sábado, 30 de mayo de 2020

SOLMENIDAD DE PENTECOSTES (SANTA HILDEGARDA DE BINGEN, DOCTORA DE LA IGLESIA)


Oh fuego del Espíritu confortador, vida de la vida de toda la creación.

Sois santo infundiendo vida a las formas.

Sois santo poniendo ungüento a los malheridos,

sois santo purificando las llagas fétidas.

Aliento de santidad, fuego del amor, sabor dulce dentro de los pechos, infundido en los corazones con el perfume de las virtudes.

Fuente purísima, en la cual se muestra cómo Dios reúne a los desencaminados y va en búsqueda de aquellos que se han perdido.

Coraza de vida, esperanza de unidad de todos los miembros, cinturón de honestidad, salvad a los bienaventurados.

Guardad a aquellos que han sido hechos prisioneros por el enemigo, y liberad a los encadenados, a los cuales quiere salvar el poder divino.

Oh, camino firmísimo, que atravesáis todos los lugares, las alturas, los lugares llanos y todos los abismos, vos todo lo componéis y reunís.

Para vos las nubes corren, el aire vuela, las piedras tienen humedad, los riachuelos brotan de las fuentes, y la tierra rezuma verdor.

Vos siempre habéis guiado a los doctos, alegrados por la inspiración de la sabiduría.

Así pues, alabanza a vos, que sois sonido de alabanza y gozo de vida, esperanza y honor supremo, otorgando los dones de la luz.



Secuencia al Espíritu Santo, Santa Hildegarda de Bingen







Azucena A. Fraboschi - Esther D. Portiglia; Creo... Meditando sobre Fe e Iglesia, con Santa Hildegarda de Bingen



X. CREO EN EL ESPÍRITU SANTO.



  1. Ven, Espíritu Santo… El envío



Jesús Lo promete en la última cena: “Y Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito –Consolador e Intercesor– para que permanezca con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad que el mundo no puede recibir porque no Lo ve ni Lo conoce. […] Pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre os enviará en Mi nombre os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he dicho.” (Juan 14, 16-17; 26). Los discípulos acaban de escuchar las misteriosas palabras de Cristo dándoles el pan y el vino como Su cuerpo y Su sangre, presienten un doloroso final, una separación, están tristes y desorientados. Y aún hay más: “Yo os digo la verdad. Os conviene que Yo me vaya, porque si no Me voy el Paráclito no vendrá a vosotros, pero si Me voy os Lo enviaré.” (Juan 16, 7). Juan Pablo II subraya que “según el designio divino, la ‘partida’ de Cristo es condición indispensable del ‘envío’ y de la venida del Espíritu Santo.” (Dominum et vivificantem § 11). ¿Por qué? Lo dice a continuación, cuando recuerda la creación del hombre, vivificado por el Divino Espíritu, a la que siguió el pecado que, poniendo al hombre bajo el mortal dominio del demonio, alejó de él al Espíritu de vida y de gracia. La recreación, nuevamente por obra del Espíritu Santo, no podía darse sino después de la redención, es decir, de la muerte salvífica de Cristo en la cruz, muerte que pagando la deuda contraída rescataba al hombre de la esclavitud y lo tornaba libre, devolviéndole la relación filial con el Padre: “Porque sois hijos Dios, ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de Su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gálatas 4, 6) (§§ 13-14. 135).

A propósito de esta voz del Espíritu Santo en nuestros corazones, traemos unas palabras del papa Benedicto XVI, de una de sus catequesis sobre la oración: Sabemos que es verdad lo que dice el Apóstol: “No sabemos orar como conviene”. Queremos orar, pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento. Sólo podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que Él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El Apóstol dice que precisamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, incluso este deseo de entrar en contacto con Dios, es oración que el Espíritu Santo no sólo comprende, sino que lleva, interpreta ante dios. Precisamente esta debilidad nuestra se transforma, a través del Espíritu Santo, en verdadera oración, en verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es, en cierto modo, intérprete que nos hace comprender a nosotros mismos y a Dios lo que queremos decir.” (“La oración en las cartas de san Pablo”, miércoles 16 de mayo de 2012)

¡Qué consoladora verdad, que acompaña y conforta nuestras vidas, nuestros silencios, nuestras necesidades, nuestros callados gritos, tantas desolaciones…, pero que también expresa nuestra gratitud y nuestro amor que también a veces, desbordándonos, nos dejan sin palabras!

Pero volvamos a la promesa del envío, y a Jesús que continúa diciendo: “Cuando Él, el Espíritu de la Verdad venga, os guiará hacia toda la verdad, pues no hablará por Sí mismo sino que dirá lo que habrá oído, y os anunciará lo que ha de venir. Él Me glorificará porque recibirá de lo Mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que recibirá de lo Mío y os lo anunciará.” (Juan 16, 13-15). Henri de Lubac lo afirma con clara contundencia: “Después de la glorificación de Jesús se nos dio el Espíritu, y este don del Espíritu, en el día de Pentecostés, acabó de constituir la Iglesia. […] Fiel a la misión de Aquel ‘en Cuyo nombre’ –Cristo– nos ha sido enviado, nos hace comprender Su mensaje, nos hace ‘volver a recordar’, pero no añade nada. […] Después que Jesús volvió a subir al Padre, Él –el Espíritu Santo– continúa hablando, pero es únicamente para dar testimonio de Jesús, como Jesús da testimonio del Padre. […] No hay más Espíritu que este Espíritu de Jesús, y el Espíritu de Jesús es el alma que anima Su cuerpo.” (Meditación sobre la Iglesia, p. 230-31). El Espíritu de Jesús es el alma que anima Su Cuerpo Místico, esto es la Iglesia, nosotros, cada uno de nosotros, Sus miembros.

El Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo que nos ha sido enviado, a Quien hemos recibido, Quien mora en nosotros, pero… ¿podemos ahora decir algo más de Él?





  1. El Espíritu Santo, ese fuego inextinguible



El Espíritu Santo es verdaderamente un fuego inextinguible, y Quien da todos los bienes, ilumina todos los bienes, suscita y reaviva todos los bienes, enseña todos los bienes (El libro de los merecimientos de la vida 6, 20. Hildegardis Liber Vite Meritorum, p. 271). El Espíritu Santo es verdaderamente un fuego inextinguible. “Dios no es un fuego escondido ni un fuego callado y silencioso, sino que es un fuego operante” (Idem. 1, 25. Hildegardis Liber Vite Meritorum, p. 23). El fuego, elemento dinámico, poderoso e inasible; es útil al hombre para la consecución de su vida y de sus obras, pero en ocasiones constituye un peligro para esa vida, construye y destruye con igual eficacia. En la Iglesia, tanto en la Sagrada Escritura cuanto en la liturgia, el fuego tiene múltiples apariciones. Es expresión de la majestad y el poder de Dios (como en el Sinaí, en ocasión de la promulgación del decálogo que sellaba la Alianza con Dios, donde “cara a cara nos habló en el monte en medio del fuego”, Deuteronomio 5, 4); es la corporización de su cólera (como en la destrucción de Sodoma y Gomorra, cuando “Dios hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego proveniente de Dios desde el cielo”, Génesis 19, 24); es símbolo del Amor divino (como leemos en la exclamación de Cristo: “Fuego vine a traer a la tierra, ¿y qué otra cosa quiero sino que arda?”, Lucas 12, 49); es fuente de Luz e iluminación (como sucedió en Pentecostés, cuando “se les aparecieron a los apóstoles lenguas divididas, como de fuego, y se posaron sobre cada uno de ellos, y fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar varias lenguas”, Hechos de los Apóstoles 2, 3-4); es, en conjunción de destrucción y amor –la destrucción de lo que se opone al amor–, medio de purificación (como sucedió con el profeta Elías quien, cuando se acusaba de ser un hombre de labios impuros, nos dice que “voló hacia mí uno de los serafines que llevaba en su mano una piedrecilla ardiente que había tomado del altar con una tenaza, y tocó mi boca diciendo: He aquí que esto ha tocado tus labios, desaparecerá tu iniquidad y tu pecado será purificado”, Isaías 6, 6-7). Quien da todos los bienes… Esta reiterada mención de los bienes alude a las inmensas riquezas, a los carismas y a los dones del Espíritu Santo:

El alma en el cuerpo humano, desde el inicio de sus obras hasta la finalización de las mismas, debe venerar los siete dones del Espíritu Santo con igual cuidado amoroso; de manera tal que en el inicio de su operación acuda a la Sabiduría y al término de la misma experimente el Temor, y ponga la Fortaleza en el medio, edificándose con el Entendimiento y el Consejo en las realidades celestiales, y también rodeándose de la Ciencia y la Piedad en las terrenales: a todos ellos debe recibir en su auxilio con igual devoción. Por consiguiente el alma debe poner su cuidado para dilatarse sabiamente al principio, pero temerosa y con modestia recogerse al final, y entre ambos momentos se adorne con la Fortaleza y con la belleza del Entendimiento y del Consejo y también se provea de Ciencia y Piedad, como ya se dijo. Y cada uno de ésos se une al otro para llevar toda obra buena a su cumplida realización, con decoro (El libro de las obras divinas 1, 4, 22. Hildegardis Bingensis Liber Divinorum Operum, p. 154).

Es éste un buen momento, en nuestro recorrido por los caminos de la fe, para volver nuestra mirada hacia los dones del Espíritu, que en su plenitud se encuentran en Cristo (Véase Isaías 11, 1-2) y que como donación son brindados a los hombres: Sabiduría (don que dándonos a conocer la verdadera felicidad nos desapega de las cosas del mundo y nos hace gustar y amar los bienes celestiales), Inteligencia o Entendimiento (para más fácilmente conocer y penetrar la Palabra de Dios y las verdades reveladas), Consejo (que hace posible ver y elegir lo que más glorifica a Dios y conviene a la salvación de nuestra alma), Fortaleza (que permitiéndonos superar obstáculos y dificultades adversos a nuestra salvación, nos une más íntimamente a Dios), Ciencia o Conocimiento (que nos proporciona el conocimiento de Dios y de nosotros mismos, y de los medios a poner en práctica y los peligros a evitar para llegar al Reino celestial), Piedad o Santidad (que nos conduce a cumplir con un amor gozoso todo lo que atañe al servicio de Dios y del prójimo) y Temor de Dios (don que llenándonos de respeto y reverencia hacia Dios, nos hace poner todo nuestro cuidado en evitar ofenderlo, para no perder a Quien se ama). Esta secuencia del Espíritu Santo, esta alabanza que podemos rezar como invocándolo, nos ayuda a reconocer y apreciar los múltiples y riquísimos modos de acción del Santo Espíritu en la Iglesia, y en cada uno de nosotros.

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