A través de la historia y hoy
La historia del
monaquismo occidental fiel al estudio y a la práctica de la Biblia y de la RB, no es más que una larga ilustración
de estas tendencias antropológicas y teológicas. A través de los siglos, y
hasta hoy, el monaquismo benedictino en su conjunto por una parte, los
monasterios tomados en particular por otra, y así mismo cada monje por su
cuenta, reproduce sea como sea y mediando las inevitables excepciones del
modelo del “hombre de Dios” que fue San Benito según San Gregorio Magno: un
hombre que comprometió simultáneamente en su búsqueda los tres niveles de su
dinamismo que son: la escucha, el corazón y la práctica.
La variedad de formas
que ha revestido la empresa monástica según los tiempos y lugares no ha
alterado jamás en principio el equilibrio fundamental. Dios por la acción de
Cristo y del Espíritu, no ha cesado de atraer a él y de unificar, sobre los
tres planos en los que se desarrollan, las fuerzas vivas de cada monje, de cada
comunidad y del monaquismo entero. Estas fuerzas, centradas en Dios y
alimentadas por el oficio divino, en la vida de humildad y de caridad,- y por
medio del representante de Cristo- en la obediencia, han podido asumir, en el
plano del trabajo, modalidades distintas. Que la orden de Cluny, por ejemplo,
hubo dilatado el tiempo de la oración y de la lectio, y que, por reacción, la Orden de Citeaux hubo restaurado la
dignidad del trabajo manual, es secundario. Tanto la una como la otra, y todas
las congregaciones de las épocas moderna y contemporánea, reclaman con buen
derecho del soplo esencial que animó a su fundador.
Dios, en relación
personal con el hombre, hiere de corriente el corazón del monje. En lugar de
cumplir con investigaciones intelectuales de tipo teórico, los monjes de todos
los tiempos han cuidado del espíritu recibido. La historia no recuenta casi
ningún benedictino sobresaliendo entre los teólogos de escuela, pero muy
numerosos son en los claustros los maestros de espiritualidad. Así mismo los
doctores de la Iglesia tales como San Gregorio Magno, Beda el Venerable, San
Anselmo, San Bernardo brillan más por sus intuiciones espirituales que por sus
aportes doctrinales. Cuando los monjes se consagran a los estudios
sistemáticos, su gusto por Dios los aparta de los ensayos filosóficos,
dogmáticos, morales y los conduce hacia los trabajos de exegesis bíblica o de
la liturgia donde ellos persiguen con el corazón y el espíritu su escucha de la
palabra de Dios. Las investigaciones científicas y literarias los atraen poco
y, cuando se ocupan de historia es de la mano de Dios de la cual subrayan la
intervención en sus escritos hagiográficos, sus crónicas medievales, sus
ensayos de historia eclesiástica o monástica: La historia profana no es
abordada por la Congregación de San Mauro más que en la prolongación de la
historia de la Iglesia. Dios es presentado en el corazón del monje, y es él
quien lo busca a través de sus esfuerzos de reflexión.
Pasa lo mismo cuando,
saliendo del dominio del corazón, el monje toma la palabra. Las homilías, las
conferencias espirituales, las cartas de edificación surgen abundantes de los
medios monásticos. Se siente que la experiencia íntima del corazón inspira
palabras y escritos. Cuando así mismo los monjes misioneros de la edad media se
dedican a la predicación ambulante, sus biografías insisten sobre sus retornos
periódicos al monasterio donde retoman el oficio divino, la oración
contemplativa, la vida fraterna.
El sentido de Dios
resplandece también en las actividades manuales de los monjes sobretodo en las
realizaciones artísticas. La arquitectura, la escultura, la pintura, la
iluminación, la música, la orfebrería, practicadas en los monasterios, respiran
a Dios. ¿No es el canto gregoriano una expresión resplandeciente?
El corazón, la
lengua, las manos de los monjes son dejadas deliberadamente polarizar por Dios.
La unidad que es el fruto de este paso –unidad interior y unidad en Dios de
cada uno y de todos- se traduce en la paz que reina en los monasterios: paz
nacida de Dios, impregnada de humildad y de caridad. Así no se encuentra a
través de los siglos, en los rangos de los discípulos de San Benito, más que
muy pocos monjes burlones inclinados a la polémica.
El espíritu monástico
se caracteriza por estos trazos: sentido recibido de Dios, unidad, paz. El
combate al cual la RB invita a los
monjes no pretende conducir más que a un preludio del reino de los cielos; y el
combate se libra, no entre el cuerpo y el alma, sino entre la búsqueda de la
unidad en Dios y la tendencia al esparcimiento en los valores terrestres de las
tres fuerzas vivas que están en el hombre. La antropología bíblica, dominada
por su unión a Dios, conduce a la meta la carrera monástica.
El monje no puede
hacer nada mejor hoy sino ser fiel a una tradición tan rica. Debe enfrentar las
demandas del tiempo, reconsiderar por ejemplo las condiciones del silencio, de
la obediencia, de la lectura o del trabajo, de la inserción en la Iglesia
misionera del Vaticano II, dejándose guiar en esta revisión por los principios
que han inspirado sin cesar la vida benedictina.
Bernardo de Gerardon, osb.
Monasterio Saint-Remacle
Wavreumont
4970- Stavelot (Belgica)
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