Sagrario obra de Ballester Peña (Museo de Arte Sacro)
La
liturgia nos presenta lecturas distintas para los tres ciclos. Estás lecturas
subrayan un aspecto particular de este gran misterio de la Eucaristía. Las de
este año, Ciclo A, nos la presenta sobre todo como el alimento para avanzar por
el camino del desierto de la vida hacia la tierra prometida del final de los
tiempos.
Sería
bueno entonces empezar por un análisis de las distintas hambres que padecemos
hoy. Pero esto sería muy largo, veamos una en concreto sin pretender definir si
es la principal. El mundo tiene hambre de unidad.
Hay
desunión en el mundo entre las naciones; el Papa Francisco dice que estamos
viviendo la tercera guerra mundial por sectores, tercera guerra mundial no
menos peligrosa que las dos anteriores. Hay desunión, en algunos casos
violencia entre distintas religiones. Hay desunión entre los que nos declaramos
cristianos. La unidad perfecta no la encontramos en las parroquias, ni en las
comunidades religiosas, ni en las familias.
“Padre
que sean uno como Yo y Tu somos uno” Pero Jesús, además de rezar por la unidad,
nos dio un medio para superar las divisiones: “Ámense unos a otros como yo los
he amado”
Es
la solución, es el mandamiento. Pero somos débiles y egoístas. Necesitamos el
remedio. El remedio es una comida: el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
El
texto del Deuteronomio, que se proclamó, nos habla de la situación del Pueblo
Elegido en el desierto. En ese largo peregrinar de 40 años el Pueblo tenía que
tener claro de dónde había salido: la esclavitud de Egipto y hacia dónde iba:
la Tierra Prometida, Pero debilitado, sin agua y sin pan, corría el riesgo de
olvidar las dos cosas, Dios, compadecido, hizo brotar agua de la roca y lo
alimentó con el maná.
Jesús
en el evangelio nos dice que es Él el verdadero maná. El maná del desierto le
sirvió al Pueblo para sostener sus fuerzas físicas. El maná, que es el Cuerpo
de Cristo, nos da ya desde ahora la vida eterna y siembra en nuestro cuerpo la
semilla de la resurrección.
San
Pablo en la carta a los Corintios nos indica el primer efecto del comer el
Cuerpo y beber la Sangre de Jesús: la unidad en Cristo: “Formamos un solo
Cuerpo porque participamos de un único pan”.
San
Agustín profundiza y desarrolla esta verdad. Cristo es la cabeza, los
cristianos somos sus miembros. Los miembros no están separados de la Cabeza
porque es un Cuerpo vivo. Cuando en la Eucaristía recibimos a la Cabeza,
recibimos también a sus miembros, todos los bautizados. Allí se curan las
heridas, allí se suturan las divisiones, allí se superan los egoísmos. La
Eucaristía es antídoto de los egoísmos y fermento de unidad.
Cuando
comulgamos con el Cristo que murió y resucitó por nosotros, comulgamos también
con los mártires de hoy que también están muriendo por nosotros. Cuando
comulgamos el Cuerpo de Cristo, clavado en la cruz por nosotros, comulgamos con
todos sus miembros que hoy están sufriendo en distintas cruces; las cruces de
las injusticias, las cruces de las víctimas de violencia, las cruces de los
destierros, las cruces de las enfermedades. Cuando comulgamos con Cristo,”hecho
pecado” por nosotros, comulgamos con nuestros hermanos con quienes compartimos
el pecado para poder compartir la misericordia. Cuando comulgamos con Cristo,
que se hizo en todo semejante a nosotros, compartimos con nuestros hermanos sus
alegrías y esperanzas y sus sufrimientos y angustias. Cuando comulgamos con
Cristo, sentado glorioso a la derecha del Padre, comulgamos con la Virgen
María y todos los santos, comulgamos con nuestros seres queridos que han muerto
y ya están gozando en el cielo.
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