sábado, 27 de enero de 2018

La oración: “lucha cuerpo a cuerpo que se gana dejándose vencer” - Lectio de Génesis 32, 23-33 según una Catequesis de S. S. Benedicto XVI- (Tercera parte)




(“El hombre no habrá terminado jamás de luchar contra Dios. La misteriosa lucha de Jacob con el ángel, lucha audaz pero necesaria, necesaria pero desigual, duró toda la noche; toda la noche de nuestra sombría historia”[1].



“Sub nocte Jacob caerula,

Luctator audax angeli,

Eo usque dum lux surgeret,

Sudavit impar praelium”[2]



“Jacob en la noche azulada,

Contra el ángel luchador audaz,

Hasta que la luz amaneciese,

Afanóse en lucha desigual”.)





V. La lucha por el nombre nuevo



“El rival, que parece estar retenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de ceder a la petición del Patriarca, le pregunta su nombre: «¿Cómo te llamas?». El patriarca le responde: «Jacob» (v.28). Aquí la lucha da un giro importante. Conocer el nombre de alguien, implica una especie de poder sobre la persona, porque el nombre, en la mentalidad bíblica, contiene la realidad más profunda del individuo, desvela el secreto y el destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad sobre el otro y esto permite poderlo dominar. Cuando, por tanto, por petición del desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de entrega, de consigna total de sí mismo al otro

Pero en este gesto de rendición, también Jacob resulta vencedor, paradójicamente, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: «En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido» (v.29). «Jacob» era un nombre que recordaba el origen problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda al término «talón», y manda al lector al momento del nacimiento de Jacob, cuando saliendo del seno materno, agarraba el talón de su hermano gemelo (Gn 25, 26), casi presagiando el daño que realiza a su hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob recuerda también al verbo «engañar, suplantar». Y ahora, en la lucha, el Patriarca revela a su oponente, en un gesto de rendición y donación, su propia realidad de quien engaña, quien suplanta; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el defraudador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que le marca una nueva identidad. Pero también aquí, el relato mantiene su duplicidad, porque el significado más probable de Israel es «Dios fuerte, Dios vence»”.



El tema del nombre está vinculado a la identidad y la vocación: “Ya no te llamarás Abrán, sino Abrahán, porque te hago padre de una multitud de pueblos” (Gn 17, 5); y a la lucha y al alimento: “Quien tenga oídos escuche lo que dice el Espíritu a las Iglesias: Al vencedor le daré el maná escondido, le daré una piedra blanca y gravado en ella un nombre nuevo que sólo conoce el que lo recibe” (Ap 2, 17).

El nombre de Dios “y” el nombre del hombre, el texto narra la “y”. El padre y poeta Hugo Mujica ha escrito:



“Dios tan cercanamente lejano como lejana es su cercanía, responde a quien lucha por saber su nombre, responde con la misma pregunta con la que el hombre busca conocerlo… Jacob, en este insondable relato que nos trasmite el libro del Génesis, acababa de luchar, «hasta rayar el alba» con el ángel de Dios, con su misterioso mensajero. Como fruto de este combate obtiene un doble conocimiento: de sí mismo y de Dios, del fundamento de su ser y de aquel que lo funda. Por un lado su dimensión humana más profunda, su ser-en-relación lo contempla frente al horizonte de lo divino, frente al absoluto de la vida y, en esa visión, en esa «lucha», su ser-en-relación se dilata en ser-en-misión. Dilatación que hace del vivir servir, de la vocación misión. Por otro lado también su conocimiento de Dios se profundiza, paradójicamente, profundizando su conciencia de desconocerle, de no poder abarcar, aún «venciendo», la trascendencia de Dios. Captando al Absoluto como aquel cuyo nombre nadie sino él puede revelar, aquel cuyo mostrarse, decirse, es del don de su revelación, de su mostración…Vemos otra dimensión de la metáfora del nombre: cuando Dios potencializa una vida, cuando le devela su significado más profundo, su misión, también el nombre cambia, la cifra de su destino se reviste de una nueva significación, de una nueva y dinámica expresión…Toda la historia de la salvación, toda la salvación de la historia, será el despliegue de este diálogo: el hombre queriendo conocer el nombre de Dios, suplicando: «Dime por favor tu nombre», y Dios respondiendo, nombrando, significando el tiempo, significando la historia”[3].



Para conseguir la bendición Jacob tiene que confesar su gastado nombre, su historia, su demonio y su pecado. ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres? ¿Cuál es tu destino? ¿Qué dice la gente de ti? ¿Qué espera la gente de ti? ¿Y tú que dices de ti mismo? ¿Eres lo que haces? ¿Eres lo que tienes? ¿Eres lo que los otros piensan-dicen de ti?

Jacob es un “suplantador”, un “embaucador” para obtener la primogenitura (Cf. Gn 25, 26), un tramposo para recibir la bendición (Cf. Gn 27, 36). Un resentido con su padre, un dominado por su madre, un inconforme con lo que es, por eso quiere suplantar a su hermano, ocupar su lugar, no quiere ser lo que es, no quiere depender de otro, no quiere recibir de otro. Sufre el dolor de no poder ser lo que quería y en el fondo de no aceptar ser quien en realidad era. Como engañaba era engañado, como el usaba a los demás también era usado. Ya era portador de la bendición, pero dudaba de la anterior y necesitaba la nueva para dar el paso siguiente. Quiere legitimar la bendición robada. Duda también de la promesa de Betel, el tema de fondo es el miedo y la confianza.

Dios bendice y calla su nombre, el hombre recibe un nombre nuevo y sale rengueando, es “como si lo tortuoso, que antes se adhería al espíritu del taimado, se hubiera salido al cuerpo” (Ewald). Lo que paraliza espiritualmente a Jacob es su testaruda referencia y dependencia de sí mismo, que lo lleva a buscar tomar ventaja de los otros, lo que es paralelo al miedo a los otros, y es justamente esto lo que se hiere, es allí donde Dios toca. “-Hombre ya te he explicado lo que está bien, lo que el Señor desea de ti: que defiendas el derecho y ames la lealtad, y que seas humilde con tu Dios” (Miq 6,8). Jacob vence pero sale marcado (Cf. 2 Cor 4, 10-12), gana la pelea cuando es golpeado, paradójicamente gana cuando pierde. Necesita de un bastón, de una muleta, necesita ayuda, apoyarse en Dios. Es un privilegio ser derrotado por Dios.

