Ese pasaje narra que fue enviado un
ángel del cielo a la Virgen, para que anunciara el nuevo nacimiento carnal del
Hijo de Dios por el que nosotros, depuesto el pecado antiguo, estemos en
condiciones de ser renovados y contados entre los hijos de Dios. Así pues, a
fin de merecer alcanzar los dones de la salvación que se nos promete,
intentemos escuchar con oído atento (p. 88). Dice así: Fue enviado por Dios el
ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con
un varón de nombre José. … porque la causa primera de la perdición del hombre
se produjo cuando la serpiente fue enviada por el diablo a una mujer que debía
ser engañada por un espíritu de soberbia… Por tanto, puesto que la muerte entró
a través de una mujer, era adecuado que también la vida volviera por medio de
una mujer. Aquella, seducida por el diablo en figura de serpiente, ofreció al
varón el gusto a la muerte; ésta, instruida por Dios a través de un ángel, dio
a luz al mundo al autor en la Salvación…
Tras
haber recibido una gracia tan grande, veamos a qué sublime altura de humildad
se mantiene santa María. Dice: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según
tu palabra. Verdaderamente posee una gran constancia en la humildad la que se
llama a sí misma sierva, cuando es elegida madre de su Creador.… Hágase en mí
según tu palabra. Hágase que el Espíritu Santo, viniendo hasta mí, me haga
digna de los divinos misterios. Cúmplase que en mi vientre el Hijo de Dios se
vista el hábito de una sustancia humana y salga de su tálamo como un esposo
para la Redención del mundo.
Nosotros,
hermanos queridísimos, secundando su voz y su actitud en la medida en que somos
capaces, afanémonos por ser servidores de Cristo en todas nuestras acciones y
reacciones, sometamos todos los miembros de nuestro cuerpo a su servicio,
orientemos toda nuestra mirada al cumplimiento de su voluntad y agradezcamos
los dones que de Él hemos recibido, viviendo honestamente, de manera que
merezcamos ser considerados dignos de recibirlos aún mayores. Roguemos
asiduamente, junto con la santa Madre de Dios, para que se cumpla en nosotros
su palabra; o sea, aquella palabra con la que Él en persona explica el motivo
de su encarnación: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, a
fin de que todo el que cree en Él no perezca sino que tenga vida eterna” (p.
99).
La alabanza de Santa María y Santa Isabel (Homilía IV) (Lucas 1,39-56; 11, 27-28)
En cuanto oyó Isabel el saludo de
María, exultó el niño en su seno, e Isabel se llenó del Espíritu Santo… y clamó
con fuerte voz… Sí, con fuerte voz, porque reconoció los grandes dones de Dios…
Porque no podía alabar al Señor con devoción por medio de una voz moderada, la
que vibraba llena del Espíritu Santo… Y se alegraba porque había llegado Aquel
que, concebido de la carne de una madre Virgen, sería llamado y sería en verdad
Hijo del Altísimo (p. 103). ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?
Porque, indudablemente, el mismo Espíritu que le inspiró el don de profecía, le
prestó igualmente la gracia de la humildad (p. 105).
Y dijo:
Mi alma magnifica al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios mi
Salvador... Con estas palabras, en primer lugar, pone de manifiesto los dones
especiales que se le han concedido… Su alma magnifica al Señor que toma
posesión de todos los afectos de su hombre interior para la alabanza y el
servicio divinos, porque con la observancia de los preceptos divinos demuestran
que piensa continuamente en el poder de su Majestad. Exulta su espíritu en
Dios, su Salvador, porque no se goza en las cosas terrenas, no se deja seducir
por la afluencia de cosas caducas, no se quiebra con la adversidad, sino que se
deleita solo en la contemplación de su Creador, de quien espera la salvación
eterna… Ella pudo exultar con todo derecho en Jesús -esto es, en su salvación-
con una alegría especial, superior a la de los demás santos, porque sabía que
Aquel a quien ella conocía como perpetuo autor de la salvación, precisamente
ese habría de nacer de su carne por medio de un parto temporal por cuanto, en
una misma persona, sería verdaderamente a la vez su hijo y su Señor (p. 107).
Y su
misericordia se derrama de generación en generación… Y con estas palabras de
Santa María ella canta la palabra de Dios en persona, con la que proclamó que
no sólo era bienaventurada la madre que mereció engendrarle corporalmente, sino
todos aquellos que guardaren sus mandamientos. Porque, en una ocasión Él estaba
enseñando al pueblo… Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan (p.
109).
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