miércoles, 7 de marzo de 2018

LA CUARESMA TIEMPO DE CIRCUNCIDAR EL CORAZÓN

La pureza-circuncisión del corazón en San Bernardo


 

En las faenas de la cosecha 3, 9:

Hermanos míos, si éste es con toda verdad y certeza el grupo que busca al Señor, que busca el rostro de Dios de Jacob, ¿qué otra cosa puedo deciros, sino aquello que dice el Profeta: Que se alegren los que buscan al Señor; recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro? O lo que dice otro: Si buscáis, buscad. ¿Qué quiere decir: si buscáis, buscad? Buscadle con sencillez de corazón. A él por encima de todo, y ninguna otra cosa fuera de él, ni después de él. Buscadle con sencillez de corazón.

El que es simple por naturaleza exige sencillez de corazón. Y concede su gracia a los sencillos. El indeciso no sigue rumbo fijo. No encontrarán jamás al que vosotros buscáis, los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba desertan. Él es la eternidad; y ésta no se consigue sin una búsqueda perseverante. ¡Ay del pecador que va por dos caminos! Nadie puede estar al servicio de dos amos. Aquella integridad, perfección y plenitud no acepta semejante doblez. Solamente se deja encontrar de quien le busca con un corazón perfecto. Si es horroroso el perro que vuelve a su vómito y la cerda lavada que se revuelca en el fango, y si Dios escupe de su boca al tibio, ¿qué va a ser del impío y del pecador? Si es maldito quien ejecuta con negligencia la obra del Señor, ¿qué merecerá el que obra con engaño?

Huyamos, carísimos de esta doblez, y evitemos por todos los medios la levadura de los fariseos. Dios es la verdad, y los que le buscan han de hacerlo con espíritu y verdad. Si no queremos buscar inútilmente al Señor, busquémosle verdaderamente, busquémosle frecuentemente, busquémosle constantemente. No busquemos nada en lugar de él, nada juntamente con él, ni lo cambiemos por ninguna otra cosa. Porque es más fácil que pase el cielo y la tierra, que no encuentre quien así busca, ni reciba quien así pide, si se la abra al que así llama.



Sermón 16, 2: En el aniversario de San Andrés: sobre las tres clases de bienes

Si lo propio del cuerpo es la salud, lo del corazón es la pureza. Un ojo turbado es incapaz de ver a Dios, y el corazón humano ha sido creado precisamente para contemplar a su Creador. Si la salud corporal nos requiere tanta atención, mucho más debemos cuidar la pureza del corazón, convencidos de que ésta es más digna que aquella. Al hablar aquí de la pureza nos referimos a esa actitud pura y humilde de manifestar al Señor todas nuestras obras en la oración, y al hombre en la confesión: Dije, confesare al Señor mi culpa, y tú perdonaste la impiedad de mi pecado.



Sermón 45, 5: Las tres facultades del hombre

…la caridad tienen tres condiciones: un corazón puro, la conciencia honrada y la fe sentida. Al prójimo le debemos la pureza, la buena conciencia a nosotros, y a Dios la fe. La pureza consiste en hacerlo todo para utilidad del prójimo o la gloria de Dios. Nos la requiere particularmente el prójimo, porque Dios nos ve como somos (2 Co 5, 11), y el prójimo sólo en la medida en que le abrimos nuestro corazón…



Sentencias III, 2

Dichosos los limpios de corazón, porque ésos van a ver a Dios. Como si dijera: Purifica el corazón, despreocúpate de todo, sé monje, esto es, único. Pide al Señor una sola cosa y búscala. Afánate y mira que él es Dios. Así, cuando limpies tu corazón por el espíritu de inteligencia, inmediatamente verás a Dios por el espíritu de sabiduría; y gozarás de Dios.



Sentencias I, 14

Con la circuncisión no se resiente nervio alguno ni se quebranta un solo hueso. Quedando así intactos, se endurecen y se afianzan. Pero abren la piel; cortan la carne; salta la sangre, para reprimir el placer seductor. No olvides que en la carne se instala el pecado. La piel es su cobertura y la sangre su incentivo. La auténtica circuncisión espiritual, no la física, consiste en quitar toda cobertura de excusa y disimulo mediante la compunción del corazón y la confesión verbal, en cortar cualquier costumbre de pecado mediante un cambio de conducta y, finalmente, como algo indispensable, es evitar las ocasiones de pecado y los estímulos de las concupiscencias.



