Salmista 1°: Introducción:
2. Como busca la cierva corrientes de
agua,
así mi alma te busca
a ti, Dios mío;
3 tiene sed de Dios,
del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver
el rostro de Dios?
Salmista 2.°: Lamentación:
4 Las lágrimas son mi pan, noche y día,
+
mientras todo el día
me repiten: *
"¿Dónde está tu
Dios?"
5 Recuerdo otros
tiempos,
y desahogo mi alma
conmigo:
cómo marchaba a la
cabeza del grupo
hacia la casa de
Dios,
entre cantos de
júbilo y alabanza
en el bullicio de la
fiesta.
Asamblea: Estribillo:
6 ¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que
volverás a alabarlo:
"Salud de mi rostro,
Dios mío".
Salmista 2.º: Continúa la lamentación:
7 Cuando mi alma se acongoja te
recuerdo,
desde el Jordán y el
Hermón y el Monte Menor.
8 Una sima grita a
otra sima
con voz de cascadas:
tus torrentes y tus
olas
me han arrollado.
9 De día el Señor me
hará misericordia,
de noche cantaré la
alabanza del Dios de mi vida.
10 Diré a Dios:
"Roca mía, ¿por qué me olvidas? +
¿por qué voy andando
sombrío, *
hostigado por mi
enemigo?"
11 Se me rompen los
huesos,
por las burlas del
adversario;
todo el día me
preguntan:
"¿Dónde está tu
Dios?"
Asamblea: Estribillo:
12 ¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que
volverás a alabarlo:
"Salud de mi
rostro, Dios mío".
1. Una cierva
sedienta, con la garganta seca, lanza su lamento ante el desierto árido,
anhelando las frescas aguas de un arroyo. Con esta célebre imagen comienza el
salmo 41. En ella podemos ver casi el símbolo de la profunda espiritualidad de
esta composición, auténtica joya de fe y poesía. En realidad, según los
estudiosos del Salterio, nuestro salmo se debe unir estrechamente al sucesivo,
el 42, del que se separó cuando los salmos fueron ordenados para formar el
libro de oración del pueblo de Dios. En efecto, ambos salmos, además de estar
unidos por su tema y su desarrollo, contienen la misma antífona: «¿Por qué te
acongojas, alma mía?, ¿por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a
alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío» (Sal
41,6.12; 42,5). Este llamamiento, repetido dos veces en nuestro salmo, y una
tercera vez en el salmo sucesivo, es una invitación que el orante se hace a sí
mismo a evitar la melancolía por medio de la confianza en Dios, que con
seguridad se manifestará de nuevo como Salvador.
2. Pero volvamos
a la imagen inicial del salmo, que convendría meditar con el fondo musical del
canto gregoriano o de esa gran composición polifónica que es el Sicut
cervus de Pierluigi de Palestrina. En efecto, la cierva sedienta es el
símbolo del orante que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu, hacia el
Señor, al que siente lejano pero a la vez necesario: «Mi alma tiene sed de
Dios, del Dios vivo» (Sal 41,3). En
hebraico una sola palabra, nefesh, indica a la vez el «alma» y la
«garganta». Por eso, podemos decir que el alma y el cuerpo del orante están
implicados en el deseo primario, espontáneo, sustancial de Dios (cf. Sal 62,2). No es de extrañar que una
larga tradición describa la oración como «respiración»: es originaria,
necesaria, fundamental como el aliento vital.
Orígenes, gran
autor cristiano del siglo III, explicaba que la búsqueda de Dios por parte del
hombre es una empresa que nunca termina, porque siempre son posibles y
necesarios nuevos progresos. En una de sus homilías sobre el libro de los Números,
escribe: «Los que recorren el camino de la búsqueda de la sabiduría de Dios no
construyen casas estables, sino tiendas de campaña, porque realizan un viaje
continuo, progresando siempre, y cuanto más progresan tanto más se abre ante
ellos el camino, proyectándose un horizonte que se pierde en la inmensidad» (Homilía
XVII in Numeros, GCS VII, 159-160).
3. Tratemos
ahora de intuir la trama de esta súplica, que podríamos imaginar compuesta de
tres actos, dos de los cuales se hallan en nuestro salmo, mientras el último se
abrirá en el salmo sucesivo, el 42... La primera escena (cf. Sal 41,2-6) expresa la profunda
nostalgia suscitada por el recuerdo de un pasado feliz a causa de las hermosas
celebraciones litúrgicas ya inaccesibles: «Recuerdo otros tiempos, y desahogo
mi alma conmigo: cómo marchaba a la cabeza del grupo hacia la casa de Dios,
entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta» (v. 5).
«La casa de
Dios», con su liturgia, es el templo de Jerusalén que el fiel frecuentaba en otro
tiempo, pero es también la sed de intimidad con Dios, «manantial de aguas
vivas», como canta Jeremías (Jr 2,13). Ahora la única agua que aflora a sus
pupilas es la de las lágrimas (cf. Sal
41,4) por la lejanía de la fuente de la vida. La oración festiva de entonces,
elevada al Señor durante el culto en el templo, ha sido sustituida ahora por el
llanto, el lamento y la imploración.
4. Por
desgracia, un presente triste se opone a aquel pasado alegre y sereno. El
salmista se encuentra ahora lejos de Sión: el horizonte de su entorno es el de
Galilea, la región septentrional de Tierra Santa, como sugiere la mención de
las fuentes del Jordán, de la cima del Hermón, de la que brota este río, y de
otro monte, desconocido para nosotros, el Misar (cf. v. 7). Por tanto, nos
encontramos más o menos en el área en que se hallan las cataratas del Jordán,
las pequeñas cascadas con las que se inicia el recorrido de este río que
atraviesa toda la Tierra prometida. Sin embargo, estas aguas no quitan la sed
como las de Sión. A los ojos del salmista, más bien, son semejantes a las aguas
caóticas del diluvio, que lo destruyen todo. Las siente caer sobre él como un
torrente impetuoso que aniquila la vida: «tus torrentes y tus olas me han
arrollado» (v. 8). En efecto, en la Biblia el caos y el mal, e incluso el
juicio divino, se suelen representar como un diluvio que engendra destrucción y
muerte (cf. Gn 6,5-8; Sal 68,2-3).
5. Esta
irrupción es definida sucesivamente en su valor simbólico: son los malvados,
los adversarios del orante, tal vez también los paganos que habitan en esa
región remota donde el fiel está relegado. Desprecian al justo y se burlan de
su fe, preguntándole irónicamente: «¿Dónde está tu Dios?» (v. 11; cf. v. 4). Y
él lanza a Dios su angustiosa pregunta: «¿Por qué me olvidas?» (v. 10). Ese
«¿por qué?» dirigido al Señor, que parece ausente en el día de la prueba, es
típico de las súplicas bíblicas.
Frente a estos
labios secos que gritan, frente a esta alma atormentada, frente a este rostro
que está a punto de ser arrollado por un mar de fango, ¿podrá Dios quedar en
silencio? Ciertamente, no. Por eso, el orante se anima de nuevo a la esperanza
(cf. vv. 6 y 12). El tercer acto, que se halla en el salmo sucesivo, el 42,
será una confiada invocación dirigida a Dios (cf. Sal 42, 1.2a.3a.4b) y usará
expresiones alegres y llenas de gratitud: «Me acercaré al altar de Dios, al
Dios de mi alegría, de mi júbilo».
[1] Audiencia general del Miércoles
16 de enero de 2002.