2.
«Hablaba con autoridad» (Mc 1,22)
Cuando
Jesús toma la palabra sorprende a los que le escuchan. Su hablar produce una
resonancia distinta del hastío que provocan los funcionarios de la predicación.
Les nutre esta reverberación del Verbo que da sentido a lo que viven. Perciben
que tiene autoridad, no poder. Desprende autoridad —de augere, «hacer crecer»— porque hace a los demás autores de sí
mismos. El poder, en cambio, se ejerce desde la dominación anulando a los que
quedan por debajo. Jesús no tiene ningún cargo externo sobre el que apoyarse
(Mc 11,27-33). Su sostén emana de su propia experiencia y se fortalece a partir
de su relación con el Fondo del fondo de su existencia. No tiene más credencial
que estar posibilitando el acceso a la Fuente que, haciéndole crecer a él, le
impulsa a hacer crecer a los demás.
La
gente escuchaba a Jesús porque Jesús, a su vez, tenía la capacidad de escuchar.
Estaba atento no sólo a lo que sucedía dentro de él, sino en torno a él, y ello
le hacía captar lo que vivían sus contemporáneos. Escuchaba y sabía interpretar
lo que había en el interior de ellos aunque sólo fueran balbuceos de anhelos
difusos e intermitentes que volvían a desaparecer en el inconsciente. Jesús se
acercaba a las personas y no temía ser salpicado por sus angustias o sus
incoherencias, ni temía ser contagiado por sus enfermedades ni se escandalizaba
por sus comportamientos. Tan solo se acercaba y escuchaba. Escuchaba sin
cansarse y sin juzgar, sólo tratando de entenderlas. Cuanto más escuchaba más
entendía y cuanto más entendía más se podía acercar de un modo sanador y
revelador para ellas. Después se retiraba y meditaba lo que había escuchado
para comprenderlo todavía mejor y devolverlo interpretado. Por ello, sus
palabras tenían una densidad y una claridad en las que se reconocían quienes
acudían a oírle hablar.
Esta
lucidez le llevó a hacer nuevas interpretaciones de la Ley. Toda norma trata de
poner cauce al comportamiento humano para hacer viable la vida en comunidad. En
principio, la ley nace de la atención a las diversas situaciones para velar por
el bien común, pero con frecuencia acaba favoreciendo a los que la custodian.
Entonces, ciega y muda, se convierte en una usurpación. La autoridad que el
pueblo reconocía en Jesús procedía de la referencia incesante a las personas en
nombre de un Dios que quería que cada uno creciera desde la profundidad de sí
mismo con y hacia los demás. Su libertad ante la Ley acabará costándole la
vida. El orden establecido no pudo soportar la desautorización que suponía para
ellos este escuchar a cada uno.
El
comportamiento de Jesús plantea algo fundamental a toda religión y a toda
sociedad: ¿Dónde se funda la legitimidad de las normas colectivas? ¿Dónde acaba
la libertad y comienza la arbitrariedad?
Los
seres humanos vivimos en comunidad y en ella somos confrontados con la
alteridad. Este estar-con-los-demás ayuda a objetivar criterios y actitudes que
pueden ser demasiado subjetivos o parciales. La tentación de toda institución
es ponerse a la defensiva y absolutizar su posición frente a los que cuestionan
el orden establecido. Entonces entran en pugna poder y libertad. Jesús se opuso
al poder en nombre de la defensa del núcleo irreducible de cada persona,
particularmente de los que quedaban excluidos por unos principios implacables
que se atribuían a Dios pero que provenían de otros intereses mezquinos.
Jesús
era consciente de que había que evangelizar tanto la mente como el corazón para
que cada cual sea discernidor de su comportamiento. Como nadie está libre de
caer en la arbitrariedad y en la autojustificación, hay que estar
permanentemente abiertos y despiertos para que se purifiquen los criterios y
las motivaciones, tanto personales como institucionales. Para ello necesitamos
palabras verdaderas. Captamos su cualidad y su fuerza por los efectos que dejan
en nosotros. Eso es lo que sucedía con los que escuchaban a Jesús: percibían
que cada palabra que salía de él era un sorbo que les nutría y que les remitía
a sí mismos avivando lo mejor que había en ellos.
Por
otro lado, lo que oían era creíble porque Jesús decía lo que pensaba y
realizaba lo que decía. Se atrevía a vivir según lo que había vislumbrado en
los momentos de mayor claridad. De la unificación de su persona emanaba una
infrecuente energía que despertaba el deseo de tener la misma autenticidad y la
misma coherencia entre pensamiento, palabra y acción que existían en él.
Lo
mismo nos sucede ante personas que están comprometidas plenamente en aquello
que dicen. Entonces la palabra humana participa de la Palabra de Dios, dabar Yahvéh, la cual tiene el don y la
energía de realizar lo que expresa. El Verbo creador confluye con la palabra
humana dejando pasar todo su dinamismo y transformando la realidad. De aquí que
la palabra de Jesús sanara y liberara de demonios y de otras contaminaciones.
Escuchar su palabra y reconocerle como Palabra significa recibir la fuerza de
ese Verbo creador que sigue pronunciándose en cada uno de nosotros y que
permite a las personas desplegarse desde su verdad, convocando sus
posibilidades latentes pero en tantas ocasiones ignoradas o dispersas.
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