sábado, 20 de enero de 2018

La oración: “lucha cuerpo a cuerpo que se gana dejándose vencer” - Lectio de Génesis 32, 23-33 según una Catequesis de S. S. Benedicto XVI- (Segunda Parte)

      III. La noche, la lucha y la sombra



“La noche es momento favorable para actuar a escondidas, el tiempo oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en el territorio del hermano sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo es él el sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para intentar evitarse una situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo, se encuentra ahora teniendo que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob lucha contra alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica «un hombre» de manera genérica, «uno, alguien»; se trata de una definición vaga, indeterminada, que quiere mantener al asaltante en el misterio. Está oscuro, Jacob no consigue distinguir a su contrincante, y también para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al Patriarca, y este es el único dato seguro que nos da el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha terminado y ese «alguien» ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios”.



Los dos elementos a subrayar son la noche y la lucha. La noche es una realidad y un signo. Viajar de noche es una práctica conocida como defensa contra el calor, pero no lo es cruzar un río de noche aunque sea por un vado. La noche oculta el rostro, la identidad; en ella el hombre es débil y el enemigo fuerte, y por ella se explica el pavor y la duración de la pelea. Pero, también solíamos cantar un himno que dice: “La noche no interrumpe tu historia con el hombre. La noche es tiempo de salvación. De noche descendía tu escala misteriosa, hasta la misma piedra donde Jacob dormía. La noche es tiempo de salvación. De noche celebrabas la Pascua con tu Pueblo, mientras en las tinieblas volaba el exterminio…”[1].

En esa noche acontece un evento: una lucha. Algunos hacen notar que fue el otro el que lucho con Jacob, o al menos el que lo ataca. ¿De quién se trata? ¿Un pastor, un brujo, un sabio, un bandido, el demonio del torrente, que defiende los límites y cobra peaje (Cf. Ex 4, 24 ss); el espíritu protector de Esaú, que le echa en cara la injusticia; el ángel de Jacob, para infundirle coraje por su desconfianza; el mismo Jacob en su propia dualidad (integro pero suplantador; soñador pero sin imaginación; honesto pero miedoso; sereno pero introvertido; inteligente pero frustrado; astuto pero manipulado; distanciado de su padre pero asfixiado por su madre; amante de alguien con quien no se podía casar pero que fue amado por alguien con quien se había casado sin amor); o será Dios el que lucha con él (Cf. Os 12, 4)?

Lucha con Dios o mejor lucha de Dios. Lo divino en Jacob ha luchado y ha vencido lo humano de Jacob, descubre su otro yo (verdadero yo), resiste al agresor y vence al ser vencido, logra la victoria sobre sí mismo al tomar conciencia, asumir, su verdad. Percibe lo divino en sí mismo, descubre su nombre, su identidad, su vocación (Dios habita, está presente, en el interior del hombre).

Jacob en la noche lucha con su sombra. Como dice el benedictino Anselm Grün:



“En la historia bíblica que relata la lucha de Jacob con alguien desconocido se hace patente el Dios oscuro. Jacob se encuentra solo en medio de la noche. En ese momento entra en escena un hombre que sale de la oscuridad y se entabla una lucha entre ambos. Es un duelo de vida o muerte y se extiende a lo largo de la noche hasta que raya el alba. El hombre con el que lucha, que en realidad parecería que no tiene nada que ver con Dios, le da un golpe certero en la articulación femoral y lo hiere. De pronto, Jacob se detiene y ambos hombres se encuentran cara a cara, ambos sienten una confianza mutua y se animan a hablar. Jacob le pide que lo bendiga pues siente que necesita la fuerza de este hombre que surge de la oscuridad y que necesita la fuerza de la sombra de este hombre para poder enfrentar a su hermano Esaú. En esta situación extrema, Jacob experimenta a Dios. En este hombre oscuro, que lo ataca y lo hiere, Dios lo bendice y le ofrece un nuevo nombre. Ya no se llamará Jacob. Ya no será un farsante. Él pasa a llamarse Israel, es decir, el que ha sido fuerte contra Dios. Jacob sale transformado de esa lucha nocturna, y su experiencia de la noche oscura ha servido de bendición para muchos y lo ha transformado en patriarca de muchas naciones”[2].



