Un tímido valiente
Hna. Cristina
Azabal (Mercedaria)
Hace años, cuando investigaba sobre la vida
de Monseñor Romero, leí que alguien lo había definido como un “tímido valiente”. Me gustó mucho,
quizá porque yo misma me he sabido siempre así (tímida, no valiente…).
Cuando el viernes temprano recibí el mensaje
que me anunciaba la muerte del Padre Benito, supe que debía escribir algo sobre
él… porque una vida tan rica y tan oculta, merece ser conocida. Por cierto, se
trata sólo de mi humilde testimonio.
Lo conocí hace casi diez años, al poco
tiempo de llegar a Tucumán. Fui a buscar al Monasterio ese espacio de silencio,
oración e intimidad con Dios que alimenta la vida apostólica de los que hemos
sido llamados por Jesús a seguirlo por los caminos y en los lugares de mucho
dolor.
En muchas, muchas ocasiones nos encontramos
en la capilla del Santísimo, antes de las Vísperas y de la Misa. No sé por qué,
pero recuerdo sobre todo las tardes muy frías del Siambón en las que el calor
del Corazón de Jesús Eucaristía nos hacía apretujarnos a su alrededor: el Padre
Benito, el Padre José, el Padre Edmundo y…yo.
Sus homilías me animaban, en especial, su
fidelidad al Evangelio al que siempre presentaba como desafío. Cada vez que se
daba la ocasión se lo decía y él, con sencillez, me respondía, sonriente: “Está colgado en la página (del
Monasterio)”. Humildad llena de verdad, como le gustaba a San Benito.
El Padre Edmundo se ordenó en una fecha muy
cercana a la Navidad. Yo venía de unos días “de fuego” y necesitaba del
silencio monástico para recuperar la serenidad.
La casa de huéspedes había quedado sin
hospederos. Sin embargo, me permitió quedarme allí sola y con una delicadeza
increíble, cuando se lo agradecí, me respondió que él me agradecía a mí que
cuidara la casa. Fue una Navidad inolvidable y sanadora.
En un crudo invierno en el que me había
retirado unos días, bajé en la madrugada de la Fiesta de San Benito a rendir una materia de la Diplomatura
en Adicciones y regresé para la Misa. Mientras saludaba a los monjes a la
salida de la Iglesia, se acercó él y antes que lo felicitara por la fecha me
dijo, conmovido: “¡Qué hermoso lo que
escribiste sobre ese preso!”. Alguien había dejado en la hospedería una
Revista Vida Pastoral en la que habían publicado un artículo mío: “Martín de Dios”, en el que relataba la
vida de un chango, Martín, que se había ahorcado en el Penal.
Al día siguiente, compartimos una fiestita
de cumpleaños de la niña de unos amigos, nos sentamos juntos y, antes de
terminar de acomodarnos, soltó: “¿Cómo es
la cárcel?...Nunca entré en una…”. Hablamos toda la noche y admiré su
corazón compasivo.
Varias veces me hospedé con los monjes en la
Semana Santa. Me daba la bienvenida. Le preocupaba que estuviera bien. Y me lo
hacía saber.
Últimamente, a partir de mi enfermedad, se
acercó siempre a saludarme, cariñoso, y a interesarse por mi salud. La última
vez, en la Ordenación Episcopal del Padre Carlos. Quién hubiera pensado que era
la despedida.
Era tímido, éramos tímidos. Quizá por eso
nos caíamos bien.
Admiré su energía. Sus esfuerzos por poner
bonito el Monasterio. Su preocupación por todo y por todos.
Los políticos son hábiles para obtener sus
slogans y contratan para ello especialistas. Hace un tiempo, escuché uno del
oficialismo creo, que decía: “Haciendo lo
que hay que hacer”.
Creo que el Padre Benito lo vivió en
profundidad pero no para candidatearse, sino para cumplir en verdad y en
caridad, su misión de Padre (Abad).
Hizo lo que le tocaba hacer poniendo en ello
todo el corazón y por eso, de tímido pasó a ser un “tímido valiente”, que se venció a sí mismo para servir a Dios y en
Dios, a todos, sus hermanos y los que tuvimos la gracia de conocerlo y
disfrutar de su hospitalidad y sus enseñanzas hechas vida.
Y como dijo el Padre José, despidiendo a su
Abad y, al mismo tiempo, a su hermano menor, nos queda la paz y la alegría de
saber que llegó al Lugar adonde siempre se encaminó, sin perderlo de vista.
Gracias, Padre Benito, porque ya no nos
dejarás nunca solos, sino que nos estarás esperando en cada rosal, en cada
rincón, en cada oración, en cada Eucaristía de tu querido Monasterio. Hasta
vernos, hermana Cristina.