El evangelio de
este domingo nos trae la conocida parábola de la oración del fariseo y la del
publicano.
¿En qué
coinciden ambos? Los dos van al templo, los dos oran al Señor, los dos dicen la
verdad en su oración. ¿El fariseo también? Sí. No era ladrón, ni injusto, ni
adultero; ayunaba dos veces por semana y pagaba el diezmo rigurosamente. Y
entonces ¿cuál es la diferencia entre los dos? ¿Por qué el publicano volvió a
su casa purificado, perdonado, y el fariseo no?
La diferencia es
enorme, abismal. Tenían distinta imagen de Dios y por lo mismo distinta imagen
del hombre, distinta imagen de la salvación, distinta imagen de la vida.
¿Cuál es el dios
del fariseo? Un dios del cual se puede prescindir, un dios lejano y que tiene
poco que ver con la historia humana. Un dios al cual el hombre le puede contar
los triunfos que con su propio esfuerzo conquistó.
¿Cuál es el Dios
del publicano? Es el Dios de la misericordia, pronto al perdón, el Dios que
sabe de qué barro fuimos hechos. El publicano se reconoce pecador; pero esto
que lo humilla no lo desespera. Sabe que por su debilidad no puede salvarse,
pero sobre todo sabe que el Dios de la misericordia sí pude y quiere salvarlo.
Respecto a todo
esto, nuestro Padre San Benito nos dice a los monjes dos cosas importantes.
“Cuando viere en sí algo bueno, atribúyalo a Dios, no a sí mismo; en cambio,
sepa que el mal siempre lo ha hecho él, e impúteselo a sí mismo.” (4,42-43) Y
en el Prólogo nos describe la actitud constante que tiene que tener el monje:
“Y engrandecen al Señor que obra en ellos, diciendo con el Profeta: No a
nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria.” (30)
Nosotros, como
el publicano, somos pecadores, pero, como a él, Dios nos invita a recibir su
perdón. Jesús nos invita a cambiar totalmente nuestra visión del pecado. El
pecado no causa de desaliento sino fuente de esperanza y alegría. “Hay más
alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos
que no necesitan conversión” (Lc 15,7) La Iglesia lo entiende así y por eso en
la noche más santa del año, en la Vigilia Pascual se atreve a cantar: “Feliz el
pecado de Adán que nos mereció un tan grande Salvador.”
San Benito, como
dijimos antes, nos describe al monje en actitud contemplativa, no como el
atleta que se agota con esfuerzos sobrehumanos, no como un artista que se
deleitara tallando su propia estatua, sino como el que se dedica a contemplar
agradecido la obra que con su cincel Dios va haciendo en nosotros. María,
modelo del monje y del cristiano, cantó agradecida “Hizo en mí maravillas” (Lc
1,49).
La Iglesia,
nuestra patria, nuestra diócesis de Tucumán, están viviendo tiempos difíciles,
con situaciones de pecado que nos pueden llevar a perder toda esperanza. Hay
que analizar a fondo todo esto y buscar sus causas y luchar por el remedio.
Pero será una gran ayuda la afirmación de San Pablo. “Donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia.”
Nuestro Padre
San Benito nos invita a descubrir la acción de Dios en cada uno de nosotros y
en nuestra comunidad, nos invita a felicitarlo a Dios, a darle gracias. “No a
nosotros, Señor, no a nosotros da la gloria” El mirar esa obra de Dios en cada
uno de nosotros, en nuestras comunidades, nos impulsará al arrepentimiento de
nuestros pecados y a dejarnos moldear por Él, que es nuestro hábil alfarero. El
clima de la vida del monje, de la vida del cristiano no tiene que ser de
pesimismo y de miedo sino de esperanza y alegría,
Nuestra Madre,
la Virgen María también nos invita a descubrir en nosotros la mirada
misericordiosa de Dios, que ve nuestra pobreza, nuestra impotencia, pero que
hace grandes cosas, maravillas en nuestras vidas.
Que la Virgen
María, que es “Madre de la santa alegría” nos ayude a participar en el coro de
los santos que con ella cantan la grandeza del Señor.
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