Y como afirma en otro lugar, Jacob en el camino de su vida ya se había encontrado con su sombra, pero siempre había huido de ella[3]. Y nuevamente:



“Piensa que deberá hacer frente a su sombra. Le entra miedo y planea congraciarse con su hermano por medio de regalos. Pero fueron inútiles todos los intentos humanos de vencer el resentimiento del hermano a base de regalos, porque Jacob no tendría que enfrentarse ya con su propia sombra. Esto había tenido lugar en la singular escena de la lucha nocturna, mano a mano, con un hombre misterioso (Gén 32, 32-33). Jacob no puede esquivar aquella lucha. Se ve obligado a afrontar su propia verdad”[4].



En nuestra vida espiritual debemos encontrar y pelear con nuestra sombra, para encontrarnos y hablar con Dios:



“En Jacob nos muestra la Biblia que hay dos maneras de salir al paso de la propia sombra. La primera es la de luchar con la sombra. La segunda consiste en postrarse humildemente ante la sombra y acatarla. Cuando Jacob se encuentra con su hermano Esaú, se postra ante él siete veces consecutivas. Entonces corre Esaú hacia él, lo abraza y lo besa. Lloran juntos los dos… Es significativo que, en las dos maneras de encuentro con la sombra, se reconoce siempre a Dios en la sombra”[5].



La lucha en la noche con la sombra es el paradigma de nuestra experiencia de Dios:



“Dios sale a nuestro encuentro no sólo en la luz, sino también en la tiniebla; no sólo en el descanso, sino también en la lucha. Dios no es sólo un Dios tierno y cariñoso; es también un Dios que agarra y hiere. Quien se adentra en esta lucha, aun a riesgo de quedar herido, llegara a ser realmente hombre”[6].



(En la Segunda serie de sentencias Bernardo de Claraval escribe: “94. Jacob lucho cuatro veces: en el seno materno con Esaú; en la adolescencia con su mismo hermano; en Mesopotamia con Labán; en Betel con el ángel”[7]. Y en la Tercera serie de sentencias agrega:

“39. La triple lucha. Luchamos contra la carne, contra el siglo o los falsos hermanos, contra el diablo, contra Dios. Lucho Jacob con su hermano en el vientre de su madre. Lucho en cierto modo cuando le arrebató los derechos de primogenitura. Lucho contra Labán y luego contra el ángel. Labán significa blanquear al diablo”[8].)





IV. La herida, el abrazo y la bendición



“El episodio se desarrolla en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también como se ha desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer quien de los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario – dice el texto – «no conseguía vencerlo» (v.26); y finalmente golpea a Jacob en el fémur, provocándole una dislocación. Se podría pensar que Jacob sucumbe, sin embargo, es el otro el que le pide que le deje ir; pero el Patriarca se niega, imponiendo una condición: «No te soltaré si antes no me bendices» (v.27). El que con engaños le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende de un desconocido, de quien quizás empieza a percibir las connotaciones divinas, sin poderlo reconocer verdaderamente”.



En la lucha se da un juego entre retener y soltar (Cf. Jn 16, 7). Como dice el poeta:



“El amor no consiste sólo en una entrega pasiva sino que es una tensión de todo nuestro ser, según aquellas célebres palabras de los Cantares: Ha puesto la mano izquierda sobre mi cabeza y, con su diestra, me abrazará. Con una mano me retiene y me sostiene, y, con la otra, me atrae[9].



Si reunimos libremente algunos pasajes del Cantar de los Cantares podríamos armar un texto paralelo al que nos ocupa, para leerlo en clave esponsal:



“Me encontraron los guardias que rondan la ciudad. Me golpearon y me hirieron, me quitaron el manto los centinelas de las murallas” (Ct 5, 7). “Pero apenas los pasé, encontré al amor de mi alma: lo agarré y ya no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en sus entrañas” (Ct 3,4). “Ponme la mano izquierda bajo la cabeza, y abrázame con la derecha” (Ct 1, 6). “Pone la mano izquierda bajo mi cabeza y me abraza con la derecha” (Ct 8, 3).



La lucha produce una herida, que experimentada desde la fe, es decir asumida, transfigurada y resucitada, nos abre a la gracia divina y a la ayuda de los hermanos. La herida nos hace humildes, pacientes, confiados, vigilantes y misericordiosos. Nada ilustra mejor esta “espiritualidad de la herida” que lo que nos relata Thomas Merton, ocso.:



“Un día, cuando la sencilla muchacha (Lutgarda de Aywieres) se hallaba detrás de la reja del locutorio escuchando las palabras de su admirador (que quería seducirla), Cristo se apareció de repente en su humanidad, brillando ante sus asombrados ojos. Le mostró la herida del costado y le dijo: No busques más placer en este afecto impropio: mira, aquí para siempre, lo que debes amar y cómo debes amar: aquí en esta herida, te prometo el más puro de los goces”[10].



