sábado, 4 de mayo de 2019

La "domesticación" de la ira en la pedagogía benedictina (IV)


Apéndice: Educación y violencia

 

De la vida de San Anselmo de Canterbury:



«Cierto día, un abad famoso por su piedad conversaba con él sobre el estado religioso y la dificultad de disciplinar a los niños educados en el monasterio. “Indícame, te suplico – le dice a Anselmo -, qué regla hay que observar con ellos, porque son perversos e incorregibles. Día y noche los castigamos, y, sin embargo, cada vez son peores”. “¿No cesáis de castigarlos? – repuso el prior extrañado -. Y cuando sean adultos, ¿qué será de ellos? Embrutecidos y salvajes”. “Pero entonces ¿para qué gastar tanto con ellos, si terminan por hacerse unos brutos?”. “¿Y qué vamos a hacer? Ponemos todos los medios para que progresen, pero es tiempo perdido, aunque se les obligue con empujones”. “Vamos a ver, señor abad: supongamos que plantáis un árbol en vuestro jardín; si se le oprime de suerte que no pueda extender sus ramas y no se les quitan estas trabas más que después de algunos años, ¿qué árbol saldrá? Seguramente un árbol inútil, de ramas torcidas y revueltas”. “Y ¿de quién será la culpa sino del que le ató? Pues eso es lo que hacéis con vuestros niños. Al consagrarles a Dios, se les ha plantado en el jardín de la Iglesia para que crezcan y fructifiquen, y vosotros, por el temor, las amenazas, los golpes, les tenéis tan oprimidos, que no pueden tener ninguna libertad. Tratados de esa manera, acumulan, acarician, alimentan en su seno malos pensamientos, que se entrelazan como espinas, lo que podría servir no sirve más que para desechar con terquedad lo que podría servir para su corrección. Como no ven ningún afecto, ninguna bondad ni benevolencia para con ellos, se imaginan que vuestros procedimientos para con ellos van inspirados por el odio y la irritación. Y, desgraciadamente, ocurre que a medida que van creciendo, crece también con ellos el odio y toda clase de malas sospechas, que los inclina hacia el vicio. Y, como nadie les ha mostrado verdadero afecto, son incapaces de mirar a nadie si no es de reojo y con las cejas bajas. Pero en nombre de Dios respóndame: ¿Qué razón tenéis para ensañaros así contra ellos? ¿No son de la misma naturaleza que nosotros? Si estuvierais en su lugar, ¿os gustaría que os tratasen de la misma manera?... ¿Es que no queréis formarlos en las buenas costumbres más que fuerza de golpes y latigazos? ¿Habéis visto jamás un artesano que se contente con batir una lámina de oro o de plata para hacer una bella imagen? No lo creo. ¿Qué hace pues? Para dar una forma conveniente al precioso metal, le oprime y golpea dulcemente con algún instrumento, después le coge con tenazas más delicadas y le modela con más suavidad aún. Vosotros igualmente, si queréis que vuestros niños adquieran buenas costumbres, debéis templar las correcciones corporales con una bondad paternal, con una asistencia llena de suavidad. “Pero ¿qué temperamento tomar, qué medios? – replicó el abad - Todos nuestros esfuerzos tienden a obligarles a tomar maneras graves y llenas de madurez”. “Muy bien –dijo Anselmo -, el pan, como todo otro alimento sólido, es excelente para aquel que puede comerlo; pero dáselo a un niño que acaba de dejar el pecho, y veréis que le asfixiará en vez de fortificarle. ¿Por qué? Inútil decirlo, porque es evidente. Pero guardad bien esto: así como el cuerpo exige una alimentación distinta, según este débil o vigoroso, de igual modo el alma, según que es débil o fuerte, pide alimento distinto. Un alma fuerte se sostiene con un alimento sólido. La paciencia en las tribulaciones, presentar la mejilla izquierda cuando la derecha es golpeada, rogar por sus enemigos, amar a los que nos odian y otras virtudes semejantes, he ahí su fuerza y su alegría. El alma débil y aun tierna tiene necesidad de leche, quiero decir de la dulzura del prójimo, de bondad, de compasión, de consuelo, de aguante caritativo. Si en esta forma os ponéis al alcance de vuestros niños, haciéndoos fuerte con los fuertes, débil con los débiles, los ganaréis todos para Dios, en el grado en que debe hacerse”. Al oír estas palabras, el abad se puso a gemir: “Sí, verdaderamente nos hemos equivocado, la luz de la discreción no nos ha guiado”. Y posternándose a los pies del santo, confesó sus faltas pasadas y prometió enmendarse en el futuro»[1].

[1] Eadmero, Vita Anselmi 1, 22-23. 30-31.

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