Apéndice: Educación y violencia
De la vida de
San Anselmo de Canterbury:
«Cierto día, un abad famoso
por su piedad conversaba con él sobre el estado religioso y la dificultad de
disciplinar a los niños educados en el monasterio. “Indícame, te suplico – le
dice a Anselmo -, qué regla hay que observar con ellos, porque son perversos e
incorregibles. Día y noche los castigamos, y, sin embargo, cada vez son
peores”. “¿No cesáis de castigarlos? – repuso el prior extrañado -. Y cuando
sean adultos, ¿qué será de ellos? Embrutecidos y salvajes”. “Pero entonces
¿para qué gastar tanto con ellos, si terminan por hacerse unos brutos?”. “¿Y
qué vamos a hacer? Ponemos todos los medios para que progresen, pero es tiempo
perdido, aunque se les obligue con empujones”. “Vamos a ver, señor abad:
supongamos que plantáis un árbol en vuestro jardín; si se le oprime de suerte
que no pueda extender sus ramas y no se les quitan estas trabas más que después
de algunos años, ¿qué árbol saldrá? Seguramente un árbol inútil, de ramas
torcidas y revueltas”. “Y ¿de quién será la culpa sino del que le ató? Pues eso
es lo que hacéis con vuestros niños. Al consagrarles a Dios, se les ha plantado
en el jardín de la Iglesia para que crezcan y fructifiquen, y vosotros, por el
temor, las amenazas, los golpes, les tenéis tan oprimidos, que no pueden tener
ninguna libertad. Tratados de esa manera, acumulan, acarician, alimentan en su
seno malos pensamientos, que se entrelazan como espinas, lo que podría servir
no sirve más que para desechar con terquedad lo que podría servir para su
corrección. Como no ven ningún afecto, ninguna bondad ni benevolencia para con
ellos, se imaginan que vuestros procedimientos para con ellos van inspirados
por el odio y la irritación. Y, desgraciadamente, ocurre que a medida que van
creciendo, crece también con ellos el odio y toda clase de malas sospechas, que
los inclina hacia el vicio. Y, como nadie les ha mostrado verdadero afecto, son
incapaces de mirar a nadie si no es de reojo y con las cejas bajas. Pero en
nombre de Dios respóndame: ¿Qué razón tenéis para ensañaros así contra ellos?
¿No son de la misma naturaleza que nosotros? Si estuvierais en su lugar, ¿os
gustaría que os tratasen de la misma manera?... ¿Es que no queréis formarlos en
las buenas costumbres más que fuerza de golpes y latigazos? ¿Habéis visto jamás
un artesano que se contente con batir una lámina de oro o de plata para hacer
una bella imagen? No lo creo. ¿Qué hace pues? Para dar una forma conveniente al
precioso metal, le oprime y golpea dulcemente con algún instrumento, después le
coge con tenazas más delicadas y le modela con más suavidad aún. Vosotros
igualmente, si queréis que vuestros niños adquieran buenas costumbres, debéis
templar las correcciones corporales con una bondad paternal, con una asistencia
llena de suavidad. “Pero ¿qué temperamento tomar, qué medios? – replicó el abad
- Todos nuestros esfuerzos tienden a obligarles a tomar maneras graves y llenas
de madurez”. “Muy bien –dijo Anselmo -, el pan, como todo otro alimento sólido,
es excelente para aquel que puede comerlo; pero dáselo a un niño que acaba de dejar
el pecho, y veréis que le asfixiará en vez de fortificarle. ¿Por qué? Inútil
decirlo, porque es evidente. Pero guardad bien esto: así como el cuerpo exige
una alimentación distinta, según este débil o vigoroso, de igual modo el alma,
según que es débil o fuerte, pide alimento distinto. Un alma fuerte se sostiene
con un alimento sólido. La paciencia en las tribulaciones, presentar la mejilla
izquierda cuando la derecha es golpeada, rogar por sus enemigos, amar a los que
nos odian y otras virtudes semejantes, he ahí su fuerza y su alegría. El alma
débil y aun tierna tiene necesidad de leche, quiero decir de la dulzura del
prójimo, de bondad, de compasión, de consuelo, de aguante caritativo. Si en
esta forma os ponéis al alcance de vuestros niños, haciéndoos fuerte con los
fuertes, débil con los débiles, los ganaréis todos para Dios, en el grado en
que debe hacerse”. Al oír estas palabras, el abad se puso a gemir: “Sí,
verdaderamente nos hemos equivocado, la luz de la discreción no nos ha guiado”.
Y posternándose a los pies del santo, confesó sus faltas pasadas y prometió
enmendarse en el futuro»[1].
[1] Eadmero, Vita Anselmi 1,
22-23. 30-31.
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