sábado, 17 de agosto de 2019

IV. LECTIO COMPARTIDA DEL SALMO 41


VI.4 Las lágrimas son mi pan, noche y día,

mientras todo el día me repiten: “¿Dónde está tu Dios?”



6. [v.4] Entre tanto, mientras voy corriendo, mientras estoy en camino, antes de llegar y estar en tu presencia, las lágrimas fueron mi pan día y noche, mientras me repiten cada día: ¿Dónde está tu Dios? Mis lágrimas, dice, fueron no mi amargura, sino mi pan. Dulces eran para mí esas lágrimas; sediento como estaba de aquella fuente, y como todavía no podía beber de ella, me nutría con ansiedad de mis lágrimas. De hecho no dice: Mis lágrimas han sido mi bebida, para no parecer desearlas como la fuente de agua; sino permaneciendo aquella sed, que me hace arder, que me arrastra hacia la fuente de agua, mis lágrimas se han convertido en mi pan, mientras se prolonga la espera. Y alimentándose de sus lágrimas, sin duda que aumenta su ardor por la fuente. Mis lágrimas, pues, se han convertido en mi pan noche y día. Este alimento, llamado pan, los hombres lo comen de día, y de noche duermen; en cambio el pan de las lágrimas se come tanto de día como de noche; sea que entiendas como noche y día el tiempo en su totalidad, sea que por día entiendas la prosperidad de este mundo, y por noche la adversidad. Tanto, dice, en la prosperidad de este mundo, como en las realidades adversas, yo voy derramando las lágrimas de mis deseos, no dejo la avidez de mi deseo. Y cuando al mundo le va bien, a mí me va mal, mientras no llegue a ver el rostro de Dios. ¿Por qué obligas a casi agradecer al día, si me ha sonreído alguna prosperidad de este mundo? ¿Es que no es engañosa? ¿No es escurridiza, caduca, mortal? ¿Acaso no es temporal, voluble, efímera? ¿No es más decepcionante que deleitable? ¿Cómo no van a ser las lágrimas mi pan incluso durante el día? Porque también aun cuando nos rodee el esplendor de la felicidad mundana, mientras vivimos en el cuerpo peregrinamos hacia Señor y me dicen cada día: ¿Dónde está tu Dios? Si fuera un pagano el que esto me dice, no puedo yo a mi vez decirle: ¿Dónde está tu Dios? Su dios él me lo muestra con el dedo: me señala con él alguna piedra, diciéndome: Ese es mi dios. ¿Dónde está tu Dios? Si yo me río de la estatua de piedra, y se ruboriza el que me la mostró, mira al cielo y tal vez dirigiendo el dedo hacia el sol, reitera nuevamente: Ese es mi dios. ¿Dónde está tu Dios? Él sí encuentra algo que mostrar a los ojos de la carne; pero yo no es que no tenga a quién mostrar, sino que él carece de ojos para mostrárselo. Puede él mostrar a mis ojos corporales su dios, el sol, pero ¿a qué ojos le mostraré yo el Creador del sol?

