Según había prometido a nuestros
padres, Abrahán y a su descendencia para siempre. Recordando a los patriarcas,
Santa María cita con razón nominalmente a Abrahán porque, aunque muchos
patriarcas y santos dieron simbólicamente testimonio de la encarnación del
Señor, sin embargo solo a él se le anunciaron por primera vez de un modo
manifiesto los misterios de su encarnación y de nuestra redención.… Porque
también nosotros somos semilla e hijos de Abrahán, cuando renacemos en los
sacramentos de nuestro Redentor, que tomó carne de la estirpe de Abrahán (p.
113).
Y en
virtud de un misterio sublime el recién nacido eligió para sí una sede en un
pesebre al que los animales suelen acudir para alimentarse… Con el buey designa
al pueblo judío… con el asno al pueblo de los gentiles… (p. 133).
Preparar la Navidad
Por eso es necesario, hermanos
queridísimos, que nosotros, a quienes el Señor promete la eterna recompensa,
luchemos por obtenerla con un infatigable esfuerzo espiritual… Por tanto, insistamos
en la meditación frecuente de los textos evangélicos, retengamos siempre en la
memoria los ejemplos de la bienaventurada Madre de Dios, al fin de que,
encontrados humildes a los ojos de Dios y obedientes al prójimo por el respeto
que debemos, merezcamos ser elevados junto con ella para siempre. Procuremos
con solicitud que no nos ensoberbezca indebidamente la alabanza de quienes nos
ensalzan, al ver cómo ella mantuvo una constancia inamovible de humildad en
medio de palabras de verdadera alabanza… (p. 114).
Si
meditamos de continuo los hechos y las palabras de Santa María, permanecerán en
nosotros… Porque de una parte se difundirá en la santa Iglesia la óptima y
saludable costumbre de que todos canten a diario el himno sagrado junto con la
salmodia de las laudes vespertinas, por cuanto con eso la frecuente
conmemoración de la encarnación del Señor encenderá las almas de los fieles en
el amor a esa devoción; y de otra, la ponderación más frecuente del ejemplo de
la Virgen, confirmará en la solidez de las virtudes. Y esto es bueno que se
haga convenientemente a la hora vespertina, esto es cuando nuestra mente,
fatigada por la jornada diaria y disipada en pensamientos de todo tipo, al
acercarse el tiempo de descanso, se recoge para considerarse a sí misma y, tras
haber sido advertida saludablemente para que prescinda de todo lo superfluo y
nocivo de los avatares del día, limpie todo eso tempestivamente una vez más con
oraciones y lágrimas.
Vueltos
hacia el Señor, imploramos su clemencia a fin de que, de una parte sepamos
venerar la memoria de santa María con los oficios oportunos, y de otra
merezcamos llegar a la celebración solemne de la Navidad del Señor con un alma
más pura. Él en persona fomenta nuestro deseo de realizar obras espirituales y
percibir los dones celestiales, Él que por nosotros quiso que su Unigénito
Jesucristo nuestro Señor se encarnara y que quiso darle una forma de vivir
entre los hombres” (p. 115).
Concebirás y darás a luz un hijo (Vigilia, Homilía III[1]) (Lucas 1, 26-37; 2Tim 2, 8-13).
La lectura del santo evangelio que
acabamos de escuchar, carísimos hermanos, nos recuerda el exordio de nuestra
redención, cuando Dios envió un ángel a la Virgen para anunciarle el nuevo
nacimiento, en la carne, del Hijo de Dios, por quien –depuesta la nociva
vetustez– podamos ser renovados y contados entre los hijos de Dios. Así pues,
para merecer conseguir los dones de la salvación que nos ha sido prometida,
procuremos percibir con oído atento sus primeros pasos.
El ángel
Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una
virgen desposada con un hombre llamado José; la virgen se llamaba María. Lo que
se dice: de la estirpe de David, se refiere no sólo a José, sino también a
María, pues en la ley existía la norma según la cual cada israelita debía
casarse con una mujer de su misma tribu y familia. Lo atestigua el Apóstol,
cuando escribiendo a Timoteo, dice: Haz memoria de Jesucristo el Señor,
resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Éste ha sido mi
evangelio. En consecuencia, el Señor nació realmente del linaje de David, ya
que su Madre virginal pertenecía a la verdadera estirpe de David.
El ángel,
entrando a su presencia, dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia
ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por
nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará
el trono de David su Padre». Llama trono de David al reino de Israel, que en su
tiempo David gobernó con fiel dedicación por mandato y con la ayuda de Dios.
Dio, pues, el Señor a nuestro Redentor el trono de David su padre, cuando
dispuso que éste se encarnara en la estirpe de David, para que con su gracia
espiritual condujera al reino eterno al pueblo que David rigió con un poder
temporal. Como dice el Apóstol: Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido.
Y reinará
en la casa de Jacob para siempre. Llama casa de Jacob a la Iglesia universal,
que por la fe y la confesión de Cristo pertenece a la estirpe de los
patriarcas, sea a través de los que genealógicamente pertenecen a la línea de
los patriarcas, sea a través de quienes, oriundos de otras naciones, renacieron
en Cristo mediante el baño espiritual. Precisamente en esta casa reinará para
siempre, y su reino no tendrá fin. Reina en la Iglesia durante la vida
presente, cuando, habitando en el corazón de los elegidos por la fe y la
caridad, los rige y los gobierna con su continua protección para que consigan
alcanzar los dones de la suprema retribución. Reina en la vida futura, cuando,
al término de su exilio temporal, los introduce en la morada de la patria
celestial, donde eternamente cautivados por la visión de su presencia, se
sienten felices de no hacer otra cosa que alabarlo.
[1] CCL 122, 14-17.
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