Vulcano era un dios rengo, un dios a medias, pero aquí la renguera no aparece como un signo de imperfección, sino como un símbolo del poder divino, que deja su trascendente impronta en el hombre, y de la condición de criatura, con un límite que es la posibilidad de la conversión.

El muslo del agarrador de talones fue atrapado y herido antes de ser bendecido. Como dice san Pablo:



“Pues bien, para que no me envanezca, me han clavado en las carnes un aguijón, un emisario de Satanás que me abofetea. A causa de ello rogué tres veces al Señor que lo apartara de mí. Y me contestó: Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. Así que muy a gusto presumiré de mis debilidades, para que se aloje en mí el poder de Cristo. Por eso estoy contento con las debilidades, insolencias, necesidades, persecuciones y angustias por Cristo. Pues cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 7 10).





VI. La lucha por el nombre de Dios



“Por tanto, Jacob ha prevalecido, ha vencido – es el mismo adversario quien los afirma – pero su nueva identidad, recibida del mismo contrincante, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pide a su vez el nombre de su oponente, este no quiere decírselo, pero se le revela en un gesto inequívoco, dándole su bendición. Esta bendición que el Patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es una bendición obtenida mediante engaño, sino que es gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque está solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega indefenso, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por esto, al final de la lucha, recibida la bendición, el Patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: «He visto a Dios cara a cara, y he salido con vida» (v.31), ahora puede atravesar el vado, llevando un nombre nuevo pero «vencido» por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida”.



Por el nombre de Dios pregunta profesionalmente el teólogo, que debe ser un orante.Si eres teólogo reza verdaderamente, si rezas verdaderamente eres teólogo” (Evagrio Póntico), porque “para poder comprender las cosas divinas es necesaria la oración” (Orígenes). Es imposible separar esta pregunta de la oración. Nos lo recordaba (hace poco) el mismo Benedicto XVI, aludiendo tal vez implícitamente a nuestro texto:



“La fe recta orienta a la razón hacia su apertura a lo divino, para que ésta, guiada por el amor a la verdad, pueda conocer a Dios más de cerca. La iniciativa de este camino la tiene Dios, que ha puesto en el corazón del hombre la búsqueda de su rostro. Por lo tanto, forman parte de la teología, por un lado, la humildad que se deja «tocar» por Dios, y, por otro, la disciplina que se vincula al orden de la razón, que preserva al amor de ceguera y que ayuda a desarrollar su fuerza visual”[4].



La pregunta por el nombre de Dios, tiene así una respuesta “Soy el que soy” (Éx 3, 13), porque “El Señor pasó ante él (Moisés) proclamando: el Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel…” (Éx 34, 6). Como dice Isaac de la Estrella:



“Es pues a él a quien buscamos; retengámosle, no lo dejemos e interroguémosle sobre él mismo insistentemente e importunamente. Él soporta que se le haga sufrir violencia; quiere ser vencido, y es sólo una vez vencido cuando da su bendición; y es porque quiere absolutamente ser retenido, por lo que pide que se le deje ir: Déjame ir, dice, es la aurora[5].



Jacob pregunta por su nombre porque quiere hacer a Dios su aliado a la fuerza, quiere poseerlo, desea ponerlo a su servicio. ¿Cuál es la motivación y la finalidad de nuestra pregunta por el nombre de Dios?

El P. M-D. Chenu, op. nos recuerda que



“en una alegoría muy sugestiva, Santo Tomás describe simbólicamente el enfrentamiento de un teólogo con el misterio de Dios. Recuerda el episodio de la lucha de Jacob con el ángel (Génesis, cap. 32), y comenta: Durante toda la noche lucharon a brazo partido, tensos los músculos, sin que ninguno de los dos cediera. De madrugada, el ángel desapareció, cediendo aparentemente el terreno a su contrincante. Entonces Jacob sintió un dolor agudo en el muslo: estaba herido y cojeaba. Así, del mismo modo el teólogo se enfrenta con el misterio, al nivel del cual Dios lo ha llevado; tensa sus músculos, se apuntala en sus expresiones humanas, empuña sus objetos con toda su fuerza, incluso da la impresión de que se adueña de ellos; pero entonces acusa una debilidad dolorosa y deleitable a la vez, ya que su derrota constituye en realidad la prenda de su divino combate”[6].



Por su parte Michel Ghelber escribe:



“Hasta que punto todo teología apofática –incluso con las mejores intenciones pedagógicas- se revela ingenua ante las impresionantes sugestiones que nos inspira la lucha de Jacob con Dios. Todo sucede como en una alucinante arealidad, fuera de toda ética, fuera de toda historia. Pero ¡la realidad fundamental, casi inconcebible, y tan terrible, nos descubre, nos deja entrever, esta lucha con Dios para retenerle! Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con dioses y con hombres y has podido (Gn 32, 29)”[7].



Dios se va revelando progresivamente (Cf. Jc 13): primero se presenta a oscuras en la noche (pelea con el hombre), se revela en y por la palabra (apuntado en el nombre de Israel) y es reconocido cuando amanece (Cf. Lc 24, 31).

Israel ha luchado con Dios y lo ha visto cara a cara, y en ese mismo acto le fue quitada su máscara, como bellamente muestra el bajorrelieve contemporáneo que precede al texto bíblico, por eso también podrá mirar a la cara a su hermano, confiando en el Dios de Betel y en sí mismo. No podemos mirar el rostro de Dios a través de una máscara.

“Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). Dicho de otro modo, sólo vemos nuestro verdadero rostro en los ojos de nuestro Padre. Tenemos el rostro del Hijo, por eso debemos dejarnos sacar y sacarnos nuestra máscara para que brille su rostro.

