sábado, 31 de agosto de 2019

VI. LECTIO COMPARTIDA DEL SALMO 41

6 ¿Por qué te acongojas, alma mía,

por qué te me turbas?

Espera en Dios, que volverás a alabarlo:

“Salud de mi rostro, Dios mío”.

7 Cuando mi alma se acongoja te recuerdo,

desde el Jordán y el Hermón y el Monte Menor.

 

10. [v.6.7] Mas mientras dura nuestro destierro en este cuerpo, lejos de Señor (2 Cor 5,6), el cuerpo corruptible es lastre del alma, y esta morada terrena oprime la mente que piensa en muchas cosas (Sab 9,17); aunque caminando con el deseo, de alguna manera se hayan disipado las tinieblas, y quizá hubiéramos llegado a percibir aquellas melodías, y con esfuerzo hubiésemos conseguido percibir algo de aquella casa de Dios; a pesar de todo, un cierto gravamen de nuestra debilidad nos hace recaer en nuestros defectos habituales, y nos precipita en las mismas faltas de siempre. Y así como allí habíamos encontrado motivos de alegría, no faltarán aquí motivos de lamentos. Porque este ciervo, que se alimenta día y noche de sus lágrimas, arrebatado por su deseo hacia las fuentes de agua, es decir, hacia la dulzura interior de Dios, levantando sobre sí su propia alma, hasta tocar lo que es superior a ella, caminando hacia el lugar de la tienda admirable, hasta la casa de Dios, y llevado por el júbilo del sonido interior e inteligible, hasta despreciar todo lo exterior, y ser arrebatado hacia lo interior; no obstante es hombre todavía, y aún gime en esta tierra, lleva sobre sí la carne frágil, y corre peligro entre los escándalos de este mundo. Se ha mirado a sí mismo, como quien viene de otro mundo, y se dice a sí mismo, envuelto en medio de tales tristezas, y comparándolas con aquellas realidades que entró a ver, y al salir, después de verlas, exclama: Por qué te entristeces, alma mía, por qué te me turbas? Mira que ya hemos disfrutado de una cierta dulzura interior; que con la mirada de la mente hemos podido atisbar algo inmutable, aunque sólo tocado ligeramente y por un momento; ¿por qué todavía me turbas y estás triste? Porque tú no dudas de tu Dios. Ya no te sucede que te encuentres sin respuesta ante los que te peguntan: ¿Dónde está tu Dios? Ya he logrado percibir algo inmutable, ¿Por qué todavía me conturbas? Espera en Dios. Y parecería que su alma le responde en silencio: ¿Por qué te turbo, sino porque aún no estoy allí donde se encuentra aquella dulzura que me arrebató como de pasada? ¿Acaso estoy ya bebiendo de aquella fuente donde no hay temor alguno? ¿Es que ya no tengo ningún temor a tropezar en algo? ¿Me encuentro ya segura, como si todas mis inclinaciones estuvieran dominadas y vencidas? ¿Acaso el diablo, mi enemigo, no está poniendo acechanzas? ¿No me tiende diariamente trampas engañosas? ¿Cómo quieres que no te turbe, situada como estoy en el mundo, y lejos todavía de la casa de mi Dios? A pesar de todo espera en Dios, se responde a su propia alma, a quien conturba, y como dándole razón de su perturbación, a causa de los males de los que este mundo está inundado. Entre tanto vive en esperanza. Pues la esperanza de lo que se ve, ya no es esperanza; en cambio, si lo que esperamos no lo vemos, con paciencia aguardamos (Rm 8,24-15).
11. [v.7] Espera en Dios. ¿Y por qué se dice espera? Porque voy a alabarlo. ¿Y qué es lo que le alabarás? Tú eres la salud de mi rostro, Dios mío. La salvación no me puede venir de mí mismo; esto clamaré, esto he de confesar: Tú eres la salud de mi rostro, Dios mío. Por lo tanto, para suscitar en sí el temor en aquello que de alguna manera ha podido comprender con su inteligencia, volvió a examinarlo de nuevo, no sea que el enemigo se le introduzca subrepticiamente; por eso no dice todavía: Estoy completamente a salvo. Pues teniendo como tenemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, esperando la redención de nuestro cuerpo (Rm 8,23). Poseeremos esa perfecta salvación cuando vivamos ya sin fin en la casa de Dios, y sin fin alabando a quien se le ha dicho: Dichosos los que viven en tu casa: por siempre te alabarán (Sal 83,5). Esto aún no tiene lugar, porque no ha llegado la salvación prometida; pero confieso a mi Dios en esperanza, y le digo: Salud de mi rostro, Dios mío. Porque estamos salvados en esperanza; pero la esperanza que ve no es esperanza (Rm 8,24). Persevera, pues, y lo conseguirás; persevera hasta que llegue la salvación. Escucha a tu mismo Dios, que te habla desde tu interior: Espera en el Señor, actúa varonilmente y será confortado tu corazón, espera en el Señor (Sal 26, 14), puesto que quien persevere hasta el final, ese se salvará (Mt 10, 22; 24,13). Entonces ¿Por qué te entristeces, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, porque voy a alabarlo. Esta es mi confesión: Salud de mi rostro, Dios mío.
12. Mi alma está turbada en mi interior. ¿Será Dios, acaso, su turbación? No, está turbada en mi interior. El inmutable le daba fortaleza, y donde se perturbaba era en lo mudable. Sé que la justicia de Dios permanece; lo que no sé si permanece es la mía. El Apóstol nos causa temor cuando dice: El que crea estar en pie, tenga cuidado no caiga (1 Cor 10,12). Luego al no tener yo seguridad de mí mismo, tampoco tengo confianza en mí: Mi alma está turbada en mi interior. ¿Quieres que deje de estar turbada? Que no descanse en ti mismo; di: A ti, Señor, levanto mi alma (Sal 24,1). Escucha esto mismo con más claridad. No esperes nada de ti, sino de tu Dios. Porque si tu esperanza se apoya en ti, tu alma se turbará en ti; porque aún no encuentra cómo apoyarse en ti. Por tanto, ya que mi alma está turbada en mí, ¿qué es lo que falta, sino la humildad, para que el alma no presuma de sí misma? ¿Qué le falta, sino tenerse por la última, humillarse, para merecer ser exaltada? Que no se atribuya nada, para que el Señor le dé lo que conviene. Por lo tanto, dado que mi alma se turba por mí, y esta perturbación le origina la soberbia: Por eso te recuerdo, Señor, desde la tierra del Jordán, y el Hermón, y el monte pequeño. ¿Desde dónde te he recordado? Desde el monte pequeño y la tierra del Jordán. Quizá desde el bautismo, donde se da el perdón de los pecados. De hecho nadie se apresura hacia el perdón de los pecados, sino el que está disgustado de sí mismo; nadie corre hacia el perdón de los pecados, sino el que se confiesa pecador; y nadie se confiesa pecador, sino humillándose a sí mismo ante Dios. Así que desde la tierra del Jordán te he recordado, y desde el monte pequeño. No desde el gran monte, para que tú al monte pequeño lo conviertas en grande, ya que el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será engrandecido (Lc 14,11; 18,14). Si quieres, incluso, buscar el significado de los nombres, Jordán significa «descenso de ellos». Así que desciende para seas levantado; no pretendas erguirte, no vayas a ser aplastado: Y del Hermón, el monte pequeño. Hermón significa «condena». Condénate, disgústate a ti mismo; desagradarás a Dios si te complaces a ti mismo. Por tanto, ya que Dios nos lo da todo, por ser él bueno, no porque nosotros nos lo merezcamos; por ser él misericordioso, no porque hayamos nosotros merecido algo, desde la tierra del Jordán y el Hermón he recordado a Dios. Y al recordarlo humildemente, merecerá gozarlo exaltado; porque el que se gloría en el Señor, no se exalta a sí mismo.



Oración sálmica:
« ¿Adónde te escondiste / 
Amado y me dejaste con gemido? /
Como el ciervo huiste /
habiéndome herido /
salí tras ti clamando y eras ido»  (Juan de la Cruz)

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