domingo, 4 de junio de 2017

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS


Ven, Espíritu Santo,
y envía desde el cielo
un rayo de tu luz.

Ven, Padre de los pobres,
ven a darnos tus dones,
ven a darnos tu luz.

Consolador lleno de bondad,
dulce huésped del alma
suave alivio de los hombres.

Tú eres descanso en el trabajo,
templanza de la pasiones,
alegría en nuestro llanto.

Penetra con tu santa luz
en lo más íntimo
del corazón de tus fieles.

Sin tu ayuda divina
no hay nada en el hombre,
nada que sea inocente.

Lava nuestras manchas,
riega nuestra aridez,
cura nuestras heridas.

Suaviza nuestra dureza,
elimina con tu calor nuestra frialdad,
corrige nuestros desvíos.

Concede a tus fieles,
que confían en tí,
tus siete dones sagrados.

Premia nuestra virtud,
salva nuestras almas,
danos la eterna alegría.
Amén.

La secuencia de Pentecostés Veni Sancte Spiritus es una oración, con la que la Iglesia pide la venida del Espíritu Santo. Recuerda la primera venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles en Pentecostés.

Hechos 2,1 Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. 2 De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. 3 Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. 4 Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. 5 Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. 6 Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. 7 Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? 8 ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? 9 Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, 10 en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, 11 judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios».

El texto poético se atribuye a Stephen Langton (alrededor de 1150-1228), arzobispo de Canterbury, aunque también fueron considerados sus autores tanto el rey de Francia Roberto II el Piadoso (970-1031) como el papa Inocencio III (ha. 1161-1216).


I.                  Rainero Cantalamessa, ofmcap

Todos hemos visto en alguna ocasión la escena de un coche averiado: dentro está el conductor y detrás una o dos personas empujando fatigosamente el vehículo, intentando inútilmente darle la velocidad necesaria para que arranque. Se detienen, se secan el sudor, vuelven a empujar… Y de repente, un ruido, el motor se pone en marcha, el coche avanza y los que lo empujaban se yerguen con un suspiro de alivio. Es una imagen de lo que ocurre en la vida cristiana. Se camina a fuerza de impulsos, con fatiga, sin grandes progresos. Y pensar que tenemos a disposición un motor potentísimo («¡el poder de lo alto!») que espera sólo que se le ponga en marcha. La fiesta de Pentecostés debería ayudarnos a descubrir este motor y cómo ponerlo en movimiento.
El relato de Hechos de los Apóstoles comienza diciendo: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar». De estas palabras deducimos que Pentecostés preexistía… a Pentecostés. En otras palabras: había ya una fiesta de Pentecostés en el judaísmo y fue durante tal fiesta que descendió el Espíritu Santo. No se entiende el Pentecostés cristiano sin tener en cuenta el Pentecostés judío que lo preparó. En el Antiguo Testamento ha habido dos interpretaciones de la fiesta de Pentecostés. Al principio era la fiesta de las siete semanas, la fiesta de la cosecha, cuando se ofrecía a Dios la primicia del trigo; pero sucesivamente, y ciertamente en tiempos de Jesús, la fiesta se había enriquecido de un nuevo significado: era la fiesta de la entrega de la ley en el monte Sinaí y de la alianza.
Si el Espíritu Santo viene sobre la Iglesia precisamente el día en que en Israel se celebraba la fiesta de la ley y de la alianza es para indicar que el Espíritu Santo es la ley nueva, la ley espiritual que sella la nueva y eterna alianza. Una ley escrita ya no sobre tablas de piedra, sino en tablas de carne, que son los corazones de los hombres. Estas consideraciones suscitan de inmediato un interrogante: ¿vivimos bajo la antigua ley o bajo la ley nueva? ¿Cumplimos nuestros deberes religiosos por constricción, por temor y por acostumbramiento, o en cambio por convicción íntima y casi por atracción? ¿Sentimos a Dios como padre o como patrón?
El secreto para experimentar aquello que Juan XXIII llamaba «un nuevo Pentecostés» se llama oración. ¡Es ahí donde se prende la «chispa» que enciende el motor! Jesús ha prometido que el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan (Lc 11, 13). Entonces, ¡pedir! La liturgia de Pentecostés nos ofrece magníficas expresiones para hacerlo: «Ven, Espíritu Santo… Ven, Padre de los pobres; ven, dador de los dones; ven, luz de los corazones. En el esfuerzo, descanso; refugio en las horas de fuego; consuelo en el llanto. ¡Ven Espíritu Santo!».


