1. Llamado al buen
Pastor. Oh Jesús,
buen pastor, pastor bueno, pastor clemente, pastor lleno de ternura, a ti clama
un pastor pobre y miserable, un pastor débil, ignorante e inútil, pero, de
todos modos, (ahora) pastor de tus ovejas. A ti, digo, oh buen pastor, clama
este pastor que no es bueno; a ti clama, angustiado por sí mismo, angustiado
por sus ovejas.
2. Acto de contrición. Cuando recuerdo, en la amargura de
mi alma, mis años pasados, me lleno de temor (porque no fui buen hijo, ni
hermano) y me estremezco al solo nombre de pastor: ciertamente sería una
insensatez si no me sintiera totalmente indigno de él. Pero tu santa misericordia
está sobre mí para arrancar mi alma miserable de las profundidades del abismo, tú
que tienes misericordia del que quieres y la concedes a quien te agrada, y de
tal modo perdonas los pecados que no castigas por venganza ni llenas de
confusión con tus reprensiones, ni amas menos a los que amonestas: sin embargo
permanezco confundido y conturbado, pues, si bien recuerdo tu bondad, no puedo
olvidar mis ingratitudes. Aquí está, aquí está en tu presencia la confesión de
mi corazón, la confesión de mis innumerables crímenes, de cuyo dominio tu
misericordia quiso liberar a mi pobre alma. Por todo esto, mis entrañas te dan
gracias y te alaban con todas sus fuerzas. Pero no soy menos deudor tuyo por
todos aquellos males que no hice, porque, ciertamente, el mal que no hice no lo
hice porque tú me conducías, quitándome el poder de realizarlo, o rectificando
mi voluntad, o dándome la fuerza de resistir. Mas, ¿qué haré Señor Dios mío,
por todo aquello con lo que por tu justo juicio toleras todavía que tu servidor,
el hijo de tu sierva, sea atormentado y abatido? Innumerables son las razones,
Señor, por las que mi alma pecadora se inquieta ante tu mirada y, no obstante eso,
mi contrición y mi vigilancia están muy lejos de ser las que serían necesarias
o las que mi voluntad desearía.
3. Examen sobre el
servicio pastoral. Te
confieso, Jesús mío, salvador mío, esperanza mía, consuelo mío; te confieso,
Dios mío, que no estoy tan contrito y lleno de temor como debería por el
pasado, ni me preocupo por el presente como convendría. ¡Y tú, dulce Señor, has
establecido a este hombre sobre tu familia, sobre las ovejas de tu rebaño! A
mí, que tengo tan poco cuidado de mí mismo, me mandas cuidar de ellos; a mí,
que no alcanzo a orar por mis propios pecados, me mandas orar por ellos; a mí,
que apenas me he instruido a mí mismo, me mandas que les enseñe a ellos. Desdichado
de mí, ¿qué he hecho, qué he emprendido, en qué he consentido? Pero sobre todo
tú, Señor, ¿qué has dejado que hagan de este miserable? Pero dime, dulce Señor,
¿no es ésta tu familia, tu pueblo elegido, que por segunda vez hiciste salir de
Egipto, que creaste y redimiste (al llamarlo a la vida monástica benedictina)?
Luego los reuniste de todas las naciones y los hiciste habitar unidos
fraternalmente en esta casa (y quisiste apacentarlos por abades creativos, sabios,
misericordiosos y prudentes como Pedro, Gabino, José y Benito). ¿Por qué
entonces, oh fuente de misericordia, siendo lo que son, tan caros para ti, has
querido encomendármelos a mí, que soy tan despreciable a tus ojos? ¿Acaso lo
hiciste para consentir a mis inclinaciones y entregarme a mis deseos y poder
acusarme mejor, condenarme más severamente y castigarme no sólo por mis
pecados, sino también por los de los demás? Pero ¿valía la pena —oh
piadosísimo— que, para tener un motivo más evidente para castigar con mayor
severidad a un pecador, expusieras tantas y tales almas? En efecto, ¿hay un
peligro mayor para los discípulos que un superior necio y pecador? ¿O bien —y
esto me parece más digno de tu gran bondad y lo experimento dulcemente— pusiste
al frente de tu familia un hombre tal para que tu misericordia se haga
manifiesta y evidente tu sabiduría? ¿Tuviste a bien gobernar a tu familia por
un hombre tal, que nada procediera de él, sino de la grandeza de tu poder, para
que el sabio no se gloríe de su sabiduría ni el fuerte de su fortaleza, porque
cuando gobiernan bien a tu pueblo, eres tú, en realidad, el que gobierna?
