martes, 25 de octubre de 2016

HOMILÍA DEL ABAD BENITO EN EL DOMINGO XXX C


El evangelio de este domingo nos trae la conocida parábola de la oración del fariseo y la del publicano.
¿En qué coinciden ambos? Los dos van al templo, los dos oran al Señor, los dos dicen la verdad en su oración. ¿El fariseo también? Sí. No era ladrón, ni injusto, ni adultero; ayunaba dos veces por semana y pagaba el diezmo rigurosamente. Y entonces ¿cuál es la diferencia entre los dos? ¿Por qué el publicano volvió a su casa purificado, perdonado, y el fariseo no?
La diferencia es enorme, abismal. Tenían distinta imagen de Dios y por lo mismo distinta imagen del hombre, distinta imagen de la salvación, distinta imagen de la vida.
¿Cuál es el dios del fariseo? Un dios del cual se puede prescindir, un dios lejano y que tiene poco que ver con la historia humana. Un dios al cual el hombre le puede contar los triunfos que con su propio esfuerzo conquistó.
¿Cuál es el Dios del publicano? Es el Dios de la misericordia, pronto al perdón, el Dios que sabe de qué barro fuimos hechos. El publicano se reconoce pecador; pero esto que lo humilla no lo desespera. Sabe que por su debilidad no puede salvarse, pero sobre todo sabe que el Dios de la misericordia sí pude y quiere salvarlo.
Respecto a todo esto, nuestro Padre San Benito nos dice a los monjes dos cosas importantes. “Cuando viere en sí algo bueno, atribúyalo a Dios, no a sí mismo; en cambio, sepa que el mal siempre lo ha hecho él, e impúteselo a sí mismo.” (4,42-43) Y en el Prólogo nos describe la actitud constante que tiene que tener el monje: “Y engrandecen al Señor que obra en ellos, diciendo con el Profeta: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria.” (30)
Nosotros, como el publicano, somos pecadores, pero, como a él, Dios nos invita a recibir su perdón. Jesús nos invita a cambiar totalmente nuestra visión del pecado. El pecado no causa de desaliento sino fuente de esperanza y alegría. “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión” (Lc 15,7) La Iglesia lo entiende así y por eso en la noche más santa del año, en la Vigilia Pascual se atreve a cantar: “Feliz el pecado de Adán que nos mereció un tan grande Salvador.”
San Benito, como dijimos antes, nos describe al monje en actitud contemplativa, no como el atleta que se agota con esfuerzos sobrehumanos, no como un artista que se deleitara tallando su propia estatua, sino como el que se dedica a contemplar agradecido la obra que con su cincel Dios va haciendo en nosotros. María, modelo del monje y del cristiano, cantó agradecida “Hizo en mí maravillas” (Lc 1,49).
La Iglesia, nuestra patria, nuestra diócesis de Tucumán, están viviendo tiempos difíciles, con situaciones de pecado que nos pueden llevar a perder toda esperanza. Hay que analizar a fondo todo esto y buscar sus causas y luchar por el remedio. Pero será una gran ayuda la afirmación de San Pablo. “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia.”
Nuestro Padre San Benito nos invita a descubrir la acción de Dios en cada uno de nosotros y en nuestra comunidad, nos invita a felicitarlo a Dios, a darle gracias. “No a nosotros, Señor, no a nosotros da la gloria” El mirar esa obra de Dios en cada uno de nosotros, en nuestras comunidades, nos impulsará al arrepentimiento de nuestros pecados y a dejarnos moldear por Él, que es nuestro hábil alfarero. El clima de la vida del monje, de la vida del cristiano no tiene que ser de pesimismo y de miedo sino de esperanza y alegría,
Nuestra Madre, la Virgen María también nos invita a descubrir en nosotros la mirada misericordiosa de Dios, que ve nuestra pobreza, nuestra impotencia, pero que hace grandes cosas, maravillas en nuestras vidas.
Que la Virgen María, que es “Madre de la santa alegría” nos ayude a participar en el coro de los santos que con ella cantan la grandeza del Señor. 


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