ANHELANTE
SÚPLICA DE LA RESPUESTA DE MARÍA
“… la Anunciación del Señor…es
una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se hace "hijo
de María" (Mc 6, 3), de la Virgen que se convierte en Madre de Dios. Con
relación a Cristo, el Oriente y el Occidente, en las inagotables riquezas de
sus Liturgias, celebran dicha solemnidad como memoria del "fiat"
salvador del Verbo encarnado, que entrando en el mundo dijo: "He aquí que
vengo... para cumplir, oh Dios, tu voluntad" (cf. Hb 10, 7; Sal 39, 8-9);
como conmemoración del principio de la redención y de la indisoluble y esponsal
unión de la naturaleza divina con la humana en la única persona del Verbo. Por
otra parte, con relación a María, como fiesta de la nueva Eva, virgen fiel y
obediente, que con su "fiat" generoso (cf. Lc 1, 38) se convirtió,
por obra del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los
vivientes, y se convirtió también, al acoger en su seno al único Mediador (cf.
1Tim 2, 5), en verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo de Dios; como
memoria de un momento culminante del diálogo de salvación entre Dios y el
hombre, y conmemoración del libre consentimiento de la Virgen y de su concurso
al plan de la redención” (San Paulo VI, Marialis
Cultus 6).
Homilía
III:
6.
Bendito, pues, es el fruto de tu vientre.
Bendito en el olor, bendito en el sabor, bendito en la hermosura. La fragancia
de este odorífero fruto percibía aquel que decía: El olor que sale de mi Hijo es semejante al de un campo lleno que el
Señor colmó de sus bendiciones (Gén
27,27). ¿No será bendito aquel a quien colmó de sus bendiciones el Señor? Del
sabor de este fruto, uno que le había gustado, eructaba de este modo, diciendo:
Gustad y ved qué suave es el Señor (Sal 23, 9); y en otra parte: ¡Qué grande es, Señor, la abundancia de tu
dulzura, que has escondido y reservado para los que te temen! (Sal 30,30). Y otro también: Si es que habéis gustado que es dulce el
Señor (1 Pe 2,3). Y el mismo fruto de sí mismo, convidándonos a sí: El que me come, dice, tendrá todavía hambre;
y el que me bebe, tendrá todavía sed (Eclo
24,29). Sin duda decía esto por la dulzura de su sabor (Cf. Sab 16,20), que gustado excita el apetito. Buen fruto el que es
comida y bebida a un tiempo para las almas que tienen hambre y sed de la
justicia (Cf. Mt 5,6). Oíste ya su
olor, oíste su sabor, oye también su hermosura; porque, si aquel fruto de
muerte (Cf. Gén 3,3) no sólo fue suave para comerse, sino también, por
testimonio de la Escritura, agradable a la vista (Cf. Gén 3,6), ¿cuánto más cuidadosamente debemos informarnos de la
vivificante hermosura de este fruto vital, en
quien, por testimonio igualmente de la Escritura, desean mirar los ángeles mismos (1 Pe 1,12)? Cuya belleza miraba en espíritu y deseaba ver en el
cuerpo aquel que decía: De Sión viene el
esplendor de su hermosura (Sal
49,2). Y, porque no te parezca que alababa una belleza mediana solamente,
acuérdate de lo que tienes escrito en otro salmo: Tú sobrepasas en belleza a todos los hijos de los hombres; la gracia
está derramada en tus labios; por eso Dios te bendijo para siempre (Sal 44,3).