Entonces, no a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre da la gloria.
4. Introducción a la
oración por sí mismo y por sus ovejas. Cualquiera que haya sido tu intención al
ponerme o dejar que me pusieran en este cargo a mí, indigno y pecador, mientras
toleras que los presida, me mandas cuidar de ellos y orar por ellos con
dedicación. Entonces, Señor, no me postro en oración ante tu rostro apoyado en
mis méritos, sino en tu gran misericordia; de modo que donde callan los
méritos, clama el deber. Que tus ojos estén sobre mí y tus oídos escuchen mi
oración. Pero como la ley prescribe que el deber del sacerdote es orar primero
por sí mismo y luego ofrecer el sacrificio por el pueblo, yo inmolo a tu
majestad este humilde sacrificio de oración en primer lugar por mis propios
pecados.
5. Oración por sí
mismo. Estas son,
Señor, las heridas de mi alma (heridas en el costado, la cabeza, la lengua, las
manos y los pies que mis hermanos conocen a medias). Tu mirada viva y eficaz
todo lo ve, y alcanza hasta la división del alma y del espíritu. Tú ves,
ciertamente, en mi alma, Señor mío, ves las huellas de mis pecados pasados, y
los peligros presentes y también las causas y las ocasiones de los futuros. Ves
todo esto, Señor, y deseo que lo veas. Sabes también, tú que escrutas mi
corazón, que no hay nada en mi alma que yo quiera ocultar a tus ojos, aun cuando
fuera posible eludir tu mirada. ¡Ay de aquellos que desean esconderse de ti! No
lograrán ocultarse y, en lugar de ser sanados, serán castigados por ti. Mírame,
dulce Señor, mírame. Yo espero en tu piedad, oh misericordiosísimo, porque como
médico compasivo miras para curar, como maestro lleno de bondad para corregir,
como padre indulgente para perdonar. Esto es lo que te pido, oh fuente de
piedad, confiando en tu misericordia omnipotente y en tu omnipotencia misericordiosísima:
que con el poder de tu Nombre suavísimo y por el misterio de tu santa
humanidad, perdones mis pecados y sanes las enfermedades de mi alma,
acordándote de tu bondad y olvidando mi ingratitud. Y que tu dulce gracia me dé
el poder y la fuerza necesarios para luchar contra los vicios y las malas
pasiones que todavía asaltan mi alma, ya sea por una pésima costumbre
inveterada, ya por mis infinitas negligencias cotidianas, ya por la debilidad
de mi naturaleza viciada y corrompida o por la tentación oculta de los
espíritus malignos, a fin de que no consienta en ellas, ni reinen en mi cuerpo
mortal, ni les entregue mis miembros para convertirlos en armas de injusticia,
hasta que cures perfectamente mis debilidades, cicatrices mis heridas y corrijas
mis deformidades. Descienda a mi corazón tu Espíritu de bondad y de dulzura, y
se prepare allí una morada, purificándolo de toda mancha de la carne y del
espíritu, e infundiéndole un aumento de fe, de esperanza y de caridad, de compunción,
de piedad y de delicadeza. Que Él extinga con el rocío de su bendición el fuego
de las concupiscencias y destruya con su poder los impulsos impuros y los
afectos carnales. Que me conceda fervor y discernimiento en los trabajos, en
las vigilias, en las abstinencias, y voluntad generosa y eficaz para que te ame,
te alabe, ore y medite, obre y piense según tu deseo. Y que persevere en todo
esto hasta el fin de mi vida.