II. San Juan Pablo II, Homilía de Pentecostés 1998.

5. Veni, Sancte Spiritus!... la magnífica secuencia, que contiene una rica teología del Espíritu Santo, merecería ser meditada, estrofa tras estrofa. Aquí nos detendremos sólo en la primera palabra: Veni, ¡ven! Nos recuerda la espera de los Apóstoles, después de la Ascensión de Cristo al cielo.
En los Hechos de los Apóstoles, san Lucas nos los presenta reunidos en el cenáculo, en oración, con la Madre de Jesús (cf. Hch 1, 14). ¿Qué palabra podía expresar mejor su oración que ésta: «Veni, Sancte Spiritus»? Es decir, la invocación de aquel que al comienzo del mundo aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1, 2), y que Jesús les había prometido como Paráclito.
El corazón de María y de los Apóstoles espera su venida en esos momentos, mientras se alternan la fe ardiente y el reconocimiento de la insuficiencia humana. La piedad de la Iglesia ha interpretado y trasmitido este sentimiento en el canto del «Veni, Sancte Spiritus». Los Apóstoles saben que la obra que les confía Cristo es ardua, pero decisiva para la historia de la salvación de la humanidad. ¿Serán capaces de realizarla? El Señor tranquiliza su corazón. En cada paso de la misión que los llevará a anunciar y testimoniar el Evangelio hasta los lugares más alejados de la tierra, podrán contar con el Espíritu prometido por Cristo. Los Apóstoles, recordando la promesa de Cristo, durante los días que van de la Ascensión a Pentecostés concentrarán todos sus pensamientos y sentimientos en ese veni, ¡ven!
6. Veni, Sancte Spiritus! Al empezar así su invocación al Espíritu Santo, la Iglesia hace suyo el contenido de la oración de los Apóstoles reunidos con María en el cenáculo; más aún, la prolonga en la historia y la actualiza siempre.
Veni, Sancte Spiritus! Así continúa repitiendo en cada rincón de la tierra con el mismo ardor, firmemente consciente de que debe permanecer idealmente en el cenáculo, en perenne espera del Espíritu. Al mismo tiempo, sabe que debe salir del cenáculo a los caminos del mundo, con la tarea siempre nueva de dar testimonio del misterio del Espíritu.
Veni, Sancte Spiritus! Oremos así con María, santuario del Espíritu Santo, morada preciosísima de Cristo entre nosotros, para que nos ayude a ser templos vivos del Espíritu y testigos incansables del Evangelio.
Veni, Sancte Spiritus! Veni, Sancte Spiritus! Veni, Sancte Spiritus! ¡Alabado sea Jesucristo!


III.         Jean Lafrance, Acto de ofrenda al Espíritu Santo, Día y Noche, San Pablo, Madrid, 1993, pp. 119-120.

Padre, en nombre de Jesús, dame tu Espíritu.
Trinidad santa, confesamos el poder de Dios, que ha resucitado a Jesús de entre los muertos, y creemos que el Espíritu fue derramado en abundancia sobre María y los apóstoles reunidos en oración en el cenáculo. Te alabamos por la fuerza de lo alto, que revistió a los discípulos haciendo de ellos testigos de Cristo resucitado; por los dones y los carismas dados a la Iglesia.
Confesamos también que en el bautismo hemos sido poseídos por el poder de ese mismo Espíritu, que ha hecho su morada en nosotros y nos ha identificado con Cristo vivo, convirtiéndonos en hijos adoptivos del Padre y en templos de la Trinidad santa.
Confesamos también que este Espíritu está encarcelado en nuestros corazones de piedra y que no puede desplegar en nuestra vida y en la Iglesia el poder del nombre de Jesús resucitado mediante signos manifiestos.
Por ello suplicamos a Jesús, sentado a la derecha del Padre, que acepte rogarle en su nombre, a fin de que nos envíe al Espíritu Santo. Que ilumine nuestra inteligencia para que descubramos la voluntad del Padre, que nos dé su fuerza para cumplirla y que encienda en nuestro corazón el fuego de su amor.
Como el Espíritu nos consagra en la verdad y la santidad, queremos ofrecerle todo nuestro ser y entregarnos a su acción creadora y santificadora. Confiamos esta ofrenda a la Virgen toda pura y toda santa, a fin de que nos obtenga la gracia de obedecer a todas sus inspiraciones.
Puesto que no sabemos orar como conviene y Jesús nos pide que oremos sin cesar, suplicamos al Espíritu Santo que venga a orar en nosotros con gemidos inenarrables. Que haga brotar la oración de lo profundo de nuestro corazón, le cure de todas sus heridas y nos introduzca en los abismos del amor trinitario.

Finalmente, rogamos al Espíritu que despliegue en nosotros el poder del Resucitado, a fin de que se produzcan curaciones, signos y prodigios en el nombre de Jesús y de que podamos anunciar con seguridad la Palabra de Dios. Amén.

No hay comentarios:

Publicar un comentario