6 ¿Por qué te
acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que
volverás a alabarlo:
“Salud de mi rostro,
Dios mío”.
7 Cuando mi alma se
acongoja te recuerdo,
desde el Jordán y el
Hermón y el Monte Menor.
10. [v.6.7] Mas mientras dura nuestro destierro en este cuerpo, lejos de
Señor (2 Cor 5,6), el cuerpo corruptible
es lastre del alma, y esta morada terrena oprime la mente que piensa en muchas
cosas (Sab 9,17); aunque caminando
con el deseo, de alguna manera se hayan disipado las tinieblas, y quizá
hubiéramos llegado a percibir aquellas melodías, y con esfuerzo hubiésemos
conseguido percibir algo de aquella casa de Dios; a pesar de todo, un cierto
gravamen de nuestra debilidad nos hace recaer en nuestros defectos habituales,
y nos precipita en las mismas faltas de siempre. Y así como allí habíamos
encontrado motivos de alegría, no faltarán aquí motivos de lamentos. Porque
este ciervo, que se alimenta día y noche de sus lágrimas, arrebatado por su
deseo hacia las fuentes de agua, es decir, hacia la dulzura interior de Dios,
levantando sobre sí su propia alma, hasta tocar lo que es superior a ella,
caminando hacia el lugar de la tienda admirable, hasta la casa de Dios, y
llevado por el júbilo del sonido interior e inteligible, hasta despreciar todo
lo exterior, y ser arrebatado hacia lo interior; no obstante es hombre todavía,
y aún gime en esta tierra, lleva sobre sí la carne frágil, y corre peligro
entre los escándalos de este mundo. Se ha mirado a sí mismo, como quien viene
de otro mundo, y se dice a sí mismo, envuelto en medio de tales tristezas, y
comparándolas con aquellas realidades que entró a ver, y al salir, después de
verlas, exclama: Por qué te entristeces, alma mía, por qué te me turbas? Mira
que ya hemos disfrutado de una cierta dulzura interior; que con la mirada de la
mente hemos podido atisbar algo inmutable, aunque sólo tocado ligeramente y por
un momento; ¿por qué todavía me turbas y estás triste? Porque tú no dudas de tu
Dios. Ya no te sucede que te encuentres sin respuesta ante los que te peguntan:
¿Dónde está tu Dios? Ya he logrado percibir algo inmutable, ¿Por qué todavía me
conturbas? Espera en Dios. Y parecería que su alma le responde en silencio:
¿Por qué te turbo, sino porque aún no estoy allí donde se encuentra aquella
dulzura que me arrebató como de pasada? ¿Acaso estoy ya bebiendo de aquella
fuente donde no hay temor alguno? ¿Es que ya no tengo ningún temor a tropezar
en algo? ¿Me encuentro ya segura, como si todas mis inclinaciones estuvieran
dominadas y vencidas? ¿Acaso el diablo, mi enemigo, no está poniendo
acechanzas? ¿No me tiende diariamente trampas engañosas? ¿Cómo quieres que no
te turbe, situada como estoy en el mundo, y lejos todavía de la casa de mi
Dios? A pesar de todo espera en Dios, se responde a su propia alma, a quien
conturba, y como dándole razón de su perturbación, a causa de los males de los
que este mundo está inundado. Entre tanto vive en esperanza. Pues la esperanza
de lo que se ve, ya no es esperanza; en cambio, si lo que esperamos no lo
vemos, con paciencia aguardamos (Rm
8,24-15).