[En la Iglesia del Monasterio del Siambón (Tucumán) están (estaban) restaurando el Cristo Rey de Ballester Peña, el gran trabajo, una ardua lucha, es volver al rostro original, el que hizo el autor, que está debajo de las reformas-deformaciones posteriores. El asunto dice la restauradora está en la mirada, en los ojos en que podemos ver al Padre y vernos].

Es curioso ver en el relato siguiente cómo Jacob/Israel “vence” a su hermano. No con los regalos y las postraciones, sino caminando rengo, humildemente, la contraposición con el hermano que corre es más que evidente, por lo que nos viene a la memoria la parábola de Lucas (Cf. Lc 15, 11-32). Vence siendo objeto de compasión, experimenta la misericordia fraterna, porque ha experimentado la gracia de Dios. El rostro de su hermano será un reflejo del rostro del Padre y del Hijo por el Espíritu.

(Peter Kreeft nos recuerda que:



“dice C.S. Lewis al final de su novela Hasta que tengamos rostros: «¿Cómo vamos a poder encarar a los dioses si no tenemos caras?». Este es el sentido de la vida: conseguir una cara (un rostro), convertirnos en personas reales, volviéndonos nosotros mismos -pero de manera y hacia un fin que ni siquiera pueden imaginar los populares psicólogos de nuestro tiempo que repiten estas cosas tan campantes. Sí, en efecto, la vida es un proceso de convertirse en uno mismo -pero es a través del sufrimiento, no por medio del pecado; mediante grandes «No» además de grandes «Sí», trepando contra la gravedad de nuestro egoísmo, no por medio de caminos llanos y directos de «auto-realización» y «auto-actualización». El sentido de la vida es guerra. Y nuestros enemigos no son menos sino más formidables que la carne y la sangre. A menos que los derrotemos moriremos de una muerte infinitamente más desesperante y horrible que la sangre coagulada de cualquier campo de batalla. No es fácil conseguir una cara”[8].)

Pedro Edmundo Gómez, osb.



[1] Henri de Lubac, Por los caminos de Dios, Carlos Lohlé, Bs. As., 1962, p. 160.
[2] Prudencio, Libro de las horas, Himno II, p. 10, citado por Henri de Lubac, op. cit., p. 160
[3] Hugo Mujica, Camino del nombre, Un método de meditación cristiana, Patria Grande, Bs. As., 1985, p. 53ss.
[4] Benedicto XVI, “¿Qué es la teología?, Discurso en la entrega del Premio Ratzinger”, 30 de junio de 2011.
[5] Isaac de la Estrella, Sermón 21, 14.
[6] Marie-Dominique Chenu, ¿Es ciencia la teología?, Editorial Casal I Vall, Andorra, 1959, p. 56.
[7] Citado por Olivier Clement, El otro sol, Itinerario espiritual, Narcea, Madrid, 1983, p. 65.
[8] P. Kreeft, Tres filosofías de vida, Job: la vida como sufrimiento, Ucalp, La Plata, 2001, p. 108.

sábado, 20 de enero de 2018

La oración: “lucha cuerpo a cuerpo que se gana dejándose vencer” - Lectio de Génesis 32, 23-33 según una Catequesis de S. S. Benedicto XVI- (Segunda Parte)

      III. La noche, la lucha y la sombra



“La noche es momento favorable para actuar a escondidas, el tiempo oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en el territorio del hermano sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo es él el sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para intentar evitarse una situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo, se encuentra ahora teniendo que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob lucha contra alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica «un hombre» de manera genérica, «uno, alguien»; se trata de una definición vaga, indeterminada, que quiere mantener al asaltante en el misterio. Está oscuro, Jacob no consigue distinguir a su contrincante, y también para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al Patriarca, y este es el único dato seguro que nos da el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha terminado y ese «alguien» ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios”.



Los dos elementos a subrayar son la noche y la lucha. La noche es una realidad y un signo. Viajar de noche es una práctica conocida como defensa contra el calor, pero no lo es cruzar un río de noche aunque sea por un vado. La noche oculta el rostro, la identidad; en ella el hombre es débil y el enemigo fuerte, y por ella se explica el pavor y la duración de la pelea. Pero, también solíamos cantar un himno que dice: “La noche no interrumpe tu historia con el hombre. La noche es tiempo de salvación. De noche descendía tu escala misteriosa, hasta la misma piedra donde Jacob dormía. La noche es tiempo de salvación. De noche celebrabas la Pascua con tu Pueblo, mientras en las tinieblas volaba el exterminio…”[1].

En esa noche acontece un evento: una lucha. Algunos hacen notar que fue el otro el que lucho con Jacob, o al menos el que lo ataca. ¿De quién se trata? ¿Un pastor, un brujo, un sabio, un bandido, el demonio del torrente, que defiende los límites y cobra peaje (Cf. Ex 4, 24 ss); el espíritu protector de Esaú, que le echa en cara la injusticia; el ángel de Jacob, para infundirle coraje por su desconfianza; el mismo Jacob en su propia dualidad (integro pero suplantador; soñador pero sin imaginación; honesto pero miedoso; sereno pero introvertido; inteligente pero frustrado; astuto pero manipulado; distanciado de su padre pero asfixiado por su madre; amante de alguien con quien no se podía casar pero que fue amado por alguien con quien se había casado sin amor); o será Dios el que lucha con él (Cf. Os 12, 4)?

Lucha con Dios o mejor lucha de Dios. Lo divino en Jacob ha luchado y ha vencido lo humano de Jacob, descubre su otro yo (verdadero yo), resiste al agresor y vence al ser vencido, logra la victoria sobre sí mismo al tomar conciencia, asumir, su verdad. Percibe lo divino en sí mismo, descubre su nombre, su identidad, su vocación (Dios habita, está presente, en el interior del hombre).

