martes, 2 de enero de 2018

EL MONJE Y EL FIN-INICIO DEL AÑO


¿Qué celebramos cuando celebramos el fin de año? ¿Qué significa celebrar que un año termina y que comienza otro? ¿Por qué a las 00.00 hs. nos levantamos de nuestros asientos, alzamos las copas y brindamos deseándonos felicidades? ¿Por qué se escuchan por doquier el sonido de los cohetes, bombas de estruendo, y se ven en los cielos los resplandores de los fuegos de artificio? Creo que se está celebrando la esperanza. Es la manera como en la actualidad se festeja la esperanza. Esperanza de que si el año que se va fue malo, el que llega será bueno, y si el que se va ha sido bueno, el que viene que sea mejor. Llegado este momento final del año, pueden echarse en olvido los fracasos, las derrotas, las amarguras, los desencuentros, los malentendidos, los propósitos no realizados, las metas no alcanzadas; todo puede empezar a mejorar a partir del año que viene, todo puede hacerse nuevo, empezarse con ímpetu y ánimo renovado porque  confiamos en que el año nuevo nos traerá la alegría, la gracia y la bendición.
Esto que se vive cada 365 días, el monje tiene la gracia de vivirlo todos los días de su vida. Cada noche, al rezar el Oficio de Completas, y más especialmente al momento de entonar las estrofas del Cántico del anciano Simeón, el monje le entrega a Dios todo lo vivido durante su jornada: lo bueno y lo no tan bueno; los aciertos y los errores; las fricciones comunitarias y la alegría fraterna; lo que ha podido realizarse y lo que quedó sin terminar; incluso las dudas, las tibiezas, los dolorosos retrocesos en el camino. Todo pasa a las manos de Dios, es entregado tal y como está; sin maquillaje, sin pasteleos, para que Dios lo reciba y lo llene de su misericordia, dándole Él el valor que desee darle, otorgando peso de eternidad a las pobres obras de nuestras manos.
A semejanza de lo que ocurre con cada fin de año, el monje llega a cada noche, a cada “fin del día”, celebrando en su corazón una gozosa esperanza. Pero es un festejo que no lleva en sí una demostración exterior de júbilo, ni el bullicio de salutaciones extrovertidas; es una celebración suave y serena, interior, porque el monje sabe que al despertarse de su sueño, en sólo un par de horas, comenzará un día nuevo, y que ese día vendrá cargado de todas las promesas de Dios, día que llegará revestido de esperanza, con los fulgores resplandecientes que brotan de la Palabra de Dios que saldrá a su encuentro y lo iluminará como aurora. Ese “mañana” del monje, que se aguarda cada noche, es un nuevo comienzo, un punto de partida, una hoja en blanco, en la que el monje espera que Dios mismo venga en ayuda de su servidor para asistirlo en la ardua tarea de la conversión del corazón, de la purificación de todo el ser y de la configuración con Cristo, que venga para despejar las dudas y aclarar el camino,  para consolar y fortalecer, para visitar nuevamente el corazón de aquel que ha puesto en Él toda su esperanza y hacerle ver nuevamente su salvación.
Por ello tal vez en los Monasterios se celebra el Año Nuevo sin el ruido y la excitación que adquieren estos festejos en otros ámbitos. El monje no espera tanto en Año Nuevo sino el Día Nuevo, y para él, cada noche puede ser la que antecede a ese Día Nuevo y Eterno, el único que merece ser esperado sobre todos los días.
Hno. Gabriel, Novicio

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