(“El hombre no
habrá terminado jamás de luchar contra Dios. La misteriosa lucha de Jacob con
el ángel, lucha audaz pero necesaria, necesaria pero desigual, duró toda la
noche; toda la noche de nuestra sombría historia”[1].
“Sub nocte Jacob caerula,
Luctator audax angeli,
Eo usque dum lux surgeret,
Sudavit impar praelium”[2]
“Jacob en la
noche azulada,
Contra el ángel
luchador audaz,
Hasta que la luz
amaneciese,
Afanóse en lucha
desigual”.)
V. La lucha por el nombre
nuevo
“El rival, que parece
estar retenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de ceder a la petición
del Patriarca, le pregunta su nombre: «¿Cómo te llamas?».
El patriarca le responde: «Jacob» (v.28). Aquí la lucha da un giro
importante. Conocer el nombre de alguien, implica una especie de poder sobre la
persona, porque el nombre, en la mentalidad bíblica, contiene la realidad más
profunda del individuo, desvela el secreto y el destino. Conocer el nombre de
alguien quiere decir conocer la verdad sobre el otro y esto permite poderlo
dominar. Cuando, por tanto, por petición del desconocido, Jacob revela su
nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de
entrega, de consigna total de sí mismo al otro
Pero en este gesto de
rendición, también Jacob resulta vencedor, paradójicamente, porque recibe un
nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario,
que le dice: «En
adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con
los hombres, y has vencido»
(v.29). «Jacob» era un nombre que recordaba el origen
problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda al término «talón», y manda al lector al momento del nacimiento de Jacob, cuando saliendo del
seno materno, agarraba el talón de su hermano gemelo (Gn 25, 26), casi
presagiando el daño que realiza a su hermano en la edad adulta, pero el nombre
de Jacob recuerda también al verbo «engañar, suplantar».
Y ahora, en la lucha, el Patriarca revela a su oponente, en un gesto de
rendición y donación, su propia realidad de quien engaña, quien suplanta; pero
el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el
defraudador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que le marca una
nueva identidad. Pero también aquí, el relato mantiene su duplicidad, porque el
significado más probable de Israel es «Dios fuerte, Dios vence»”.
El tema del nombre está vinculado a la identidad y la
vocación: “Ya no te llamarás Abrán, sino
Abrahán, porque te hago padre de una multitud de pueblos” (Gn 17, 5); y a la lucha y al alimento: “Quien tenga oídos escuche lo que dice el Espíritu a
las Iglesias: Al vencedor le daré el maná escondido, le daré una piedra blanca
y gravado en ella un nombre nuevo que sólo conoce el que lo recibe” (Ap 2, 17).
El nombre de Dios “y” el nombre del hombre, el texto narra la “y”. El padre
y poeta Hugo Mujica ha escrito:
“Dios tan cercanamente lejano como lejana es
su cercanía, responde a quien lucha
por saber su nombre, responde con la misma pregunta con la que el hombre busca
conocerlo… Jacob, en este insondable relato que nos trasmite el libro del
Génesis, acababa de luchar, «hasta rayar el alba» con el ángel de Dios, con su misterioso mensajero. Como fruto de este
combate obtiene un doble conocimiento: de sí mismo y de Dios, del fundamento de
su ser y de aquel que lo funda. Por un lado su dimensión humana más profunda,
su ser-en-relación lo contempla frente al horizonte de lo divino, frente al absoluto
de la vida y, en esa visión, en esa «lucha», su ser-en-relación
se dilata en ser-en-misión. Dilatación que hace del vivir servir, de la
vocación misión. Por otro lado también su conocimiento de Dios se profundiza,
paradójicamente, profundizando su conciencia de desconocerle, de no poder
abarcar, aún «venciendo», la trascendencia de Dios. Captando al
Absoluto como aquel cuyo nombre nadie sino él puede revelar, aquel cuyo
mostrarse, decirse, es del don de su revelación, de su mostración…Vemos
otra dimensión de la metáfora del nombre: cuando Dios potencializa una vida,
cuando le devela su significado más profundo, su misión, también el nombre
cambia, la cifra de su destino se reviste de una nueva significación, de una
nueva y dinámica expresión…Toda la historia de la salvación, toda la salvación
de la historia, será el despliegue de este diálogo: el hombre queriendo conocer
el nombre de Dios, suplicando: «Dime por favor tu nombre», y Dios respondiendo, nombrando, significando el tiempo, significando la
historia”[3].