Sermón en la Cena del Señor, 2. Sobre el bautismo, el sacramento del altar y el lavatorio de pies

¿Qué gracia nos otorga el bautismo? El perdón de los pecados (2 Pe 1,9). ¿Quién puede purificar al que es impuro en su mismo ser, sino el puro por excelencia (Jb 14, 4), y el que está exento de pecado, es decir, Dios? Primitivamente el sacramento que concedía esta gracia era la circuncisión: un cuchillo raía la costra de la culpa original que brota desde los primeros padres (Jos 5, 2). Pero al venir el Señor, cordero tierno y manso (S 85, 5), cuyo yugo es llevadero y su carga ligera (Mt 11, 30), todo cambió maravillosamente. El agua y la unción del Espíritu disuelve aquella costra inveterada y suprime un dolor tan acerbo.



Sobre el Cantar de los Cantares 7, 7

Por eso se requiere suma pureza de intención, para que vuestro espíritu codicie agradar a Dios sólo y pueda vivir junto a él. Estar junto a Dios es lo mismo que ver a Dios; y eso sólo se concede a los puros de corazón, como una felicidad inigualable. Un corazón puro tenía David y decía a Dios: Mi alma está unida a ti. Para mí lo bueno es estar junto a Dios. Viéndolo se unía a Dios y uniéndose a él le veía.



Los grados de la humildad y la soberbia 19

El ojo del corazón, al que la Verdad prometió su plena manifestación: dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios, se purifica de toda mancha, debilidad, ignorancia o mal deseo adquirido, por medio del llanto, del hambre y la sed de ser justo, y por la perseverancia en las obras de misericordia. Los grados o estados de la verdad son tres. Al primero se sube por el trabajo de la humildad; al segundo por el afecto de la compasión; y al tercero, por el vuelo de la contemplación. En el primer grado, la verdad se nos muestra severa; en el segundo, piadosa; y en el tercero, pura. Al primero nos lleva la razón con la que nos examinamos a nosotros mismos; al segundo, el afecto con el que nos compadecemos de los demás; al tercero, la pureza que nos arrebata y nos levanta hacia las realidades invisibles.



Sermón 5, 5: Sobre el verso de Habacuc: Me pondré de centinela, haré la guardia  oteando…

Queridos hermanos, he aquí el primer grado de la contemplación: considerar constantemente cuál es la voluntad de Dios, lo que le agrada y complace. Y como todos le ofendemos muchas veces (St 3,2), nuestra vida retorcida choca con la rectitud de su voluntad, y le es imposible unirse y acoplarse a ella. Humillémonos, pues, ante la mano poderosa de Dios; no cesemos de presentarnos como unos miserables ante su presencia misericordiosa, y digamos: Sáname, señor, y quedare sano. Sálvame y estaré salvado (Jr 17, 14). O esto otro: Señor, ten misericordia, sáneme porque he pecado contra ti (S 40,5).

Cuando hemos purificado el ojo de nuestro corazón con estos pensamientos, ya no vivimos en nuestro espíritu con amargura, sino en el de Dios y muy felices. Ni pensamos cual es la voluntad de Dios en nuestra vida, sino en sí misma. La vida está en su voluntad (S 29, 6), y lo más útil y provechoso para nosotros es sin duda alguna, lo que está conforme a su voluntad. Por eso si queremos conservar escrupulosamente la vida de nuestra alma, alejémonos lo menos posible de esa voluntad divina. Y a medida que avancemos en la práctica espiritual, bajo la dirección del Espíritu que sondea hasta lo profundo de Dios, meditemos cuán suave y bueno es el Señor. Oremos con el Profeta para conocer la voluntad de Dios y no vivir en nuestro corazón, sino en su templo. Y digamos también con el mismo Profeta: Mi alma se acongoja, por eso me acuerdo de ti (S 41, 7).

En esto consiste toda la vida espiritual: fijarnos en nosotros mismo para llenarnos de temor y tristeza saludables, y mirar a Dios para alentarnos y recibir el consuelo gozoso del Espíritu santo. Por una parte fomentemos el temor y la humildad, y por otra, la esperanza y el amor”.



Sobre el Cantar de los Cantares 22, 3

Los verdaderamente limpios de corazón pueden, por si mismos, comprender realidades más sublimes que las predicadas por mí.

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