la otra, para entrenarlos en la mesura, en la
paciencia, en el silencio y la observancia de cada gesto. —El anciano hizo una
pausa—. Se preguntará usted por qué le cuento esto. Se lo cuento porque ése es
el espíritu con el que hay que emprender un viaje, cualquier viaje. Si lo
realiza apresuradamente, sin reposo ni pausa alguna, volverá sin encontrar lo
que busca.
—El problema —respondió la bibliotecaria después de meditar
aquellas palabras— es que yo no sé qué estoy buscando.
El monje la miró con ojos compasivos. —Entonces quizá
el viaje le permita averiguarlo.
La señorita Prim suspiró. Había temido que el viejo
monje tratase de adivinar los agujeros negros de su vida, había temido que la
taladrase con la mirada y adivinase hasta el más oscuro de sus secretos. Pero
aquel hombre no era nada más que un viejecito amable y cansado, no el terrible
visionario con un pie en cada mundo que ella había temido encontrar.
—Me habían dicho que era usted capaz de leer en las
conciencias. Me advirtieron que me diría cosas que me sorprenderían y me
turbarían —dijo de pronto.
El anciano se estremeció bajo el viejo hábito y después
habló con una extraña dulzura.
—Hace muchos años, cuando yo era solo un joven, tuve un
maestro. Él me enseñó que el sacerdote, todo sacerdote, debe ser siempre un
caballero.
La bibliotecaria parpadeó sin
comprender.
—Ha venido usted aquí con el temor de que yo le dijese algo
que la asombrase, la turbase o la agitase. ¿Qué clase de cortesía sería la mía
si hubiese obrado así la primera vez que viene a verme y sin haberme pedido
apenas consejo? No tenga miedo de mí, señorita Prim. Estaré aquí para usted.
Estaré aquí esperando a que encuentre lo que busca y a que regrese dispuesta a contármelo.
Y puede estar segura de que estaré con usted, sin salir de mi vieja celda,
incluso mientras lo busca.
—Se puede ir al fin de mundo sin salir de una
habitación —murmuró la bibliotecaria.
—Me han dicho que valora usted la delicadeza y que añora
la belleza —continuó el anciano—. Busque entonces la belleza, señorita Prim
Búsquela en el silencio, búsquela en la calma, búsquela en medio de la noche y
búsquela también en la aurora. Deténgase a cerrar las puertas mientras la
busca, y no se sorprenda si descubre que ella no vive en los museos ni se esconde
en los palacios. No se sorprenda si descubre finalmente que la belleza no es un
qué, sino un quién.
Texto tomado de El despertar de la Señorita Prim, Planeta, 2013.
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