Para conseguir la bendición Jacob tiene que confesar su gastado nombre, su
historia, su demonio y su pecado. ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres? ¿Cuál es tu
destino? ¿Qué dice la gente de ti? ¿Qué espera la gente de ti? ¿Y tú que dices
de ti mismo? ¿Eres lo que haces? ¿Eres lo que tienes? ¿Eres lo que los otros
piensan-dicen de ti?
Jacob es un “suplantador”, un “embaucador” para obtener la primogenitura
(Cf. Gn 25, 26), un tramposo para
recibir la bendición (Cf. Gn 27, 36).
Un resentido con su padre, un dominado por su madre, un inconforme con lo que
es, por eso quiere suplantar a su hermano, ocupar su lugar, no quiere ser lo
que es, no quiere depender de otro, no quiere recibir de otro. Sufre el dolor
de no poder ser lo que quería y en el fondo de no aceptar ser quien en realidad
era. Como engañaba era engañado, como el usaba a los demás también era usado.
Ya era portador de la bendición, pero dudaba de la anterior y necesitaba la
nueva para dar el paso siguiente. Quiere legitimar la bendición robada. Duda
también de la promesa de Betel, el tema de fondo es el miedo y la confianza.
Dios bendice y calla su nombre, el hombre recibe un nombre nuevo y sale
rengueando, es “como si lo tortuoso, que antes se adhería al espíritu del
taimado, se hubiera salido al cuerpo” (Ewald). Lo que paraliza espiritualmente
a Jacob es su testaruda referencia y dependencia de sí mismo, que lo lleva a
buscar tomar ventaja de los otros, lo que es paralelo al miedo a los otros, y
es justamente esto lo que se hiere, es allí donde Dios toca. “-Hombre ya te he
explicado lo que está bien, lo que el Señor desea de ti: que defiendas el
derecho y ames la lealtad, y que seas humilde con tu Dios” (Miq 6,8). Jacob vence pero sale marcado
(Cf. 2 Cor 4, 10-12), gana la pelea
cuando es golpeado, paradójicamente gana cuando pierde. Necesita de un bastón,
de una muleta, necesita ayuda, apoyarse en Dios. Es un privilegio ser derrotado
por Dios.
Vulcano era un dios rengo, un dios a medias, pero aquí la renguera no
aparece como un signo de imperfección, sino como un símbolo del poder divino,
que deja su trascendente impronta en el hombre, y de la condición de criatura,
con un límite que es la posibilidad de la conversión.
El muslo del agarrador de talones fue atrapado y herido antes de ser
bendecido. Como dice san Pablo:
“Pues bien, para que no me envanezca, me han
clavado en las carnes un aguijón, un emisario de Satanás que me abofetea. A
causa de ello rogué tres veces al Señor que lo apartara de mí. Y me contestó:
Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. Así que muy a gusto
presumiré de mis debilidades, para que se aloje en mí el poder de Cristo. Por
eso estoy contento con las debilidades, insolencias, necesidades, persecuciones
y angustias por Cristo. Pues cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 7 10).
