LA GRACIA DE
MARÍA ANTES DE LA MATERNIDAD
“Con Bernardo, no se trata sin
más de una meditación personal, aun cuando su amor esté implicado: su
experiencia no está ausente, pero es la experiencia de la Iglesia. Buena parte
de lo que escribe está inspirado directamente en los Padres” (T. Merton, p.
134).
Homilía III:
1. Me agrada
usar de las palabras de los santos siempre que oportunamente se pueden adaptar
a los asuntos que trato, para que así se hagan más gratas, a lo menos por la
belleza de los vasos, las cosas que en mis discursos presento al lector. Pero,
por comenzar ahora con las expresiones del profeta, ¡ay de mí! , no a la verdad
al modo del profeta, porque callé, sino porque he hablado, pues mis labios son impuros
(Is 6,5). ¡Ay! ¡Cuántas cosas vanas,
cuántas cosas falsas, cuántas cosas torpes me acuerdo haber vomitado por esta
misma asquerosísima boca mía, en que ahora presumo tratar palabras celestiales!
Mucho terno que esté cerca aquel momento en que haya de oír que me dicen: ¿Cómo cuentas tú mis justicias y tomas mi
testamento en tu boca (Sal
49,16)? Ojalá que a mí también me trajeran del soberano altar, no una sola
ascua, sino un globo grande de fuego que consumiese enteramente la mucha e
inveterada inmundicia de mi sucia boca (Cf.
Is 6,6-7), a fin de hacerme digno de repetir con mi expresión, tal cual
ella sea, los gratos y castos coloquios del ángel con la Virgen y la respuesta
de la Virgen al ángel.
[La entrada del
ángel] Dice, pues, el evangelista: Y habiendo entrado el ángel a ella, sin duda
a María, le dijo: Dios te salve, llena de
gracia, el Señor es contigo (Lc
1,28). ¿Adónde entró a ella? Juzgo que al secreto de su casto aposento (Ecle 10,20), en donde quizá, cerrada la
puerta sobre sí, estaba en lo oculto orando al Padre (Mt 6,6). Suelen los ángeles estar presentes a los que oran y
deleitarse en los que ven levantar sus puras manos en la oración (1 Tim 2,8); se alegran de ofrecer a Dios
el holocausto de la devoción santa como incienso agradable al cielo (Ef 5,2). Cuánto habían agradado las
oraciones de María en la presencia del Altísimo (Eclo 35,8; 39,6), lo indica el ángel saludándola con tanta
reverencia. Ni fue dificultoso al ángel penetrar en el secreto aposento de la
Virgen, pues por la sutileza de su substancia tiene la natural propiedad de que
ni las cerraduras de hierro le pueden estorbar la entrada a cualquiera parte
que su ímpetu le lleve (Cf. Ez
1,12-20). No resisten a los angélicos espíritus las paredes, sino que les ceden
todas las cosas visibles; y todos los cuerpos, por más sólidos o densos que
sean, están francos y penetrables para ellos. No se debe, pues, sospechar que
encontrase el ángel abierta la puertecita de la Virgen, cuyo propósito era
evitar la concurrencia de los hombres y huir de sus conversaciones; para que
así, o no fuese perturbado el silencio de su oración, o no fuese tentada su
castidad, de que hacía profesión. Por tanto, había cerrado sobre sí su
habitación en aquella hora la Virgen prudentísima, pero a los hombres, no a los
ángeles; por consiguiente, aunque pudo entrar el ángel donde estaba, pero a
ninguno de los hombres era la entrada fácil.
[En María reside
la plenitud del Dios uno y trino] 2. Habiendo, pues, entrado el ángel a María,
le dijo: Dios te salve, llena de gracia,
el Señor es contigo. Leemos en los Actos de los Apóstoles que San Esteban
estuvo lleno de gracia y que los apóstoles también estuvieron llenos del
Espíritu Santo; pero muy diferentemente que María; porque, a más de otras
razones, ni en aquél habitó la plenitud de la divinidad corporalmente (Cf. Col 2,9), como habitó en María, ni
éstos concibieron del Espíritu Santo, como María (Hch 2,4; 6,5.8). Dios te salve, dice, llena de gracia, el Señor es
contigo. ¿Qué mucho estuviera llena de gracia, si el Señor estaba con ella?