Jacob en la noche lucha con su sombra. Como dice el benedictino Anselm Grün:



“En la historia bíblica que relata la lucha de Jacob con alguien desconocido se hace patente el Dios oscuro. Jacob se encuentra solo en medio de la noche. En ese momento entra en escena un hombre que sale de la oscuridad y se entabla una lucha entre ambos. Es un duelo de vida o muerte y se extiende a lo largo de la noche hasta que raya el alba. El hombre con el que lucha, que en realidad parecería que no tiene nada que ver con Dios, le da un golpe certero en la articulación femoral y lo hiere. De pronto, Jacob se detiene y ambos hombres se encuentran cara a cara, ambos sienten una confianza mutua y se animan a hablar. Jacob le pide que lo bendiga pues siente que necesita la fuerza de este hombre que surge de la oscuridad y que necesita la fuerza de la sombra de este hombre para poder enfrentar a su hermano Esaú. En esta situación extrema, Jacob experimenta a Dios. En este hombre oscuro, que lo ataca y lo hiere, Dios lo bendice y le ofrece un nuevo nombre. Ya no se llamará Jacob. Ya no será un farsante. Él pasa a llamarse Israel, es decir, el que ha sido fuerte contra Dios. Jacob sale transformado de esa lucha nocturna, y su experiencia de la noche oscura ha servido de bendición para muchos y lo ha transformado en patriarca de muchas naciones”[2].



Y como afirma en otro lugar, Jacob en el camino de su vida ya se había encontrado con su sombra, pero siempre había huido de ella[3]. Y nuevamente:



“Piensa que deberá hacer frente a su sombra. Le entra miedo y planea congraciarse con su hermano por medio de regalos. Pero fueron inútiles todos los intentos humanos de vencer el resentimiento del hermano a base de regalos, porque Jacob no tendría que enfrentarse ya con su propia sombra. Esto había tenido lugar en la singular escena de la lucha nocturna, mano a mano, con un hombre misterioso (Gén 32, 32-33). Jacob no puede esquivar aquella lucha. Se ve obligado a afrontar su propia verdad”[4].



En nuestra vida espiritual debemos encontrar y pelear con nuestra sombra, para encontrarnos y hablar con Dios:



“En Jacob nos muestra la Biblia que hay dos maneras de salir al paso de la propia sombra. La primera es la de luchar con la sombra. La segunda consiste en postrarse humildemente ante la sombra y acatarla. Cuando Jacob se encuentra con su hermano Esaú, se postra ante él siete veces consecutivas. Entonces corre Esaú hacia él, lo abraza y lo besa. Lloran juntos los dos… Es significativo que, en las dos maneras de encuentro con la sombra, se reconoce siempre a Dios en la sombra”[5].



La lucha en la noche con la sombra es el paradigma de nuestra experiencia de Dios:



“Dios sale a nuestro encuentro no sólo en la luz, sino también en la tiniebla; no sólo en el descanso, sino también en la lucha. Dios no es sólo un Dios tierno y cariñoso; es también un Dios que agarra y hiere. Quien se adentra en esta lucha, aun a riesgo de quedar herido, llegara a ser realmente hombre”[6].



(En la Segunda serie de sentencias Bernardo de Claraval escribe: “94. Jacob lucho cuatro veces: en el seno materno con Esaú; en la adolescencia con su mismo hermano; en Mesopotamia con Labán; en Betel con el ángel”[7]. Y en la Tercera serie de sentencias agrega:

“39. La triple lucha. Luchamos contra la carne, contra el siglo o los falsos hermanos, contra el diablo, contra Dios. Lucho Jacob con su hermano en el vientre de su madre. Lucho en cierto modo cuando le arrebató los derechos de primogenitura. Lucho contra Labán y luego contra el ángel. Labán significa blanquear al diablo”[8].)





IV. La herida, el abrazo y la bendición



“El episodio se desarrolla en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también como se ha desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer quien de los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario – dice el texto – «no conseguía vencerlo» (v.26); y finalmente golpea a Jacob en el fémur, provocándole una dislocación. Se podría pensar que Jacob sucumbe, sin embargo, es el otro el que le pide que le deje ir; pero el Patriarca se niega, imponiendo una condición: «No te soltaré si antes no me bendices» (v.27). El que con engaños le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende de un desconocido, de quien quizás empieza a percibir las connotaciones divinas, sin poderlo reconocer verdaderamente”.



En la lucha se da un juego entre retener y soltar (Cf. Jn 16, 7). Como dice el poeta:



“El amor no consiste sólo en una entrega pasiva sino que es una tensión de todo nuestro ser, según aquellas célebres palabras de los Cantares: Ha puesto la mano izquierda sobre mi cabeza y, con su diestra, me abrazará. Con una mano me retiene y me sostiene, y, con la otra, me atrae[9].



Si reunimos libremente algunos pasajes del Cantar de los Cantares podríamos armar un texto paralelo al que nos ocupa, para leerlo en clave esponsal:



“Me encontraron los guardias que rondan la ciudad. Me golpearon y me hirieron, me quitaron el manto los centinelas de las murallas” (Ct 5, 7). “Pero apenas los pasé, encontré al amor de mi alma: lo agarré y ya no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en sus entrañas” (Ct 3,4). “Ponme la mano izquierda bajo la cabeza, y abrázame con la derecha” (Ct 1, 6). “Pone la mano izquierda bajo mi cabeza y me abraza con la derecha” (Ct 8, 3).



La lucha produce una herida, que experimentada desde la fe, es decir asumida, transfigurada y resucitada, nos abre a la gracia divina y a la ayuda de los hermanos. La herida nos hace humildes, pacientes, confiados, vigilantes y misericordiosos. Nada ilustra mejor esta “espiritualidad de la herida” que lo que nos relata Thomas Merton, ocso.:



“Un día, cuando la sencilla muchacha (Lutgarda de Aywieres) se hallaba detrás de la reja del locutorio escuchando las palabras de su admirador (que quería seducirla), Cristo se apareció de repente en su humanidad, brillando ante sus asombrados ojos. Le mostró la herida del costado y le dijo: No busques más placer en este afecto impropio: mira, aquí para siempre, lo que debes amar y cómo debes amar: aquí en esta herida, te prometo el más puro de los goces”[10].



