I. Los
monjes de Vicovaro y el vino envenenado
Texto: San Gregorio, Diálogos II, 3:
“2.
No lejos de allí existía un monasterio cuyo abad había fallecido, y toda su
comunidad se dirigió al venerable Benito, pidiéndole insistentemente que fuera
su superior. Él, negándose, difirió su asentimiento durante mucho tiempo,
diciéndoles de antemano que las costumbres de él y las de ellos no podrían
coincidir. Pero vencido finalmente por sus reiteradas súplicas, dio su
consentimiento. 3. Mas él velaba por la observancia de la vida regular del
monasterio, no permitiendo a nadie desviarse -como lo habían hecho hasta
entonces- por actos ilícitos del camino de perfección, ni hacia la derecha ni
hacia la izquierda. Los hermanos de quienes se había hecho cargo,
insensatamente enfurecidos, empezaron a acusarse a sí mismos por haberle pedido
que los gobernara, ya que su vida torcida estaba en pugna con aquella norma de
rectitud. Dándose cuenta de que bajo su gobierno no se les permitirían cosas
ilícitas, se dolieron de tener que renunciar a sus costumbres, y les pareció
demasiado duro verse obligados a aceptar cosas nuevas con su espíritu
envejecido. Puesto que la vida de los buenos resulta intolerable a los de
costumbres depravadas, empezaron a tramar el modo de darle muerte. 4. Después
de decidirlo en consejo, mezclaron veneno en el vino. Cuando según la costumbre
del monasterio se le presentó al abad, sentado a la mesa, el vaso de cristal
que contenía la bebida envenenada para que lo bendijera, Benito extendió la
mano e hizo la señal de la cruz, y con ella el vaso que estaba a cierta
distancia, se rompió, y a tal punto se hizo añicos como si a ese vaso de muerte
en lugar de la señal de la cruz, le hubieran dado con una piedra. El hombre de
Dios comprendió en seguida que el vaso había contenido una bebida de muerte, ya
que no pudo soportar la señal de la vida. Al instante se levantó, y con rostro
sereno y ánimo tranquilo convocó a los hermanos y les dijo: “¡Que Dios
omnipotente tenga misericordia de ustedes, hermanos! ¿Por qué quisieron hacer esto
conmigo? ¿Acaso no les dije de antemano que mis costumbres no eran compatibles
con las de ustedes? Vayan y búsquense un Padre de acuerdo con sus costumbres,
porque en adelante en modo alguno podrán contar conmigo”. 5. Acto seguido,
volvió al lugar de su amada soledad y sólo, bajo la mirada del Espectador
divino, habitó consigo”[1].
Comentario del
P. Adalbert de Vogüé, osb.
“Decididamente, Benito no sale de una
prueba sino para entrar en otra. No bien triunfa de la lujuria, la irradiación
que resulta de esta victoria es la causa de un nuevo combate. Su naciente
prestigio de maestro espiritual, hace que una comunidad monástica lo elija como
abad y estos monjes, que son malos, le procuran una tentación análoga a la de
la mujer cuyo recuerdo tanto lo había atormentado.
De hecho, estos dos episodios no
solamente se encuentran uno a continuación del otro sino que se asemejan. Tanto
en uno como en otro, una señal de la cruz rechaza el mal. Tanto en uno como en
otro también, Gregorio habla de derrota: “casi vencido” por la voluptuosidad,
Benito resulta efectivamente “vencido” por las reiteradas súplicas de los
monjes. Aquello que casi realiza en el primer caso -abandonar su desierto-, lo
cumple efectivamente en el segundo.
Tanto en un caso como en el otro, se trata
de “volver en sí”. La primera vez, esta vuelta en sí se opera, por la gracia de
Dios, luego de un instante de extravío, y salva al joven monje de la caída. La
segunda vez, pese a que abandona su gruta, Benito no se deja arrastrar fuera de
sí. En el momento crítico, su pronta decisión de abandonar su cargo y de volver
a su querida soledad, le permitirá “habitar consigo” sin interrupción. Pero se
libró por un poco de esa fatal salida de sí que ilustra la parábola del Hijo
Pródigo, de quien el Evangelio dice que “volvió en sí”, desde lo más profundo
de su miseria.
De modo que nos encontramos con una
nueva tentación, una nueva prueba. A la seducción de la mujer, sigue la
oposición de los hombres. A la atracción del placer carnal, se sustituye la
trampa de la autoridad, la preocupación excesiva de una responsabilidad
pastoral ejercida en vano. Esta vez Benito se arriesga, no ya a abandonar el
servicio de Dios y volver al mundo, sino más sutilmente, en el seno mismo de la
vida religiosa, a perder la paz interior, la “luz de la contemplación”, la
visión de sí mismo y de Dios.
