sábado, 21 de diciembre de 2019

ADVIENTO: HOMILIAS DE SAN BEDA EL VENERABLE (IV)

 Hijos de Abrahán



Según había prometido a nuestros padres, Abrahán y a su descendencia para siempre. Recordando a los patriarcas, Santa María cita con razón nominalmente a Abrahán porque, aunque muchos patriarcas y santos dieron simbólicamente testimonio de la encarnación del Señor, sin embargo solo a él se le anunciaron por primera vez de un modo manifiesto los misterios de su encarnación y de nuestra redención.… Porque también nosotros somos semilla e hijos de Abrahán, cuando renacemos en los sacramentos de nuestro Redentor, que tomó carne de la estirpe de Abrahán (p. 113).

Y en virtud de un misterio sublime el recién nacido eligió para sí una sede en un pesebre al que los animales suelen acudir para alimentarse… Con el buey designa al pueblo judío… con el asno al pueblo de los gentiles… (p. 133).

            
 Preparar la Navidad



Por eso es necesario, hermanos queridísimos, que nosotros, a quienes el Señor promete la eterna recompensa, luchemos por obtenerla con un infatigable esfuerzo espiritual… Por tanto, insistamos en la meditación frecuente de los textos evangélicos, retengamos siempre en la memoria los ejemplos de la bienaventurada Madre de Dios, al fin de que, encontrados humildes a los ojos de Dios y obedientes al prójimo por el respeto que debemos, merezcamos ser elevados junto con ella para siempre. Procuremos con solicitud que no nos ensoberbezca indebidamente la alabanza de quienes nos ensalzan, al ver cómo ella mantuvo una constancia inamovible de humildad en medio de palabras de verdadera alabanza… (p. 114).

Si meditamos de continuo los hechos y las palabras de Santa María, permanecerán en nosotros… Porque de una parte se difundirá en la santa Iglesia la óptima y saludable costumbre de que todos canten a diario el himno sagrado junto con la salmodia de las laudes vespertinas, por cuanto con eso la frecuente conmemoración de la encarnación del Señor encenderá las almas de los fieles en el amor a esa devoción; y de otra, la ponderación más frecuente del ejemplo de la Virgen, confirmará en la solidez de las virtudes. Y esto es bueno que se haga convenientemente a la hora vespertina, esto es cuando nuestra mente, fatigada por la jornada diaria y disipada en pensamientos de todo tipo, al acercarse el tiempo de descanso, se recoge para considerarse a sí misma y, tras haber sido advertida saludablemente para que prescinda de todo lo superfluo y nocivo de los avatares del día, limpie todo eso tempestivamente una vez más con oraciones y lágrimas.

Vueltos hacia el Señor, imploramos su clemencia a fin de que, de una parte sepamos venerar la memoria de santa María con los oficios oportunos, y de otra merezcamos llegar a la celebración solemne de la Navidad del Señor con un alma más pura. Él en persona fomenta nuestro deseo de realizar obras espirituales y percibir los dones celestiales, Él que por nosotros quiso que su Unigénito Jesucristo nuestro Señor se encarnara y que quiso darle una forma de vivir entre los hombres” (p. 115).

  

Concebirás y darás a luz un hijo (Vigilia, Homilía III[1]) (Lucas 1, 26-37; 2Tim 2, 8-13).



La lectura del santo evangelio que acabamos de escuchar, carísimos hermanos, nos recuerda el exordio de nuestra redención, cuando Dios envió un ángel a la Virgen para anunciarle el nuevo nacimiento, en la carne, del Hijo de Dios, por quien –depuesta la nociva vetustez– podamos ser renovados y contados entre los hijos de Dios. Así pues, para merecer conseguir los dones de la salvación que nos ha sido prometida, procuremos percibir con oído atento sus primeros pasos.

El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José; la virgen se llamaba María. Lo que se dice: de la estirpe de David, se refiere no sólo a José, sino también a María, pues en la ley existía la norma según la cual cada israelita debía casarse con una mujer de su misma tribu y familia. Lo atestigua el Apóstol, cuando escribiendo a Timoteo, dice: Haz memoria de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Éste ha sido mi evangelio. En consecuencia, el Señor nació realmente del linaje de David, ya que su Madre virginal pertenecía a la verdadera estirpe de David.

El ángel, entrando a su presencia, dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su Padre». Llama trono de David al reino de Israel, que en su tiempo David gobernó con fiel dedicación por mandato y con la ayuda de Dios. Dio, pues, el Señor a nuestro Redentor el trono de David su padre, cuando dispuso que éste se encarnara en la estirpe de David, para que con su gracia espiritual condujera al reino eterno al pueblo que David rigió con un poder temporal. Como dice el Apóstol: Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido.

Y reinará en la casa de Jacob para siempre. Llama casa de Jacob a la Iglesia universal, que por la fe y la confesión de Cristo pertenece a la estirpe de los patriarcas, sea a través de los que genealógicamente pertenecen a la línea de los patriarcas, sea a través de quienes, oriundos de otras naciones, renacieron en Cristo mediante el baño espiritual. Precisamente en esta casa reinará para siempre, y su reino no tendrá fin. Reina en la Iglesia durante la vida presente, cuando, habitando en el corazón de los elegidos por la fe y la caridad, los rige y los gobierna con su continua protección para que consigan alcanzar los dones de la suprema retribución. Reina en la vida futura, cuando, al término de su exilio temporal, los introduce en la morada de la patria celestial, donde eternamente cautivados por la visión de su presencia, se sienten felices de no hacer otra cosa que alabarlo.

[1] CCL 122, 14-17.

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