De las Homilías del
cardenal Joseph Ratzinger, Papa Benedicto XVI
(22 de julio de 1986, Cuzco, Perú: L’Osservatore Romano, 10 de agosto
de 1986)
Santa María Magdalena ha sido
considerada digna de ver, la primera entre los hombres, al Señor resucitado.
Ella ha sido la primera en experimentar la alborada del sol de la historia.
Ella ha sido la primera en ser llamada por su nombre por el Resucitado: ¡María!Ella ha sido la primera que pudo
decir: ¡He visto al Señor! Por otra
parte, fue a ella a quien por primera vez se dijo que no era posible retener al
Señor, que no era posible tenerlo solo para sí misma, encerrarlo en una amistad
privada, independientemente de los demás. Cuando ella quería hacer esto y
seguir sola abrazando al Señor, olvidando el resto del mundo por la alegría de
haberlo encontrado, entonces le fue dicho: «Tú no puedes retenerme, ve donde tus hermanos y dales el
anuncio». Podemos retener con
nosotros al Señor solo en la medida en que aparentemente alejándonos de él lo
llevamos a nuestros hermanos. En efecto, el Señor mismo está en movimiento: él
sube a su Padre y nuestro Padre. Él
está en camino hacia el Padre. No lo encontraremos mientras estemos intentando retenerlo
con nosotros, sino cuando nos pongamos en movimiento con él, solo cuando
subamos al Padre con él. De esta manera, en el evangelio de la Magdalena, se
compendian maravillosamente las condiciones y la dirección de todo apostolado.
La primera consiste en el amor profundo
por el Señor, que hace salir a su búsqueda desde la madrugada, es decir, son órdenes exteriores,
sin ser vistos, antes de cualquier otro deseo u obra propia. El amor no mide las
horas de servicio; mantiene despierto el corazón, pues, en efecto, solo el
corazón despierto que busca puede encontrarlo. El Señor se manifiesta a quien
busca y así podremos decir: «Yo
he visto al Señor». Y solo
quien lo ha visto puede anunciarlo. El apostolado presupone siempre un
encuentro personal con Cristo, que lo conozcamos personalmente en nuestro
interior. Solamente entonces podemos llevarlo a los demás.
Pero, precisamente en este punto, llega
una tentación: aquella de querer permanecer solo junto al Señor, de refugiarse
en la religiosidad personal. En la historia de los santos se puede constatar
siempre de nuevo esta tentación, basta pensar en Agustín, en Benito, en
Gregorio Magno, en Francisco de Asís. Y así se presenta nuevamente la
advertencia: ¡No me retengas! ¡Ve donde
tus hermanos y búscame al lado del Padre! Estos dos movimientos, que
aparentemente se encuentran en contraste entre sí, son en cambio inseparables
el uno del otro. Quien no va donde sus hermanos pierde a Cristo mismo. Quien no
lo ama junto con la Iglesia, se aleja de él. Quien no posee el amor por los
hermanos no está en la luz, sino en las tinieblas. Sin embargo el amor fraterno
y el anuncio a los hermanos deben ser al mismo tiempo un ir hacia el Padre, un
resurgir juntos con Cristo resucitado. El amor fraterno no puede reducirse
solamente a un mejoramiento del mundo, pues el mundo no se mejora si se quita
aquel sol del que depende toda vida. Amamos verdaderamente a los hermanos solo
cuando les damos algo más que cosas materiales. Los amamos en verdad solamente
si damos una respuesta a su hambre más profunda: el hambre de la verdadera luz
del mundo, del verdadero calor. Amamos verdaderamente a los hermanos solo si
los ayudamos a subir con Cristo hacia el Padre, a superar lo cotidiano y a
encontrar el sol de la historia, el Señor resucitado.
Estos pensamientos podrían resumirse con
las palabras que la Iglesia coloca en nuestros labios en la oración litúrgica
de este día: «Señor, Dios
nuestro, concédenos a nosotros anunciar siempre a Cristo resucitado y verle un
día glorioso en el reino de los cielos. Amén».
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