Lo que más se
debe admirar es cómo el mismo que había enviado el ángel a la Virgen fue
hallado con la Virgen por el ángel. ¿Fue Dios más veloz que el ángel, de modo
que con mayor ligereza se anticipó a su presuroso nuncio para llegar a la
tierra? No hay que admirar, porque estando el Rey en su reposo, el nardo de la
Virgen dio su olor (Cant 1,11) y
subió a la presencia de su gloria el perfume de su aroma y halló gracia en los
ojos del Señor, clamando los circunstantes: ¿Quién
es esta que sube por el desierto como una columnita de humo formada de perfumes
de mirra e incienso? (Cant 3,6; Tob 3,24). Y al punto el Rey, saliendo
de su lugar santo, mostró el aliento de un gigante para correr el camino (Sal 18,6-7); y, aunque fue su salida de
lo más alto del cielo, volando en su ardentísimo deseo, se adelantó a su
nuncio, para llegar a la Virgen, a quien había amado, a quien había escogido
para sí, cuya hermosura había deseado. Al cual, mirándole venir de lejos,
dándose el parabién y llenándose de gozo, le dice la Iglesia: Mirad cómo viene éste saltando en los
montes, pasando por encima de los collados (Cant 2,8).
3. Mas con razón
deseó el Rey la hermosura de la Virgen, pues había puesto por obra todo lo que
mucho antes había sido amonestada por David, su padre, que la decía: Escucha, hija, y mira; inclina tu oído y
olvida tu pueblo y la casa de tu padre. Y si esto haces, deseará el Rey tu hermosura (Sal 44, 11-12). Oyó, pues, y vio; no
como algunos, que oyendo no oyen y viendo no entienden (Cf. Mc 4,12), sino que oyó y creyó; vio y entendió. Inclinó su oído
a la obediencia y su corazón a la enseñanza (Job 17,4), y se olvidó de su pueblo y de la casa de su padre;
porque ni pensó en aumentar su pueblo con la sucesión ni intentó dejar
herederos a la casa de su padre, sino que todo el honor que pudiera tener en su
pueblo, todo lo que pudiera tener de bienes terrenos por sus padres, lo
abandonó como si fuera basura, para ganar a Cristo (Cf. Fil 3,8). Ni la engañó su pensamiento, pues logró, sin violar el
propósito de su virginidad, tener a Cristo por hijo suyo. Con razón se llama
llena de gracia, pues tuvo la gracia de la virginidad; y, a más de eso,
consiguió la gloria de la, fecundidad.
[Jesús, causa y
bendición de María] 5. Bendita tú eres
entre las mujeres (Lc 1,42).
Quiero juntar a esto lo que añadió Santa Isabel a estas mismas palabras,
diciendo: Y bendito es el fruto de tu
vientre (Lc 1,42). No porque tú
eres bendita es bendito el fruto de tu vientre, sino porque él te previno con
bendiciones de dulzura (Sal 20,4),
eres tú bendita. Verdaderamente es bendito el fruto de tu vientre, pues en él
son benditas todas las gentes (Gál
3,8); de cuya plenitud también recibiste tú con los demás (Jn 1,16), aunque de un modo más excelente que los demás. Por tanto,
sin duda eres tú bendita, pero entre las mujeres; mas él es bendito, no entre
los hombres, no entre los ángeles precisamente, sino como quien es, según habla
el Apóstol, sobre todas las cosas, Dios
bendito por los siglos (Rm 9,5).
Suele llamarse bendito el hombre, el pan bendito, bendita la mujer, bendita la
tierra y las demás cosas en las criaturas que están benditas; pero
singularmente es bendito el fruto de tu vientre (Lc 1,42), siendo él, sobre todas las cosas, Dios bendito por los
siglos.
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