En esta lucha, relación amorosa, Dios doblega al hombre y se deja retener por él. Jacob gana por su pertinacia, su perseverancia, en agarrarse, sujetarse al Señor, abrazándose desesperadamente a él. No era la primera vez que se agarraba del primogénito (Cf. Gn 25, 26). “Hijo mío –dice el Eclesiástico-, cuando te acerques a servir al Señor, prepárate para la prueba maten tu corazón firme, sé valiente, no te asustes cuando te sobrevenga una desgracia; pégate a él, no lo sueltes, y al final serás enaltecido” (2, 1-3). Esta es también la experiencia del profeta Jeremías que cuenta la violencia que Dios le hacía (Cf. Jr 15, 17) contra la que intente rebelarse en vano (Cf. Jr 20, 8), y tiene que confesarse vencido (Cf. Jr 20, 7).

El jesuita Michel de Certeau analizando una obra del místico Jean-Joseph Surin escribe:



“Atrapado por el Enemigo victorioso, Jacob al principio vivió en el diálogo «el espanto de una llegada tan brusca e imprevista de ese Todopoderoso que golpea antes de advertirlo». Pero esta guerra se convierte en una lucha amorosa. «En lugar de desesperarse en un combate comenzado con tanto calor entre partes desiguales», «se excita sin embargo a la confianza. Los abrazos del antagonista lo tranquilizan. Sus apretones le aumentan el valor. Sus contactos lo fortifican. Sus sacudidas le dan cada vez más firmeza. Esta guerra comienza a gustarle, sólo porque los combatientes no tienen por finalidad la separación de uno y otro, sino la unión». La herida que lo debilita lo une más al que lo golpea (La Croix de Jésus, III, 27, ed. Florand, 1937, pp. 526-527)”[11].



Herida es sinónimo de impotencia, de darse por vencido y por eso de abandono, confianza y bendición. Dejarse herir es dejarse bendecir. En reconocer la miseria reside la grandeza, como dice Pascal: “La grandeza del hombre es tal en el hecho de reconocerse miserable. Un árbol no sabe de su miseria. Hay miseria en experimentarse miserable; pero hay grandeza en saber que se es miserable”[12]. El Señor nos conceda también poder experimentar nuestra herida por su abrazo como una bendición.

(Y decir con el cisterciense Guerrico:



“¡Oh bondad llena de astucia! Con que amor luchas contra los mismos en favor de quienes luchas… Por tanto, no desesperes, resiste, alma feliz, que has entrado en lucha con Dios. Sí, le gusta que le hagas violencia y desea ser vencido por ti. Aunque está irritado y extiende la mano para golpearte, busca, como él mismo confiesa, un hombre… que le oponga resistencia. No lo encuentra y se queja diciendo: ’No hay nadie que se alce y me detenga’…”[13].)

Pedro Edmundo Gómez, osb.



[1] Himno de Completas del Martes, Monasterio de Nuestra Señora de la Paz, Córdoba.
[2] Anselm Grün, Para experimentar a Dios, abre tus sentidos, Lumen, Bs. As., 2002, p. 137.
[3] Cf. Anselm Grün, Luchar y amar, Cómo los hombres se encuentran a sí mismos, San Pablo, Bs. As., 2005, pp. 49.51.
[4] Idem., p. 50.
[5] Idem., p. 52.
[6] Idem., p. 53.
[7] San Bernardo de Claraval, Sentencias, Obras completas de San Bernardo VIII, BAC, Madrid, 1993, p. 87.
[8] Idem., p. 155.
[9] Paul Claudel, ¡Señor, enséñanos a orar!, Editorial Excelsa, Bs. As., 1946, p. 61.
[10] Thomas Merton, “¿Qué llagas son ésas?”, en Obras Completas I, Sudamericana, Bs. As., 1960, pp. 1339-1340.
[11] Michel de Certeau, La fábula mística: siglos XVI-XVII, Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia, México, 2004, p. 273.
[12] Blas Pascal, Pensamientos 397, ed. Brunschvig.
[13] Citado por Jacques Loew, p. 42.

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