VI. La lucha por el nombre
de Dios
“Por tanto, Jacob ha
prevalecido, ha vencido – es el mismo adversario quien los afirma – pero su
nueva identidad, recibida del mismo contrincante, afirma y testimonia la
victoria de Dios. Y cuando Jacob pide a su vez el nombre de su oponente, este
no quiere decírselo, pero se le revela en un gesto inequívoco, dándole su
bendición. Esta bendición que el Patriarca le había pedido al principio de la
lucha se le concede ahora. Y no es una bendición obtenida mediante engaño, sino
que es gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque está
solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega indefenso, acepta la
rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por esto, al final de la lucha,
recibida la bendición, el Patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios
de la bendición: «He visto a Dios cara a cara, y he
salido con vida» (v.31), ahora puede atravesar el
vado, llevando un nombre nuevo pero «vencido»
por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida”.
Por el nombre de Dios pregunta profesionalmente el teólogo, que debe ser un
orante. “Si eres teólogo reza verdaderamente, si rezas verdaderamente eres
teólogo” (Evagrio Póntico), porque
“para poder comprender las cosas divinas
es necesaria la oración” (Orígenes). Es imposible separar esta pregunta de
la oración. Nos lo recordaba (hace poco) el mismo Benedicto XVI, aludiendo tal
vez implícitamente a nuestro texto:
“La fe recta orienta a la razón
hacia su apertura a lo divino, para que ésta, guiada por el amor a la verdad,
pueda conocer a Dios más de cerca. La iniciativa de este camino la tiene Dios,
que ha puesto en el corazón del hombre la búsqueda de su rostro. Por lo tanto,
forman parte de la teología, por un lado, la humildad que se deja «tocar» por Dios, y, por otro, la disciplina que se vincula al orden de
la razón, que preserva al amor de ceguera y que ayuda a desarrollar su fuerza
visual”[4].
La pregunta por el nombre de Dios, tiene así una respuesta “Soy el que soy”
(Éx 3, 13), porque “El Señor pasó
ante él (Moisés) proclamando: el Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente,
paciente, misericordioso y fiel…” (Éx
34, 6). Como dice Isaac de la Estrella:
“Es pues a él a quien buscamos;
retengámosle, no lo dejemos e interroguémosle sobre él mismo insistentemente e
importunamente. Él soporta que se le haga sufrir violencia; quiere ser vencido,
y es sólo una vez vencido cuando da su bendición; y es porque quiere
absolutamente ser retenido, por lo que pide que se le deje ir: Déjame ir, dice, es la aurora”[5].
Jacob pregunta por su nombre porque quiere hacer a Dios su aliado a la
fuerza, quiere poseerlo, desea ponerlo a su servicio. ¿Cuál es la motivación y
la finalidad de nuestra pregunta por el nombre de Dios?
El P. M-D. Chenu, op. nos recuerda que
“en una alegoría muy sugestiva,
Santo Tomás describe simbólicamente el enfrentamiento de un teólogo con el
misterio de Dios. Recuerda el episodio de la lucha de Jacob con el ángel
(Génesis, cap. 32), y comenta: Durante toda la noche lucharon a brazo partido,
tensos los músculos, sin que ninguno de los dos cediera. De madrugada, el ángel
desapareció, cediendo aparentemente el terreno a su contrincante. Entonces
Jacob sintió un dolor agudo en el muslo: estaba herido y cojeaba. Así, del
mismo modo el teólogo se enfrenta con el misterio, al nivel del cual Dios lo ha
llevado; tensa sus músculos, se apuntala en sus expresiones humanas, empuña sus
objetos con toda su fuerza, incluso da la impresión de que se adueña de ellos;
pero entonces acusa una debilidad dolorosa y deleitable a la vez, ya que su
derrota constituye en realidad la prenda de su divino combate”[6].
Por su parte Michel Ghelber escribe:
“Hasta que punto todo teología
apofática –incluso con las mejores intenciones pedagógicas- se revela ingenua
ante las impresionantes sugestiones que nos inspira la lucha de Jacob con Dios.
Todo sucede como en una alucinante arealidad, fuera de toda ética, fuera de
toda historia. Pero ¡la realidad fundamental, casi inconcebible, y tan
terrible, nos descubre, nos deja entrever, esta lucha con Dios para retenerle!
Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con dioses y con
hombres y has podido (Gn 32, 29)”[7].