7. Sin embargo, oyendo día tras día: ¿Dónde está tu Dios?, y alimentado diariamente con mis lágrimas, al meditar día y noche lo que oí: ¿Dónde está tu Dios?, yo mismo he procurado buscar a mi Dios, y así, en lo posible, no sólo creer en él, sino poder de algún modo verlo. Veo, sí, lo que ha hecho mi Dios, pero no veo a mi Dios que hizo todo eso. Y ya que como el ciervo deseo las fuentes de agua, y en Dios está la fuente de la vida, y el salmo se escribió para que comprendieran los hijos de Coré, y además lo invisible de Dios se puede ver a través de la comprensión de las cosas que han sido hechas por él, ¿qué debo hacer para encontrar a mi Dios? Me voy a fijar en la tierra: la tierra fue creada; es grandiosa la hermosura de la tierra; pero tiene su artífice. Portentosas son las maravillas de las semillas y de la reproducción de los vivientes, pero todo esto tiene su Creador. Muestro la grandiosidad del mar inmenso que me rodea, me quedo estupefacto, lo admiro; busco su artífice; levanto mis ojos al cielo y contemplo la hermosura de las estrellas; me quedo admirado de la potencia iluminadora del sol durante el día, y de la luna, atenuante de la oscuridad de la noche. Todo admirable, digno de alabanza, y hasta de estupor; porque no son puramente terrenas estas maravillas, sino más bien celestiales. Pero mi sed no se queda ahí todavía; todo esto lo admiro, lo alabo; pero de quien yo tengo sed es de su autor. Me vuelvo hacia mí mismo y me pongo también a indagar quién soy yo mismo, que me admiro de tales cosas: y me encuentro con que tengo un cuerpo y un alma. Esta es la que me gobierna, el otro el gobernado; el cuerpo está al servicio, el alma da órdenes. Me doy cuenta de que el alma es una realidad mejor que el cuerpo; y percibo que quien investiga todo esto es el alma, no el cuerpo; no obstante reconozco que todas estas conclusiones a las que he llegado, las he hecho mediante el cuerpo. Alababa la tierra: la había conocido con mis ojos; alababa el mar: lo había conocido con mis ojos; alababa el cielo, las estrellas, el sol y la luna: con mis ojos los había conocido. Los ojos son miembros de carne, sí, pero son las ventanas del alma; el interior es el que ve por ellas; cuando está distraído en algún otro pensamiento, en vano están abiertas las ventanas. Mi Dios, el Creador de todas estas cosas que veo con los ojos, no debe ser buscado con estos ojos. Que sea el alma la que investigue alguna cosa por sí misma: a ver si hay algo que yo no percibo por los ojos, como los colores y la luz; ni por los oídos, como el canto y el sonido; ni por el olfato, como la fragancia de los olores; ni por el paladar y la lengua, como el sabor; ni por el cuerpo entero, como puede ser la dureza y la blandura, el frío y el calor, la aspereza y la suavidad. A ver si hay algo en mi interior que yo pueda ver. ¿Qué significa ver interiormente? Lo que no es ni color, ni sonido, ni olor, ni sabor, ni calor, o frío, o dureza o suavidad. A ver, que se me diga de qué color es la sabiduría. Cuando pensamos en la justicia, y nos gozamos con el pensamiento de su belleza, ¿qué perciben los oídos? ¿Qué emanación asciende a nuestra nariz? ¿Qué gusto penetra en la boca? ¿Qué toca con agrado la mano? Y sin embargo está dentro, es bella, se la alaba y se la ve; y aunque estos ojos estén a oscuras, el alma disfruta con su propia luz. ¿Qué es lo que Tobías veía, cuando, ciego como estaba, le daba consejos sobre la vida a su hijo, que tenía perfecta vista? (Tob 4,2). Hay algo que el alma misma, señora del cuerpo, su rectora, que habita en él, ve, y que no percibe por los ojos del cuerpo, ni por los oídos, ni por el olfato, ni por el paladar, ni por el tacto, sino por sí misma. Y, por cierto, lo percibe mejor por sí misma que por medio de su siervo. Así es sin género de duda: se ve a sí misma por sí misma, el alma, para conocerse, se ve a sí misma. Y para verse, por supuesto que no pide ayuda a los ojos corporales; al contrario, se abstrae de todos los sentidos corporales, como algo que alborota y distrae, y se concentra en sí misma para verse en sí y conocerse en sí misma. Pero ¿acaso su Dios es algo parecido al alma? Cierto que a Dios no se le puede ver sino con el alma, pero no es posible verlo como se ve el alma. El alma busca algo de Dios, para que no le insulten los que le dicen: ¿Dónde está tu Dios? Busca una verdad inmutable, una sustancia perfecta. Pero el alma no es así: decae y progresa; conoce e ignora; recuerda y se olvida; ahora quiere esto y luego lo rechaza. Esta mutabilidad no se compagina con Dios. Si llego a decir que Dios es mudable, me insultarán los que dicen: ¿Dónde está tu Dios?



Oración sálmica:

Que se manifieste, Señor, tu poder sobre nosotros y no se acongoje más nuestra alma; que tus torrentes y tus olas se calmen y, a la tempestad de tu cólera, seguirá la bonanza de tu perdón; que, teniendo siempre sed de ti, como busca la cierva corrientes de agua, podamos finalmente gozar un día de la claridad de tu presencia, por los siglos de los siglos.

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