¿Qué celebramos cuando celebramos el fin de año? ¿Qué
significa celebrar que un año termina y que comienza otro? ¿Por qué a las 00.00
hs. nos levantamos de nuestros asientos, alzamos las copas y brindamos
deseándonos felicidades? ¿Por qué se escuchan por doquier el sonido de los
cohetes, bombas de estruendo, y se ven en los cielos los resplandores de los
fuegos de artificio? Creo que se está celebrando la esperanza. Es la manera como
en la actualidad se festeja la esperanza. Esperanza de que si el año que se va
fue malo, el que llega será bueno, y si el que se va ha sido bueno, el que
viene que sea mejor. Llegado este momento final del año, pueden echarse en olvido
los fracasos, las derrotas, las amarguras, los desencuentros, los malentendidos,
los propósitos no realizados, las metas no alcanzadas; todo puede empezar a mejorar
a partir del año que viene, todo puede hacerse nuevo, empezarse con ímpetu y
ánimo renovado porque confiamos en que
el año nuevo nos traerá la alegría, la gracia y la bendición.
Esto que se vive cada 365 días, el monje tiene la
gracia de vivirlo todos los días de su vida. Cada noche, al rezar el Oficio de
Completas, y más especialmente al momento de entonar las estrofas del Cántico
del anciano Simeón, el monje le entrega a Dios todo lo vivido durante su
jornada: lo bueno y lo no tan bueno; los aciertos y los errores; las fricciones
comunitarias y la alegría fraterna; lo que ha podido realizarse y lo que quedó
sin terminar; incluso las dudas, las tibiezas, los dolorosos retrocesos en el
camino. Todo pasa a las manos de Dios, es entregado tal y como está; sin
maquillaje, sin pasteleos, para que Dios lo reciba y lo llene de su
misericordia, dándole Él el valor que desee darle, otorgando peso de eternidad
a las pobres obras de nuestras manos.
A semejanza de lo que ocurre con cada fin de año, el
monje llega a cada noche, a cada “fin del día”, celebrando en su corazón una
gozosa esperanza. Pero es un festejo que no lleva en sí una demostración
exterior de júbilo, ni el bullicio de salutaciones extrovertidas; es una
celebración suave y serena, interior, porque el monje sabe que al despertarse
de su sueño, en sólo un par de horas, comenzará un día nuevo, y que ese día
vendrá cargado de todas las promesas de Dios, día que llegará revestido de
esperanza, con los fulgores resplandecientes que brotan de la Palabra de Dios
que saldrá a su encuentro y lo iluminará como aurora. Ese “mañana” del monje,
que se aguarda cada noche, es un nuevo comienzo, un punto de partida, una hoja
en blanco, en la que el monje espera que Dios mismo venga en ayuda de su
servidor para asistirlo en la ardua tarea de la conversión del corazón, de la
purificación de todo el ser y de la configuración con Cristo, que venga para
despejar las dudas y aclarar el camino,
para consolar y fortalecer, para visitar nuevamente el corazón de aquel
que ha puesto en Él toda su esperanza y hacerle ver nuevamente su salvación.
Por ello tal vez en los Monasterios se celebra el Año
Nuevo sin el ruido y la excitación que adquieren estos festejos en otros
ámbitos. El monje no espera tanto en Año Nuevo sino el Día Nuevo, y para él,
cada noche puede ser la que antecede a ese Día Nuevo y Eterno, el único que
merece ser esperado sobre todos los días.
Hno. Gabriel, Novicio
No hay comentarios:
Publicar un comentario