En esta lucha, relación amorosa, Dios doblega al hombre y se deja retener por él. Jacob gana por su pertinacia, su perseverancia, en agarrarse, sujetarse al Señor, abrazándose desesperadamente a él. No era la primera vez que se agarraba del primogénito (Cf. Gn 25, 26). “Hijo mío –dice el Eclesiástico-, cuando te acerques a servir al Señor, prepárate para la prueba maten tu corazón firme, sé valiente, no te asustes cuando te sobrevenga una desgracia; pégate a él, no lo sueltes, y al final serás enaltecido” (2, 1-3). Esta es también la experiencia del profeta Jeremías que cuenta la violencia que Dios le hacía (Cf. Jr 15, 17) contra la que intente rebelarse en vano (Cf. Jr 20, 8), y tiene que confesarse vencido (Cf. Jr 20, 7).

El jesuita Michel de Certeau analizando una obra del místico Jean-Joseph Surin escribe:



“Atrapado por el Enemigo victorioso, Jacob al principio vivió en el diálogo «el espanto de una llegada tan brusca e imprevista de ese Todopoderoso que golpea antes de advertirlo». Pero esta guerra se convierte en una lucha amorosa. «En lugar de desesperarse en un combate comenzado con tanto calor entre partes desiguales», «se excita sin embargo a la confianza. Los abrazos del antagonista lo tranquilizan. Sus apretones le aumentan el valor. Sus contactos lo fortifican. Sus sacudidas le dan cada vez más firmeza. Esta guerra comienza a gustarle, sólo porque los combatientes no tienen por finalidad la separación de uno y otro, sino la unión». La herida que lo debilita lo une más al que lo golpea (La Croix de Jésus, III, 27, ed. Florand, 1937, pp. 526-527)”[11].



Herida es sinónimo de impotencia, de darse por vencido y por eso de abandono, confianza y bendición. Dejarse herir es dejarse bendecir. En reconocer la miseria reside la grandeza, como dice Pascal: “La grandeza del hombre es tal en el hecho de reconocerse miserable. Un árbol no sabe de su miseria. Hay miseria en experimentarse miserable; pero hay grandeza en saber que se es miserable”[12]. El Señor nos conceda también poder experimentar nuestra herida por su abrazo como una bendición.

(Y decir con el cisterciense Guerrico:



“¡Oh bondad llena de astucia! Con que amor luchas contra los mismos en favor de quienes luchas… Por tanto, no desesperes, resiste, alma feliz, que has entrado en lucha con Dios. Sí, le gusta que le hagas violencia y desea ser vencido por ti. Aunque está irritado y extiende la mano para golpearte, busca, como él mismo confiesa, un hombre… que le oponga resistencia. No lo encuentra y se queja diciendo: ’No hay nadie que se alce y me detenga’…”[13].)

Pedro Edmundo Gómez, osb.



[1] Himno de Completas del Martes, Monasterio de Nuestra Señora de la Paz, Córdoba.
[2] Anselm Grün, Para experimentar a Dios, abre tus sentidos, Lumen, Bs. As., 2002, p. 137.
[3] Cf. Anselm Grün, Luchar y amar, Cómo los hombres se encuentran a sí mismos, San Pablo, Bs. As., 2005, pp. 49.51.
[4] Idem., p. 50.
[5] Idem., p. 52.
[6] Idem., p. 53.
[7] San Bernardo de Claraval, Sentencias, Obras completas de San Bernardo VIII, BAC, Madrid, 1993, p. 87.
[8] Idem., p. 155.
[9] Paul Claudel, ¡Señor, enséñanos a orar!, Editorial Excelsa, Bs. As., 1946, p. 61.
[10] Thomas Merton, “¿Qué llagas son ésas?”, en Obras Completas I, Sudamericana, Bs. As., 1960, pp. 1339-1340.
[11] Michel de Certeau, La fábula mística: siglos XVI-XVII, Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia, México, 2004, p. 273.
[12] Blas Pascal, Pensamientos 397, ed. Brunschvig.
[13] Citado por Jacques Loew, p. 42.

sábado, 13 de enero de 2018

La oración: “lucha cuerpo a cuerpo que se gana dejándose vencer” - Lectio de Génesis 32, 23-33 según una Catequesis de S. S. Benedicto XVI- (Primera Parte)



“Es, sobre todo, un combate,

un cuerpo a cuerpo con el Libro,

ese Libro que es en su totalidad el Libro de los combates del Señor;

más aún, que no es otra cosa que el Verbo de Dios,

Jesús, hijo de María…

Lucha larga y dura,

de la que se sale siempre victorioso,

pero herido, cojo para siempre.

Lucha que no se acaba sino en las lágrimas y la oración…

Dulce combate, más agradable que toda paz.

Lucha hermosísima,

la del lector empeñado en vencer las resistencias de la Palabra de Dios”
(Ruperto de Deutz, citado por H. de Lubac)



 


Del Libro del Génesis 32, 23-33:



“Aquella misma noche Jacob se levantó, tomó a sus dos esposas, a sus dos sirvientas y a sus once hijos, y los hizo cruzar el vado de Yaboc. A todos los hizo pasar al otro lado del torrente, y también hizo pasar todo lo que traía con él. Y Jacob se quedó solo. Entonces alguien luchó con él hasta el amanecer. Este, viendo que no lo podía vencer, tocó a Jacob en la ingle, y se dislocó la cadera de Jacob mientras luchaba con él. El otro le dijo: «Déjame ir, pues ya está amaneciendo». Y él le contestó: «No te dejaré marchar hasta que no me des tu bendición». El otro, pues, le preguntó: «¿Cómo te llamas?». El respondió: «Jacob». Y el otro le dijo: «En adelante ya no te llamarás Jacob, sino Israel, o sea Fuerza de Dios, porque has luchado con Dios y con los hombres y has salido vencedor». Entonces Jacob le hizo la pregunta: «Dame a conocer tu nombre». Él le contestó: «¿Mi nombre? ¿Para qué esta pregunta?». Y allí mismo lo bendijo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel, o sea Cara de Dios, pues dijo: «He visto a Dios cara a cara y aún estoy vivo». El sol empezaba a dar fuerte cuando cruzó Penuel, y él iba cojeando a causa de su cadera. Por esta razón los hijos de Israel no comen, hasta el día de hoy, el nervio del muslo, porque tocó a Jacob en la ingle, sobre el nervio del muslo”.



