Vínculo con la teología bíblica
En la RB como en la Biblia, Dios está primero
y el hombre segundo. El hombre no es nada más que por Dios, su creador. Si él
se convierte en monje, es por un llamado de Dios. No llegará al Reino si Cristo
no lo conduce allí (72,12), por los caminos trazados por él mismo (Pról 21). Sin cesar debe escuchar la
Escritura, a Cristo, el abad que ocupa el lugar de Cristo y que no puede
enseñar, mandar o establecer que este fuera del precepto del Señor (2,4). El
secreto del monje “está en buscar a Dios” (58,7) “imitando al Señor” (7,34). Es
con justo título que, sirviéndose de un texto de salmo estructurado por
esquema. San Benito hace cantar tres veces al novicio llamado a hacer la
profesión: “Recíbeme, Señor, según tu palabra y viviré”(58,21). La vida
monástica enseñara al monje en su espera intima si se deja tomar por Dios y
conducir por su palabra.
Si el monje está
constantemente subordinado a Dios, él le está también coordenado. Busca a Dios
y Dios lo busca. Espera a Dios y Dios espera que se convierta a él. La relación
entre Dios y el hombre en la Biblia se presenta por lo tanto de manera tan
concreta que el esquema tríadico que estructura la vitalidad del hombre
estructura también la de Dios. Así como el monje busca a Dios escuchándolo,
amándolo y obrando, así Dios busca al monje hablándole y escuchándolo,
mirándolo y amándolo, protegiéndolo, sosteniéndolo con su Espíritu en su actividad. Esta imagen de Dios,
claramente expresada en la RB, es
idéntica a la de la Biblia. La antropología de la RB se apoya sobre el reconocimiento de una relación fundamental del
hombre con Dios y no se comprende más que por ella. También es útil dibujar la
imagen de Dios que ofrece la RB para
tomar mejor la del monje. Las dos comportan los tres niveles descriptos.
Como el hombre creado
a su imagen, Dios, según la RB y la
Biblia, tiene desde un principio un corazón: un corazón cuyo misterio es
inaccesible e impenetrable, pero que deja filtrar una parte de sí mismo, la que
pone en relación con el hombre. Dios ama al hombre; por la fuerza de este amor,
el monje es capaz de sobrellevar las dificultades que encuentra: “En todo ello,
vencemos en razón de aquel que nos ha amado”(7,39); “Dios es bueno (pius)” (Pról 20.38; 7,30). Su bondad para con nosotros se manifiesta en su
paciencia, por medio de la cual nos conduce a la penitencia; también se
manifiesta en la espera de nuestra conversión y en la indicación que nos da el
camino de la vida. Cuando la bondad de Dios para con el hombre es quebrantada,
puede cambiar en tristeza y en cólera. Estos sentimientos del corazón son
provocados por el comportamiento del hombre. Dios es “contristado por nuestras
malas acciones” e “irritado por los males que cometemos” (Pról 6.7). Tienen una resonancia sobre el destino del hombre: El
libra a la pena eterna a los detestables servidores que no hubieran querido
seguirle a la gloria (Pról 7). El
corazón de Dios es rico también de una inteligencia por medio de la cual se
muestra “escrutando los riñones y los corazones” de los monjes y gracia a la
cual “conoce sus pensamientos” (7,14.15). También está dotado de una voluntad
que debe “cumplirse en nosotros” (7, 19.32)
Como sucede con el
hombre, las reacciones del corazón de Dios proceden a menudo de su mirada.
“Cuando ustedes hubieran cumplido eso mis ojos estarán sobre ustedes” (Pról 18). El monje debe saber con
certeza que Dios lo mira en todo lugar (4,49). “Que el hombre reflexione que es
visto por Dios desde lo alto del cielo a toda hora, y que sus obras y gestos
son percibidos en todo lugar por la mirada divina” (7,13). Esta consideración,
capital a los ojos de San Benito, es repetida con insistencia: “los ojos del
Señor inspeccionan a los buenos y a los malos, y el Señor echa su mirada sin
cesar desde el cielo sobre los hijos de los hombres para ver si es inteligente
o que busque a Dios” (7,29). Al comienzo del capítulo 19, la RB recuerda el axioma fundamental: “En
todas partes creamos que Dios está presente y que los ojos del Señor
inspeccionan en todos los lugares a buenos y malos” (19,1). Si es importante
que el monje se compenetre con este pensamiento, es porque la mirada de Dios
prepara su juicio final.
