Jesús: el Señor
y Maestro
“Ustedes
me llaman Maestro y Señor: y tienen razón, porque lo soy”. Juan 13, 13 (Cf. Mateo
23, 8-12).
“El
discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor! Cuando Simón Pedro oyó
que era el Señor, se ciñó la túnica que era lo único que llevaba puesto, y se
tiró al agua” (Juan 21, 7).
“Después
el Ángel me dijo: Escribe esto: Felices los que han sido invitados al banquete
de bodas del Cordero. Y agregó: Estas son verdaderas palabras de Dios”. Apocalipsis 19, 9.
El
Sentido – Orientaciónde los sentidos
“Esta lectura orante, bien practicada,
conduce al encuentro con Jesús-Maestro, al conocimiento del misterio de
Jesús-Mesías, a la comunión con Jesús-Hijo de Dios, al testimonio de
Jesús-Señor del universo” (Documento de
Aparecida 249) y a su contemplación.
Dice M. I. Rupnik:
“Lo que sucede sobre el altar, en la
Eucaristía, se contempla de hecho en la comunidad que la celebra, porque lo que
verdaderamente somos, es solo lo que somos en la Eucaristía. Y las paredes de
la Iglesia recogen lo que sucede sobre el altar en la comunidad, imprimen este
evento, lo absorben. Por eso la arquitectura y el arte en las paredes se
convierten en autorretrato. Las paredes de la Iglesia son la tela sobre la cual
la Iglesia pinta su autorretrato. Es más, es Cristo que por medio del Espíritu
Santo dibuja el retrato de su esposa, la Iglesia. Justo así nace el arte de los
cristianos, en una unidad orgánica con la liturgia y con la vida nueva, la vida
divino-humana de la humanidad injertada en el cuerpo de Cristo”[1].
Concluimos con una cita de un monje benedictino inglés del siglo XII llamado
Alejando de Cantorbery que comenta Ct 1,
4: “Me introdujo en la bodega”:
“En esta
bodega se encuentran cuatro bordalesas (dolia)
llenas de meliflua dulcedumbre, cuyos nombres son: simple historia, alegoría,
moralidad, anagogía, esto es, inteligencia que tiende a las cosas superiores.
Estas bordalesas se hallan ciertamente ordenadas: en primer lugar se halla
junto a la puerta de la Escritura Santa la simple historia; luego la alegoría,
esto es, la contemplación. Muy dulce bebida es la historia; pero más dulce es
en la alegoría; dulcísima, empero, en la moralidad; incomparablemente mucho más
dulce en la anagogía… La bebida que está contenida en la primera bordalesa son los ejemplos y gestas de los santos. Al aplicarnos a ellos, nuestras
almas beben en cierto modo una gran dulcedumbre. En la segunda bordalesa, esto
es en la alegoría, está la instrucción de la fe (fidei instructio); pues por la alegoría somos instruidos en la fe y
somos imbuidos en el hombre interior por el sabor de una admirada suavidad. En
la tercera bordalesa, esto es, en la moralidad, está la composición de las
costumbres; pues por el sentido moral (per
moralitatem) componemos nuestras costumbres (mores), y como restaurados por bebida de admirable dulcedumbre, nos
manifestamos contentos y amables a nuestros prójimos. La bebida que está
contenida en la cuarta bordalesa, aquélla que está en el ángulo, esto es en la
anagogía, es cierto afecto suavísimo del divino amor, por cuya inefable
dulcedumbre, cuando nuestra alma se restaura, en cierto modo se une a la misma
suma divinidad. Por tanto cuando este bodeguero (cellarius) introduce a algunos en su bodega, esto es, en la Santa
Escritura, del modo que dijimos anteriormente, les da a ellos de beber; a los
más simples y rudos en la fe, y su amor les suele dar a beber de la primera
bordalesa, esto es de la historia; a los más capaces les hace gustar de la
alegoría, a los más perfectos de la moralidad, y a los perfectísimos,
finalmente, de la anagogía, esto es de la contemplación”[2].
Addenda:
San
Agustín de Hipona, Tratado 124 sobre el
Evangelio de San Juan 5.7[3]
“Así,
pues, la Iglesia tiene conocimiento de dos vidas que le han sido predicadas y
encomendadas por divina inspiración, de las cuales una vive en la fe y la otra
en la contemplación; la una en el tiempo de peregrinación, la otra en la
eternidad de la mansión; la una en el trabajo, la otra en el descanso; la una
en el camino, la otra en la patria; la una en el trabajo de la actividad, la
otra en el premio de la contemplación; la una se aparta del mal para obrar el bien,
la otra no tiene mal alguno que evitar y tiene un grande bien de que gozar; la
una se bate con el enemigo, la otra reina sin enemigo; la una se hace fuerte en
las adversidades, la otra no siente nada adverso; la una refrena las
concupiscencias carnales, la otra se entrega a deleites espirituales; la una se
afana por conseguir la victoria, la otra vive segura en la paz de la victoria;
la una necesita ayuda en las tentaciones, la otra sin tentación alguna se goza
en su protector; la una socorre al necesitado, la otra está donde no hay
necesidades; la una perdona los pecados ajenos para que le sean perdonados los
propios, la otra no tiene qué perdonar ni qué le sea perdonado; la una es
sacudida por los males para que no se engría en los bienes, la otra por la
plenitud de la gracia carece de todo mal para que sin peligro alguno de
soberbia esté adherida al sumo Bien; la una debe discernir entre el mal y el
bien, la otra sólo contempla el bien; en conclusión, la una es buena, pero aún
llena de miserias; la otra es mejor y bienaventurada. Esta es figurada por el
apóstol Pedro; aquélla, por Juan. Esta se desenvuelve totalmente aquí hasta el
fin del mundo y allí encuentra su fin; aquélla será completa después de esta
vida, pero en la otra vida no tendrá fin. Por eso se le dice a éste: Sígueme;
de aquél, en cambio: Quiero que así, permanezca hasta que yo venga; ¿a ti qué?
