Ángel Aparicio y José
Cristo Rey García: Salmo 41, resonancias en la vida religiosa
Mi alma tuvo siempre sed de Ti: Hay un ansia irrefrenable de Dios en lo
más íntimo de nuestro ser. Todo lo que somos está secretamente imantado por
Aquel que nos creó y redimió. Hay, sin embargo, un complicado entramado de
mediaciones, que nos impide la unión con el Dios vivo y la visión de su rostro
cautivador. Y por eso sufrimos como un desgarro interior: vivimos en dos
mundos, entre dos polos de atracción.
«¿Dónde está tu Dios?», nos preguntan incesantemente quienes conviven con
nosotros, aunque no comparten nuestra fe, al constatar que nuestro Dios todavía
no ha permitido que se agote el manantial de nuestras lágrimas y deja que se
rompan nuestros huesos por las burlas de nuestros adversarios.
La sed de Dios no es una ilusión utópica, que nos droga y descompromete.
Tenemos sed de un agua que hemos probado alguna vez: «Recuerdo otros
tiempos...». Ha habido momentos de inolvidable e indescriptible encuentro con
Dios; sabemos que El no sólo es capaz de apaciguar nuestra sed, sino que «sus
torrentes y sus olas nos han arrollado». Hay motivos para seguir alentando nuestra
sed de Dios. Ese es justamente el itinerario de nuestra vocación personal y
comunitaria: el camino de un grupo de sedientos, que no olvidan su sed, porque
su alma tuvo siempre sed de Dios. Sacramentalizamos con ello al Jesús que en la
cruz también clamó: «Tengo sed».
Olivier
Clément, El rostro interior[1]
“El
verdadero monje –y, en este sentido, no hay un cristiano que no sea llamado a
un ‘monaquismo interiorizado’, a entrar en un desierto donde las aguas de la
tierra no pueden quitar la sed- es sorprendido y enganchado por la belleza de
Cristo, por esa Faz que permite descubrir, a través de las caretas y las
máscaras, los verdaderos rostros, e intentar iluminarlos y liberarlos por un
amor desinteresado. El verdadero monje no destruye sino que ilumina el eros
humano, expresa su verdadero sentido en este reencuentro con el Eros divino. El
deseo se convierte en Dios mismo haciéndose en nosotros deseo de Dios. ‘Que el
eros físico sea para ti un modelo de tu deseo de Dios’, dice san Juan Clímaco (La santa escala, escalón 26)”.
[1] p. 80.
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