La imagen de Dios es
también solidaria con la del hombre a otro nivel, el de la lengua y de la
escucha. No solo la mayor parte de las 270 citas escriturarias de la RB nos envían a la palabra de Dios, sino
que la frecuente mención explícita de la voz divina subraya su rol determinante
en la vida del monje. Todo comienza con ella: “Escuchemos lo que la voz divina
nos grita cada día: Hoy si ustedes escuchan mi voz” (Pról 9-10). Esta voz divina, por la cual “yo le diré: Heme aquí” (Pról 18), es atrayente “¿Hay algo más
dulce para nosotros que la voz del Señor que nos invita?” (Pról 19). Es en efecto, el Señor mismo quien nos llama a su reino (Pról 21) y que nos invita a escuchar “lo
que el espíritu dice a las Iglesias” (Pról
11). Dios dialoga con el monje a quien interroga y al cual responde. Cuando el
momento de hacer la profesión llegue, reclamará el compromiso divino: “Recíbeme
Señor según tu palabra” (58,21). La actitud esencial y constante del cenobita
consistirá en “imitar con hechos la voz del Señor” (7,32) que le hablara por la
del superior: “Quien a ustedes escucha a mí me escucha” (5,6.15). La voz de
Dios puede guardar silencio enfrente de las agitaciones del monje, pero ella se
expresara en el juicio final: “Esto hiciste y callé” (7,30).
Dios habla y escucha.
“Mis oídos están dirigidos hacia vuestras oraciones” (Pról 18).
Aunque a pesar del
ejemplo de la Biblia, la RB evita,
cuando hace alusión a Dios, evocar las manos o los pies, se refiere muchas
veces a su acción, comprometiendo con esta vía el tercer nivel en la imagen de
Dios. Que monje no emprenda nada nuevo sin pedir a Dios en la oración que el
mismo lo lleve a su fin: “ab eo perfici”
(Pról 4). Las buenas obras son en
efecto cumplidas no por hombre, sino por Dios (Pról 29) y desde entonces los monjes tienen que glorificar “al Señor
que actúa en ellos” (Pról 30). ¿Son
débiles? Es “el Señor todopoderoso quien opera la salvación” (28,5). Su manera
es desde el comienzo “indicar el camino” (Pról
20.24), luego poner a prueba (7,40-41). Durante este camino de prueba, Dios
sostiene y protege al monje (73,9) que “debe confiar en su ayuda” (68,5).
Un pasaje del Prólogo sintetiza la actitud de Dios
agrupando los tres niveles según el esquema. Después de que hubo mencionado sus
ojos, sus oídos, y su presencia, el texto prosigue: “¿Hay algo más dulce para
nosotros que la voz del Señor que nos invita, hermanos queridos? He aquí que en
su bondad el Señor nos muestra el camino de la vida” (Pról 19-20).
Los ángeles
intermediarios entre Dios y los hombres, están igualmente dotados de los tres
niveles del esquema hebraico. Es “bajo la mirada de los ángeles” que los monjes
salmodian (19,5). “Suben y bajan” la escala de Jacob (7,6). Y “a toda hora
ellos cuentan a Dios todas nuestras acciones” (7,13), “día y noche,
cotidianamente, las obras de nuestra actividad son anunciadas al Señor por
ángeles que se nos han asignado” (7,28).
La empresa de
búsqueda mutua en la cual consiste la vida monástica implica por consiguiente,
de parte de Dios y del hombre, un compromiso de sus respectivas vidas según la
clave tríadica del esquema bíblico. Dios, por amor, llama al hombre; el hombre
escucha la voz de Dios. Poniendo su corazón, responde con sus obras a los
preceptos de Dios, de la regla y del abad. Y Dios mira las obras del hombre
para juzgarlas.
El encuentro más alto
entre Dios y el Hombre se realiza en el oficio divino en el que se hallan
unidos por la palabra y la escucha del corazón y la mirada, el gesto y el paso
de uno y del otro. La RB retoma, y
aplica a su proyecto bien definido, la visión, el vocabulario y la historia de
la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Es el Dios de Israel,
el Dios de Jesucristo, quien aparece en la RB
bajo los trazos bíblicos. Del mismo modo presentado el hombre, no según el
dualismo helénico, sino según la triada de la Biblia.
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