I.
“Había entre los
fariseos un hombre llamado Nicodemo, que era uno de los notables entre los
judíos”.
¿Quién es este
Nicodemo?
Literariamente, un hombre de bien, rico,
fariseo, puro, conocedor la Ley, miembro del Sanedrín, alguien importante con
autoridad, un judío de nombre griego. Un personaje que Juan define como “el que
había ido a ver de noche a Jesús”, el que busca al Otro, al diferente de sí.
Espiritualmente,
un “nuevo Natanael”, “Al ver llegar a Natanael, Jesús dijo: ‘Este es un
verdadero israelita, un hombre sin doblez’…” (Jn 1, 47), sincero, que trasciende sus prejuicios, su forma de ver y
vivir la relación con Dios, posición social y edad. Podemos personalizar a
Nicodemo, somos nosotros los hombres religiosos de hoy: un salesiano, un
capitular, la inspectoría, la comunidad, que
busca discernir la voluntad de Dios, pero también los jóvenes (“jóvenes viejos”),
y en ese caso ¿quiénes seríamos nosotros? También, podríamos invertir los roles
y pensar que los jóvenes son Jesús, a los cuales hacemos preguntas y con sus
respuestas nos desafían a nacer de nuevo, a nacer de lo alto, a nacer del
Espíritu.
En una de sus homilías para el IV
domingo de cuaresma decía Benedicto XVI:
“¡Cuántos,
también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan
la misericordia divina, y esperan un ‘signo’ que toque su mente y su corazón!
Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único ‘signo’ es Jesús
elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente
suficiente. En él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la
salvación. Este es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo
de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro
personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es
individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como
testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor”[1].
[1] 26 de marzo de 2006.
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