La Sagrada Escritura nos propone este texto “misterioso” para la lectio divina, deberemos descalzarnos para entrar en él, por eso seguiremos las huellas de una catequesis de S. S. Benedicto XVI[1], de la serie sobre la oración, a la cual haremos algunos comentarios, para poder permanecer en él y orar con él, esperando que Dios nos venza y bendiga, nos toque y nos muestre su rostro.





I. Texto difícil e importante[2]



“Queridos hermanos y hermanas, hoy quisiera detenerme con vosotros en un texto del Libro del Génesis que narra un episodio un poco especial de la historia del Patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboq, del que hemos escuchado un trozo”.



Dos ideas de esta introducción: a) “es un fragmento de difícil interpretación”, y b) “importante para nuestra vida de fe y oración”. “Por su importancia y por sus enigmas. Es un tema que fascina al teólogo contemplativo y al espíritu religioso; es un enigma que enardece al investigador”[3]. Según algunos el autor, posiblemente yahvista, quiere decir sin propasarse, quiere revelar velando, para eso retoma materiales populares-folclóricos (demonio del vado, nervio ciático) y algunos elementos de tradición elohista; el texto muestra una sedimentación sucesiva en la historia de su redacción; por eso se han propuesto diversas lecturas (diacrónica y sincrónica).

Como los protagonistas tienen más de un nombre (“alguien”/Dios, Jacob/Israel), las palabras más de un significado y las preguntas dan lugar a preguntas en lugar de respuestas, algunos sugieren que es mejor dejarse impresionar por los símbolos.

Laban, el suegro engañador y estafado, ha partido, y Esaú, el hermano engañado y enojado, no ha llegado aún. El protagonista tiene que dar el paso de las tierras arameas a las cananeas, debe regresar a la tierra de sus padres (Cf. 2 Co 5, 17); lo que implica cruzar el Yaboc, “río azul” de Galaad tributario del Jordán, una fuente bautismal, la clave Pascual se refuerza por las indicaciones temporales: noche – aurora – día. Se producen en realidad dos peleas: una, cuerpo a cuerpo, y la otra, palabra a palabra (Jacob “cuenta con una lengua muy expedita para salir de apuros”[4]). Hasta se podría pensar que el episodio forma un díptico con el relato de Betel (Cf. Gn 28, 10-22), como se puede ver en la iluminación medieval que se encuentra al final.

Se nos narra aquí una experiencia fundamental (humana y religiosa), por eso como señala Gianfranco Ravasi tiene gran influencia en la cultura contemporánea:



“El poeta ruso Maiakovski considera este encuentro nocturno de Jacob como una parábola de su búsqueda y su rechazo personal. La lucha es para él expresión del ateísmo irónico, agresivo: «Es archisabido: entre Dios y yo existen muchísimos desacuerdos», escribe. Pero, al mismo tiempo, aflora una certeza y una presencia: «Aquí vive el soberano de todo, mi rival, mi insuperable enemigo». Es, por supuesto, diferente el sentido del relato para el Jacob (París 1970) del poeta cristiano francés Pierre Emmanuel: «Para que el resultado del combate no ofrezca dudas, es preciso que Dios no pueda nada frente al hombre y el hombre lo pueda todo frente a Dios. Y así, Dios lucha en forma de hombre, teniendo como único atributo de majestad nuestro sello real, la faz humana». El escritor contemporáneo marroquí de lengua francesa Tahar Ben Jelloun usa en filigrana la narración bíblica en su Criatura de arena para señalar el encuentro entre el protagonista y un espíritu misterioso. El teólogo H. Cox observa, por su parte, que «el nombre, es decir, la realidad del nuevo pueblo, Israel, no se configura ya sobre la base de la fidelidad, sino más bien en razón de la lucha con Elohim-Dios»…[5].



Un encuentro con Dios, consigo mismo y con el hermano, en un juego de relaciones que se tensan y trenzan. ¿Por cuál hilo empezar? La fraternidad traicionada y restablecida es la clave de lectura del Génesis. Dos textos bíblicos confirmarían esta perspectiva:



“En el vientre suplantó a su hermano, siendo adulto luchó contra Dios, luchó con un ángel y lo venció. Lloró y alcanzó misericordia; en Betel lo encontró y allí habló con él: «El Señor, Dios de los ejércitos, su nombre es El Señor». Y tú, conviértete a tu Dios, practica la lealtad y la justicia, espera siempre en tu Dios” (Os 12, 4-7);

“Lo defendió de sus enemigos y lo puso a salvo de sus asechanzas le dio la victoria en la dura batalla, para que supiera que la piedad es más fuerte que nada” (Sb 10, 12).



(C. S. Lewis en Los cuatro amores escribe con mucha penetración:



“Examinemos igualmente la frase: ‘Yo he amado a Jacob y, en cambio, he odiado a Esaú (Malaquías 1,2-3). ¿Cómo se presenta en la historia real esa cosa llamada ‘odio’ de Dios por Esaú? No, de ningún modo, como podríamos esperarlo. No hay, por supuesto, base alguna para suponer que Esaú tuvo un mal fin y que perdió su alma; en el Antiguo Testamento, aquí y en otras partes, no tiene nada que decir respecto a tales puntos. Y, por lo que se nos cuenta, la vida terrena de Esaú fue, de todos puntos de vista corrientes, bastante más bendita que la de Jacob. Es Jacob quien sufre todos los desengaños, humillaciones, terrores y desgracias; pero tiene algo que Esaú no tiene: es un patriarca. Entrega a su sucesor la tradición hebraica, transmite la vocación y la bendición, llega a ser un antepasado de Nuestro Señor. El ‘amor’ a Jacob parece que significa la aceptación de Jacob para una elevada, y dolorosa, vocación; el ‘odio’ a Esaú, su repudio: es ‘rechazado’, no consigue ‘tener éxito’, es considerado no apto para ese propósito divino. Así pues, en último término, debemos rechazar o descalificar lo que para nosotros sea lo más próximo y querido cuando eso se interponga entre nosotros y nuestra obediencia a Dios…”[6].)





