El
Señor conoce, sin duda alguna, todos los pensamientos y sentimientos de nuestro
corazón; en cuanto a nosotros, sólo podemos discernirlos en la medida en que el
Señor nos lo concede. En efecto, el espíritu que está dentro del hombre no
conoce todo lo que hay en el hombre, y en cuanto a sus pensamientos,
voluntarios o no, no siempre juzga rectamente. Y, aunque los tiene ante los
ojos de su mente, tiene la vista interior demasiado nublada para poder
discernirlos con precisión.
Sucede,
en efecto, muchas veces, que nuestro propio criterio u otra persona o el
tentador nos hacen ver como bueno lo que Dios no juzga como tal. Hay algunas
cosas que tienen una falsa apariencia de virtud, o también de vicio, que
engañan a los ojos del corazón y vienen a ser como una impostura que embota la
agudeza de la mente, hasta hacerle ver lo malo como bueno y viceversa; ello
forma parte de nuestra
miseria e ignorancia, muy lamentable y muy temible.
Está
escrito: Hay caminos que
parecen derechos, pero van a parar a la muerte. Para evitar este peligro, nos
advierte san Juan: Examinad si
los espíritus vienen de Dios.
Pero, ¿quién será capaz de examinar si los espíritus vienen de Dios, si Dios no
le da el discernimiento de espíritus, con el que pueda examinar con agudeza y
rectitud sus pensamientos, afectos e intenciones? Este discernimiento es la
madre de todas las virtudes, y a todos es necesario, ya sea para la dirección
espiritual de los demás, ya sea para corregir y ordenar la propia vida.
La
decisión en el obrar es recta cuando se rige por el beneplácito divino, la
intención es buena cuando tiende a Dios sin doblez. De este modo, todo el cuerpo
de nuestra vida y de cada
una de nuestras acciones será luminoso, si nuestro ojo está sano. Y el ojo sano
es ojo y está sano cuando ve con claridad lo que hay que hacer y cuando, con
recta intención, hace con sencillez lo que no hay que hacer con doblez. La
recta decisión es incompatible con el error;
la buena intención excluye la ficción. En esto consiste el verdadero
discernimiento: en la unión de la recta decisión y de la buena intención.
Todo,
por consiguiente, debemos hacerlo guiados por la luz del discernimiento,
pensando que obramos en Dios y ante su presencia.
De los tratados de Balduino de Cantorbery, obispo
(Tratado 6: PL 204, 466-467)
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