11. [v.7] Espera en Dios. ¿Y por qué se dice espera? Porque voy a
alabarlo. ¿Y qué es lo que le alabarás? Tú eres la salud de mi rostro, Dios
mío. La salvación no me puede venir de mí mismo; esto clamaré, esto he de
confesar: Tú eres la salud de mi rostro, Dios mío. Por lo tanto, para suscitar
en sí el temor en aquello que de alguna manera ha podido comprender con su
inteligencia, volvió a examinarlo de nuevo, no sea que el enemigo se le
introduzca subrepticiamente; por eso no dice todavía: Estoy completamente a
salvo. Pues teniendo como tenemos las primicias del Espíritu, gemimos en
nuestro interior, esperando la redención de nuestro cuerpo (Rm 8,23). Poseeremos esa perfecta
salvación cuando vivamos ya sin fin en la casa de Dios, y sin fin alabando a
quien se le ha dicho: Dichosos los que viven en tu casa: por siempre te
alabarán (Sal 83,5). Esto aún no
tiene lugar, porque no ha llegado la salvación prometida; pero confieso a mi
Dios en esperanza, y le digo: Salud de mi rostro, Dios mío. Porque estamos
salvados en esperanza; pero la esperanza que ve no es esperanza (Rm 8,24). Persevera, pues, y lo
conseguirás; persevera hasta que llegue la salvación. Escucha a tu mismo Dios,
que te habla desde tu interior: Espera en el Señor, actúa varonilmente y será
confortado tu corazón, espera en el Señor (Sal
26, 14), puesto que quien persevere hasta el final, ese se salvará (Mt 10, 22; 24,13). Entonces ¿Por qué te
entristeces, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, porque voy a
alabarlo. Esta es mi confesión: Salud de mi rostro, Dios mío.
12. Mi alma está turbada en mi interior. ¿Será Dios, acaso, su
turbación? No, está turbada en mi interior. El inmutable le daba fortaleza, y
donde se perturbaba era en lo mudable. Sé que la justicia de Dios permanece; lo
que no sé si permanece es la mía. El Apóstol nos causa temor cuando dice: El
que crea estar en pie, tenga cuidado no caiga (1 Cor 10,12). Luego al no tener yo seguridad de mí mismo, tampoco
tengo confianza en mí: Mi alma está turbada en mi interior. ¿Quieres que deje
de estar turbada? Que no descanse en ti mismo; di: A ti, Señor, levanto mi alma
(Sal 24,1). Escucha esto mismo con
más claridad. No esperes nada de ti, sino de tu Dios. Porque si tu esperanza se
apoya en ti, tu alma se turbará en ti; porque aún no encuentra cómo apoyarse en
ti. Por tanto, ya que mi alma está turbada en mí, ¿qué es lo que falta, sino la
humildad, para que el alma no presuma de sí misma? ¿Qué le falta, sino tenerse
por la última, humillarse, para merecer ser exaltada? Que no se atribuya nada,
para que el Señor le dé lo que conviene. Por lo tanto, dado que mi alma se
turba por mí, y esta perturbación le origina la soberbia: Por eso te recuerdo,
Señor, desde la tierra del Jordán, y el Hermón, y el monte pequeño. ¿Desde
dónde te he recordado? Desde el monte pequeño y la tierra del Jordán. Quizá
desde el bautismo, donde se da el perdón de los pecados. De hecho nadie se
apresura hacia el perdón de los pecados, sino el que está disgustado de sí
mismo; nadie corre hacia el perdón de los pecados, sino el que se confiesa
pecador; y nadie se confiesa pecador, sino humillándose a sí mismo ante Dios.
Así que desde la tierra del Jordán te he recordado, y desde el monte pequeño.
No desde el gran monte, para que tú al monte pequeño lo conviertas en grande,
ya que el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será engrandecido
(Lc 14,11; 18,14). Si quieres,
incluso, buscar el significado de los nombres, Jordán significa «descenso de
ellos». Así que desciende para seas levantado; no pretendas erguirte, no vayas
a ser aplastado: Y del Hermón, el monte pequeño. Hermón significa «condena».
Condénate, disgústate a ti mismo; desagradarás a Dios si te complaces a ti
mismo. Por tanto, ya que Dios nos lo da todo, por ser él bueno, no porque
nosotros nos lo merezcamos; por ser él misericordioso, no porque hayamos
nosotros merecido algo, desde la tierra del Jordán y el Hermón he recordado a
Dios. Y al recordarlo humildemente, merecerá gozarlo exaltado; porque el que se
gloría en el Señor, no se exalta a sí mismo.
Oración sálmica:
« ¿Adónde te escondiste /
Amado y me dejaste con gemido? /
Como el ciervo huiste /
habiéndome herido /
salí tras ti clamando y
eras ido» (Juan de la Cruz)