II. Relaciones difíciles e importantes



“Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura, a cambio de un plato de lentejas y después recibió con engaños la bendición de su padre Isaac, que en ese momento era muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Huido de la ira de Esaú, se refugió en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y volvía a su tierra natal, dispuesto a enfrentar a su hermano, después de haber tomado algunas prudentes medidas. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los que estaban con él, atravesasen el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo, y es agredido por un desconocido con el que lucha toda la noche. Esta lucha cuerpo a cuerpo -que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis- se convierte para él en una singular experiencia de Dios”.



Aquí se sintetiza la prehistoria del relato: las relaciones fraterno-filiales de Jacob. La relación con Esaú es desde la concepción conflictiva y así cuando:



“Crecieron los chicos. Esaú se hizo experto cazador, hombre agreste, mientras que Jacob se hizo honrado beduino. Isaac prefería a Esaú porque le gustaban los platos de caza. Rebeca prefirió a Jacob. Un día que Jacob estaba guisando un potaje, volvió Esaú agotado del campo. Esaú dijo a Jacob: Déjame tragar de eso pardo, que estoy agotado. (Por eso le llaman Edom=Pardo/rojo). Respondió Jacob: -Si me vendes ahora mismo tus derechos de primogenitura. Esaú replicó: -Yo estoy que me muero: ¿qué me importan los derechos de primogénito? Dijo Jacob: Júramelo ahora mismo. Se lo juró y vendió a Jacob sus derechos de primogénito. Jacob dio a Esaú pan con potaje de lentejas. El comió, bebió, se alzó y se fue y así malvendió Esaú sus derechos de primogénito” (Gn 25, 27-34).



Los hermanos son presentados como opuestos contradictorios: Esaú/caza, Jacob/casa. Esaú/inquieto, Jacob/apacible. Esaú/padre, Jacob/madre, simbolizando dos grupos, pueblos en conflicto (Cf. Gn 27, 27 ss). Esaú por sangre tenía la primogenitura, pero Jacob la tendrá por gracia, porque su madre había recibido la profecía de que el mayor serviría al menor (Cf. Gn 25, 23), porque a veces el segundo, el último, es el elegido por Dios (Abel, Gedeón, David, Salomón…). Al primogénito le correspondía: doble parte en la herencia paterna, primacía sobre los hermanos, ejercicio del sacerdocio y privilegio de transmitir las divinas promesas, por eso al vender su derecho Esaú se convierte en profanador (Cf. Hb 12, 16), porque no reconoce, no valora y renuncia a los dones de Dios, cambia la primogenitura por un guiso.

Y la relación de Jacob con su padre no es menos problemática:



“Cuando Isaac se hizo viejo y perdió la vista, llamó a Esaú, su hijo mayor, y le dijo: - ¡Hijo mío! Le contestó: - Aquí estoy. Le dijo: -Mira, ya estoy viejo y no sé cuándo voy a morir. Así que toma tu aparejo, arco y aljaba, y sal a descampado a cazarme alguna pieza. Después me la guisas como a mí me gusta y me la traes para que la coma. Pues quiero darte mi bendición antes de morir. Rebeca escuchaba lo que Isaac decía a su hijo Esaú. Esaú salió a descampado a cazar y traer alguna pieza. Rebeca le dijo a su hijo Jacob: -He oído a tu padre que decía a Esaú tu hermano: «Tráeme una pieza y guísamela, que la coma; pues quiero bendecirte en presencia del Señor antes de morir». Ahora, hijo mío, obedece mis instrucciones. Vete al rebaño, selecciona dos cabritos hermosos y se los guisaré a tu padre como a él le gusta. Tú se lo llevarás a tu padre para que coma y así te bendecirá antes de morir. Replicó Jacob a Rebeca su madre: -Sabes que Esaú mi hermano es peludo y yo soy lampiño. Si mi padre me palpa y quedo ante él como un embustero, me acarrearé maldición en vez de bendición. Su madre le dijo: - Yo cargo con la maldición, hijo mío. Tú obedece, ve tráemelos. Él fue, los escogió y se los trajo a su madre; y su madre los guisó como le gustaba a su padre. Rebeca tomo el traje de su hijo mayor Esaú, el traje de fiesta que guardaba en el arcón, y se lo vistió a Jacob, su hijo menor. Con la piel de los cabritos le cubrió las manos y la parte lisa del cuello. Después puso en manos de su hijo Jacob el guiso que había preparado con el pan. El entró a donde estaba su padre y le dijo: - Padre mío. Le contestó: -Aquí estoy. ¿Quién eres tú, hijo mío? Jacob respondió a su padre: -Yo soy Esaú, tu primogénito. He hecho lo que me mandaste. Incorpórate, siéntate y come de la caza; y después me bendecirás. Isaac dijo a su hijo: -¡Qué prisa te has dado para encontrarla, hijo mío! Le contestó: - Es que el Señor tu Dios me la puso al alcance. Isaac dijo a Jacob: -Acércate que te palpe, hijo mío, a ver si eres tú mi hijo Esaú o no. Se acercó Jacob a Isaac, su padre, el cual palpándole dijo: - La voz es la voz de Jacob, las manos son las manos de Esaú. No le reconoció porque sus manos eran peludas como las de su hermano Esaú. Y se dispuso a bendecirlo. Preguntó: -¿Eres tú mi hijo Esaú? Contestó: - Lo soy». Le dijo: -Acércame la caza, que coma; y después te bendeciré. Se la acercó y comió, luego le sirvió vino, y bebió. Isaac, su padre, le dijo: - Acércate y bésame, hijo mío. Se acercó y lo besó. Y al oler el aroma del traje, lo bendijo diciendo: -Mira, el aroma de mi hijo como aroma de un campo que ha bendecido el Señor. Que Dios te conceda roció del cielo feracidad de la tierra, abundancia de grano y de mosto, te sirvan pueblos y te rindan vasallaje naciones. Sé señor de tus hermanos, que te rindan vasallaje los hijos de tu madre. ¡Maldito quien te maldiga, bendito quien te bendiga!” (Gn 27, 1-29).