Dios se va revelando progresivamente (Cf. Jc 13): primero se presenta a oscuras en la noche (pelea con el hombre),
se revela en y por la palabra (apuntado en el nombre de Israel) y es reconocido
cuando amanece (Cf. Lc 24, 31).
Israel ha luchado con Dios y lo ha visto cara a cara, y en ese mismo acto
le fue quitada su máscara, como bellamente muestra el bajorrelieve
contemporáneo que precede al texto bíblico, por eso también podrá mirar a la
cara a su hermano, confiando en el Dios de Betel y en sí mismo. No podemos
mirar el rostro de Dios a través de una máscara.
“Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). Dicho de otro modo, sólo vemos
nuestro verdadero rostro en los ojos de nuestro Padre. Tenemos el rostro del
Hijo, por eso debemos dejarnos sacar y sacarnos nuestra máscara para que brille
su rostro.
[En la Iglesia del Monasterio del Siambón (Tucumán) están (estaban)
restaurando el Cristo Rey de Ballester Peña, el gran trabajo, una ardua lucha,
es volver al rostro original, el que hizo el autor, que está debajo de las
reformas-deformaciones posteriores. El asunto dice la restauradora está en la
mirada, en los ojos en que podemos ver al Padre y vernos].
Es curioso ver en el relato siguiente cómo Jacob/Israel “vence” a su
hermano. No con los regalos y las postraciones, sino caminando rengo,
humildemente, la contraposición con el hermano que corre es más que evidente,
por lo que nos viene a la memoria la parábola de Lucas (Cf. Lc 15, 11-32). Vence siendo objeto de
compasión, experimenta la misericordia fraterna, porque ha experimentado la
gracia de Dios. El rostro de su hermano será un reflejo del rostro del Padre y
del Hijo por el Espíritu.
(Peter Kreeft nos recuerda que:
“dice C.S.
Lewis al final de su novela Hasta que
tengamos rostros: «¿Cómo vamos a poder encarar a los dioses si no tenemos
caras?». Este es el sentido de la vida: conseguir una cara (un rostro),
convertirnos en personas reales, volviéndonos nosotros mismos -pero de manera y
hacia un fin que ni siquiera pueden imaginar los populares psicólogos de
nuestro tiempo que repiten estas cosas tan campantes. Sí, en efecto, la vida es
un proceso de convertirse en uno mismo -pero es a través del sufrimiento, no
por medio del pecado; mediante grandes «No» además de grandes «Sí», trepando
contra la gravedad de nuestro egoísmo, no por medio de caminos llanos y
directos de «auto-realización» y «auto-actualización». El sentido de la vida es
guerra. Y nuestros enemigos no son menos sino más formidables que la carne y la
sangre. A menos que los derrotemos moriremos de una muerte infinitamente más
desesperante y horrible que la sangre coagulada de cualquier campo de batalla.
No es fácil conseguir una cara”[8].)
Pedro Edmundo Gómez, osb.
[1] Henri de Lubac, Por los caminos de Dios, Carlos Lohlé,
Bs. As., 1962, p. 160.
[2] Prudencio, Libro de las horas, Himno II, p. 10, citado por Henri de Lubac, op. cit., p. 160
[3] Hugo Mujica, Camino del nombre, Un método de meditación cristiana, Patria
Grande, Bs. As., 1985, p. 53ss.
[4] Benedicto XVI, “¿Qué es la teología?, Discurso en la entrega del Premio Ratzinger”, 30 de junio de 2011.
[5] Isaac de la Estrella, Sermón 21, 14.
[6] Marie-Dominique Chenu, ¿Es ciencia la teología?, Editorial
Casal I Vall, Andorra, 1959, p. 56.
[7] Citado por Olivier Clement, El otro sol, Itinerario espiritual,
Narcea, Madrid, 1983, p. 65.
[8] P. Kreeft, Tres
filosofías de vida, Job: la vida como sufrimiento, Ucalp, La Plata, 2001,
p. 108.
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