Así como había sucedido la vez anterior,
Benito sale victorioso de esta prueba. El descubrimiento del atentado
perpetrado contra su vida no consigue turbarlo. Por el contrario, este descubrimiento
le sugiere inmediatamente el retiro liberador que custodiará su paz contra el
inminente naufragio. Abandona esta autoridad que no ha buscado, que incluso
durante mucho tiempo ha rechazado, sin tardanza ni pesar para volver a su amada
soledad.
Y la actual victoria, igual que las dos
anteriores, tiene también como recompensa una irradiación ejercida sobre las
almas. Por haber renunciado a una vana autoridad por su bien espiritual, Benito
ve llegar a su refugio a los hombres que buscan el servicio de Dios. Ha
abandonado un monasterio y funda doce. Así llega a su culminación la progresión
que hemos observado. La influencia de Benito que ha comenzado modestamente por
medio de algunas buenas palabras dirigidas a los visitantes laicos, se hizo más
profunda luego de la segunda tentación: la gente comenzó a dejar el mundo para
ponerse bajo su dirección. Ahora se da un nuevo paso: se organizan verdaderas comunidades.
Primero seglares; luego aspirantes a la vida perfecta, finalmente monjes
cenobitas: estos son los trofeos cada vez más nobles de aquellos combates.
Para completar esta mirada
retrospectiva, observemos ciertas correspondencias entre los tres ciclos ya
recorridos. En el primero, Benito se va al desierto para huir de su popularidad
entre los seglares. En el segundo, permanece allí a pesar del deseo de una
mujer. En el tercero vuelve allí, huyendo del odio de los malos monjes. La
estima de los hombres lo llevó a la soledad, su hostilidad lo vuelve a traer…”[2].
Comentarios del
P. Anselm Grün, osb.
“Después de la sexualidad, la energía
vital más fuerte de que dispone el ser humano es la agresión. En la agresividad
de los monjes de Vicovaro, Benito se encontró con su propia agresión, que había
reprimido. La agresión reprimida sigue ejerciendo su influjo desde las sombras
sobre los individuos y su entorno. El que ha reprimido su agresión hace
agresivos a los demás. Esto es lo que Benito acaba de experimentar
dolorosamente. Ahora, se retira en sí mismo. Mora totalmente en sí mismo,
presta atención a sí. Como escribe Gregorio, ‘no alejó fuera de sí el ojo de su
espíritu’ (V 185). Por lo visto, Benito hace aquí la experiencia de que Dios
sólo vive en él si él vive en sí. Sólo si Benito habita toda su casa, también
los ámbitos de la sexualidad y la agresión, inundará Dios su casa con su luz.
Benito deja de proyectar hacia otros su sexualidad y su agresión. Las ve en sí
mismo. De ese modo, ambas regiones vitales pueden transformarse y servirle en
su camino espiritual”[3].
“Todavía no había progresado tanto como
para que su vida espiritual pudiera contagiar también a los hombres no
espirituales. Todavía su amor no era tan fuerte como para poder transformar
incluso el odio. Pero, quizá, precisamente este fracaso fue para Benito una
experiencia necesaria y saludable. Se dio cuenta de que en él había todavía más
rigor masculino que bondad maternal, y que el rigor puede provocar muchas veces
en el otro una resistencia encarnizada hasta endurecer las posiciones y hacer
imposible una convivencia provechosa. Evoca en el otro sólo veneno, sin poder
curarlo. Descubre las faltas, sin superarlas y de esta manera, se vuelve para
él una amenaza mortal.
Es peligroso tratar de guiar a otros
demasiado temprano. Uno cree que ya se ha encontrado con la sombra. Pero
entonces el trato con gente difícil es una prueba necesaria para ver hasta qué
punto uno ha asumido realmente su sombra. La experiencia de Benito con los
monjes de Vicovaro muestra que, en la maldad de los demás, su propia sombra lo
amenaza mortalmente… ”[4].
[1] San Gregorio Magno, Vida de San Benito, ECUAM, Bs. As,
2010, pp. 35-36-
[2] A. de Vogüé, “San Gregorio Magno, Libro II de los Diálogos. Vida y milagros
del Bienaventurado Abad Benito (III)”, Cuadernos
Monásticos 57 (1981), pp. 141-142.
[3] A. Grün, Benito de Nursia, Espiritualidad enraizada en la tierra, Herder,
Barcelona, p. 21.
[4] A. Grün, Hacia la plenitud, El camino de san Benito, abad, Monte
Casino-ECUAM, Zamora, 1997, p. 39.
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