Si ponemos este largo relato en paralelo con el que nos ocupa, aparecen significativas similitudes: ceguera de Isaac y no visión nocturna de Jacob; la lucha con la ayuda de la madre y la pelea solo; a una pregunta por su nombre miente, se lo cambia, usurpa uno que no es el suyo, ante la misma pregunta dice la verdad, pero se lo cambian por otro que es más propio; recibe la bendición del padre por el fraude y la de Dios por el esfuerzo; hizo trampa, echó una zancadilla, ya antes había agarrado el talón de su hermano, y le echan una llave, le tocan el muslo y queda rengo.

Es también curioso el papel de la comida en estas relaciones. El padre pide una comida a su gusto para morir contento, mientras el hermano la pide para no morir de hambre. El guiso del padre es preparado por la madre y el hijo, y el de Esaú era el que iba a comerse Jacob.

Las relaciones se entrelazan generando conflictos. La mala relación paterna engendra una mala relación fraterna. Jacob está herido por su padre y teme a su hermano, pero debe retornar a su casa, después de veinte años de ausencia-autoexilio. Siente miedo por la incertidumbre, ante la posible venganza. Es un soñador insignificante porque vive de y en los sueños de los otros. Cela y envidia a su hermano, es sobreprotegido y asfixiado por su madre. Tiene una primogenitura comprada y una bendición robada. Está pasando por la gran crisis, la crisis de los cuarenta, la mitad de la vida, la crisis de la experiencia de Dios. (“…pasará aún por pruebas muy duras: primero, la esterilidad de Raquel; después de la deshonra de Dina, su hija, la perdida de José, su preferido; de Simeón, de Benjamín. A este Jacob tan humano, tan excesivamente humano, lo sentimos muy cerca de nosotros. Abraham y Moisés son demasiados grandes”[7]).

Jacob temiendo el encuentro con su hermano pasa de urdir planes (conducta demasiado humana) a orar (confiar en el Dios de las promesas), pero será una lucha y un diálogo, que estaba totalmente fuera de sus planes, la que le posibilitará dar el paso de la huida al encuentro, del miedo al temor y de este al amor, o mejor dicho, de la angustia a la confianza.



“Jacob lleno de miedo y angustia, dividió en dos caravanas su gente, sus ovejas, vacas y camellos, calculando: si Esaú ataca una caravana y la destroza se salva la otra… Pasó allí la noche. Después, de lo que tenía a mano escogió presentes para su hermano Esaú… Los regalos pasaron delante; él se quedó aquella noche en el campamento. Todavía de noche se levantó, tomó a sus dos mujeres/esposas (Lía, la mayor, fea-fecunda, no amada, y Raquel, la menor, hermosa-infecunda, amada, envidiosa), las dos criadas (Zilpa y Bilha) y los once hijos y cruzo el vado del Yaboc. A ellos y a cuanto tenía los hizo pasar el río” (Gn 32, 8-9. 14. 22-24).



Jacob está dominado por el miedo y por eso actúa con doblez. Piensa tácticas y estrategias mientras ora, reza pero desconfía. Envía primero regalos y luego se humillará (siete postraciones) ante Esaú, pero por las dudas si eso falla, divide para salvar algo, pero esto puede darnos pie para otra reflexión con sabor monástico.

En Jacob podemos apreciar cómo se encadenan y nos encadenan las pasiones: la soberbia y el orgullo lo llevan a la envidia y los celos, estos desencadenan la ira y el miedo, este llama a la tristeza y la angustia, que trata de ser superada por la posesión y la avaricia… Y si tenemos en cuenta que por el vado de Yaboc primero pasan los afectos y luego las posesiones, en pasos sucesivos para quedarse solo (Cf. 1 Mac 5, 37-44; 16, 5 s), es posible pensar en un proceso de purificación/conversión. Primera renuncia: la desafección (familia, amigos), y la segunda: la desapropiación (trabajo, profesión). El relato nos hablaría de la ascesis, de la purificación interior del patriarca, por eso en la vocación de Natanael se nos habla del israelita sin dolo (Cf. Jn 1, 43-45).

¿Para qué se queda solo?, ¿para negociar con nuevos regalos y evitar el combate, o pensar otra estrategia, o descansar un poco, o rezar? No lo sabemos, pero si sabemos que ocurrirá algo que escapa a su propio proyecto, a su propia voluntad, tercera renuncia, en la que aprenderá a ser hijo y hermano, y por eso patriarca: “De noche en una visión, Dios dijo a Israel: -¡Jacob, Jacob! Respondió: -Aquí estoy. Le dijo: - Yo soy, el Dios de tu padre. No temas bajar a Egipto, porque allí te convertiré en un pueblo numeroso. Yo bajaré contigo a Egipto y yo te haré subir…” (Gn 46, 2-4).

Pedro Edmundo Gómez, osb.



[1] Catequesis del miércoles 25 de mayo de 2011. “El combate de Jacob en la catequesis del Papa sobre la oración”, L’ Osservatore Romano, Año XLIII, núm. 22, 29 de mayo de 2011, p. 12.
[2] Los títulos son nuestros y están presentados de a pares.
[3] Luís Alonso Schöekel, ¿Dónde está tu hermano? Textos de fraternidad en el libro del Génesis, Institución San Jerónimo 19, Valencia, 1985, p. 201
[4] Jacques Loew, En la escuela de los grandes orantes, Narcea, Madrid, p. 36.
[5] Gianfranco Ravasi, El libro del Génesis (15-20), Herder-Ciudad Nueva, Barcelona-Madrid, 1994, p. 226-227.
[6] C. S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid, 2017, pp. 164-165.
[7] Jacques Loew, op. cit., p. 36.