Tú sígueme. ¿Qué significa esto? ¿Qué ha de significar, según mis alcances y
entendimiento, sino: Tú sígueme por la imitación, sufriendo los males
temporales, y él quédese hasta que venga a daros los dones sempiternos? Más
claramente puede decirse de este modo: Sígame una actividad perfecta, informada
con el ejemplo de mi pasión; mas la contemplación, ya incoada, permanezca así
hasta que yo venga, para completarla cuando yo haya venido. Sigue a Cristo la
plenitud piadosa de la paciencia llegando hasta la muerte; mas la plenitud de
la sabiduría, que entonces se ha de manifestar, permanece en este estado hasta
la venida de Cristo. Aquí, en la tierra de los mortales, se toleran los males
de este mundo; allí, en la tierra de los vivos, se contemplan los bienes del
Señor. Pero en cuanto dice: Quiero que él permanezca hasta que yo venga, no ha
de entenderse en el sentido de quedar o permanecer, sino en el sentido de
esperar; porque lo que por él se significa, no se verificará ahora, sino cuando
Cristo viniere. Mas en cuanto a lo que se significa por aquel a quien se dijo:
Tú sígueme, si no se realiza durante esta vida, no se llegará a la vida que se
espera. En esta vida activa, cuanto más amamos a Cristo, tanto más fácilmente
nos libramos del mal; El, empero, nos ama menos en este estado, y nos saca de
este estado para que no seamos siempre así. Allí nos ama más, porque ya no
habrá en nosotros cosa que le desagrade y que tenga que arrancar; mas aquí no
nos ama sino con el fin de curarnos y apartarnos de las cosas que El no ama.
Luego nos ama menos aquí, donde no quiere que permanezcamos, y nos ama más
allí, adonde quiere que pasemos y de donde no quiere que jamás caigamos. Ámele,
pues, Pedro para que nos veamos libres de esta mortalidad, y sea amado por Juan
para que seamos conservados en aquella inmortalidad…
7.
Pero nadie separe a estos dos insignes apóstoles. Ambos estaban en lo que Pedro
representaba y ambos habían de estar en lo que Juan figuraba. En figura le
seguía aquél y permanecía éste; mas por la fe ambos toleraban los males de esta
miseria, y ambos esperaban los bienes de aquella bienaventuranza. Y no sólo
ellos, sino toda la Iglesia, Esposa de Cristo, hace esto para verse libre de
estas tentaciones y guardarse para aquella felicidad. Estas dos vidas fueron
figuradas por Pedro y por Juan, una cada uno; pero ambos temporalmente
caminaron en ésta por la fe, y ambos gozaron de aquélla por la contemplación.
Pedro, el primero de los apóstoles, recibió las llaves del reino de los cielos
para atar y desatar los pecados a todos los justos pertenecientes
inseparablemente al cuerpo de Cristo, para sostener el gobernalle de esta vida
tempestuosa. Y en representación de esos mismos justos, destinados al
pacatísimo seno de aquella vida secretísima, Juan el Evangelista estuvo
recostado sobre el pecho de Cristo. Porque no solamente Pedro ata y desata los
pecados, sino la Iglesia entera; como tampoco solamente Juan bebió en las
fuentes del divino pecho que en el principio el Verbo Dios estaba en Dios y
todas las otras cosas sublimes acerca de la divinidad de Cristo y de la Unidad
y Trinidad de la divinidad, que en aquel reino se han de contemplar cara a
cara, mas ahora, hasta que el Señor venga, son vistas como en un espejo y en
figura, cosas que El dejaría escapar en su predicación. Mas también el Señor
mismo difundió por todo el mundo su Evangelio para que todos, cada uno según su
capacidad, bebiesen de él”.
[1]M. I. RUPNIK, “Arte como belleza de la fe y la vida consagrada como
confesión gozosa de la misma”, en Profecía
de amor, La Vida Consagrada, testimonio de misericordia, BAC, Madrid, 2015,
pp. 62-63.
[2] ALEJANDRO DE CANTORBERY, PL
159, 707-708, citado por H. de Lubac, Exégèse
Médiévale, Vol II, p. 637, traducción de J. SEIBOLD, La Sagrada Escritura en la Evangelización de América Latina, Tomo
I, San Pablo, Bs. As. 1993, pp. 45-46, n. 51.
[3] CCL 36, 685-687. Obras de San
Agustín XIV, BAC, Madrid, 1965, pp. 663-641.
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