Homilía IV:
[Anhelante
súplica de la respuesta de María] 8. Oíste, ¡oh Virgen! el hecho; oíste el modo
también; lo uno y lo otro es cosa maravillosa, lo uno y lo otro es cosa
agradable. Gózate, hija de Sión; alégrate, hija de Jerusalén (Zac 9,9; Ant. “Iucundare”). Y pues a tus oídos ha dado el Señor gozo y alegría,
oigamos nosotros de tu boca la respuesta de alegría que deseamos para que con
ella entre la alegría y el gozo en nuestros huesos afligidos y humillados (Sal 50,10). Oíste, vuelvo a decir, el
hecho, y lo creíste; cree lo que oíste también acerca del modo. Oíste que
concebirás y darás a luz a un hijo (Lc
1,31); oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35). Mira que el ángel aguarda tu
respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que le envió (Cf. Tob 12,20). Esperamos también
nosotros, Señora esta palabra de misericordia, a los cuales tiene condenados a
muerte la divina sentencia, de que seremos librados por tus palabras. Ve que se
pone entre tus manos el precio de nuestra salud; al punto seremos librados si
consientes. Por la palabra eterna de Dios fuimos todos criados, y con todo eso
morimos (2 Cor 6,9); mas por tu breve
respuesta seremos ahora restablecidos para no volver a morir. Esto te suplica,
¡oh piadosa Virgen , el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su
miserable posteridad. Esto Abraham, esto David con todos los santos Padres
tuyos, los cuales están detenidos en la región de la sombra de la muerte (Cf. Is 9,2. Vg.; Lc 1,79); esto mismo te pide el mundo todo postrado a tus pies. Y
no sin motivo, aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el
consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los
condenados, la salud, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo vuestro
linaje. Da, ¡oh Virgen!, aprisa la respuesta.
¡Ah!,
Señora, responde aquella palabra que espera la tierra, que espera el infierno,
que esperan también los ciudadanos del cielo. El mismo Rey y Señor de todos,
cuanto deseó tu hermosura (Cf. Sal
44,12), tanto desea ahora la respuesta de tu consentimiento; en la cual sin
duda se ha propuesto salvar el mundo (Cf.
Jn 3,17). A quien agradaste por tu silencio agradarás ahora mucho más por
tus palabras, pues Él te habla desde el cielo diciendo: ¡Oh hermosa entre las mujeres (Cant
1,7), hazme que oiga tu voz (Cant 8,13)! Si tú le haces oír tu voz,
Él te hará ver el misterio de nuestra salud (Lc 2,30). ¿Por ventura, no es esto lo que buscabas, por lo que
gemías, por lo que orando días y noches suspirabas (Jos 1,8; Ecle 8,16)? ¿Qué
haces, pues? ¿Eres tú aquella para quien se guardan estas promesas o esperamos
otra? (Cf. Mt 11,3)
No,
no; tú misma eres, no es otra. Tú eres, vuelvo a decir, aquella prometida,
aquella esperada, aquella deseada, de quien tu santo padre Jacob, estando para
morir (Eclo 11,20), esperaba la vida
eterna, diciendo: Tu, salud esperaré,
Señor (Gén 49,18). En quien y por
la cual Dios mismo, nuestro Rey, dispuso antes de los siglos obrar la salud en
medio de la tierra. ¿Por qué esperaras de otra lo que a ti misma te ofrecen? ¿Por
qué aguardarás de otra lo que al punto se hará por ti, como des tu
consentimiento y respondas una palabra? Responde, pues, presto al ángel, o, por
mejor decir, al Señor por el ángel; responde una palabra y recibe otra palabra
(Sant 1,21); pronuncia la tuya y
concibe la divina; articula la transitoria y admite en ti la eterna. ¿Qué
tardas? ¿Qué recelas?
Creo,
di que sí y recibe. Cobre ahora aliento tu humildad y tu vergüenza confianza.
De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la
prudencia. En sólo este negocio no temas, Virgen prudente, la presunción;
porque, aunque es agradable la vergüenza en el silencio, pero más necesaria es
ahora la piedad en las palabras. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los
labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado
de todas las gentes (Ageo 2,8) está
llamando a tu puerta (Cf. Apoc 3,20; Cant 5,2). ¡Ay si, deteniéndote en
abrirle, pasa adelante, y después vuelves con dolor a buscar al amado de tu
alma (Cf. Cant 3,1-4)! Levántate,
corre, abre (Cf. Cant 2,10; 5,5).
Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento.
Ejercicio: Lectio
del Icono de la Anunciación Florida.
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