6. Pide especialmente
la sabiduría. Todas
estas cosas ciertamente me son necesarias a mí mismo, oh esperanza mía. Pero
hay otras cosas de las que tengo necesidad no sólo para mí, sino también para
aquellos a quienes me mandas servir más bien que dominar. Uno de los antiguos
te pidió cierta vez que le concedieras sabiduría para saber gobernar a tu
pueblo. Era un rey y su pedido te agradó y escuchaste su voz, y sin embargo
todavía no habías muerto en la cruz ni habías mostrado a tu pueblo esa
admirable caridad. He aquí, dulce Señor, he aquí en tu presencia tu Pueblo
elegido, que tiene ante sus ojos tu cruz y los signos de tu pasión. Y a este
pecador, tu siervo, le has encomendado que lo conduzca. Dios mío, tú conoces mi
ignorancia y no te es desconocida mi debilidad. Por eso no te pido, dulce
Señor, que me des oro, ni plata, ni piedras preciosas, sino la sabiduría, para
que sepa conducir a tu Pueblo. Envíala, oh fuente de sabiduría, desde el trono
de tu grandeza, para que esté conmigo, conmigo trabaje, conmigo obre; que ella
hable en mí y disponga mis pensamientos, mis palabras y todas mis acciones y
proyectos según tu beneplácito, para honor de tu nombre, para progreso de ellos
y para mi propia salvación.
7. Entrega al
servicio y pedido de asistencia para el bien de todos. Conoces mi corazón, Señor: todo lo
que has dado a tu servidor quiero consagrarlo a ellos sin reservas y entregarlo
a su servicio. Sobre todo, quiero consagrarme yo mismo a ellos de corazón. ¡Que
así sea, Señor mío, que así sea! Mis sentimientos y mis palabras, mi reposo y
mi trabajo, mis actos y mis pensamientos (mis lecturas y mis estudios), mis
éxitos y mis fracasos, mi vida y mi muerte, mi salud y mi enfermedad,
absolutamente todo lo que soy, lo que vivo, lo que siento, lo que comprendo,
que todo esté consagrado y todo se entregue al servicio de aquellos por quienes
tú mismo no has desdeñado entregarte. Enséñame, Señor, a mí, tu servidor:
enséñame, te ruego, por tu Espíritu Santo, cómo consagrarme a ellos y cómo
entregarme a su servicio. Concédeme, Señor, por tu gracia inefable, soportar
con paciencia sus debilidades, compadecerlos con bondad y ayudarlos con
discernimiento. Que aprenda, en la escuela de tu Espíritu, a consolar a los que
están tristes, a reconfortar a los pusilánimes, a levantar a los que han caído,
a ser débil con los débiles, a abrasarme con los que sufren escándalo, a
hacerme todo con todos para ganar a todos. Pon en mi boca una palabra
verdadera, justa y agradable, para que sean edificados en la fe, esperanza y
caridad, en la castidad y la humildad, en la paciencia y la obediencia, en el
fervor del espíritu y la devoción del corazón. Y ya que les diste este guía
ciego, este doctor ignorante, este jefe insensato —al menos por ellos, si no lo
haces por mí—, enseña al que has establecido como doctor, guía al que mandaste
que guiara a otros, gobierna al que estableciste como jefe. Enséñame, pues,
dulce Señor, a corregir a los inquietos, a consolar a los pusilánimes, a ayudar
a los débiles. A cada uno según su naturaleza, su conducta, sus inclinaciones,
su capacidad o su simplicidad; según las circunstancias de lugar y tiempo,
ayúdame a adaptarme a cada uno, según te parezca conveniente. Y ya que, por mi
debilidad física, o por la pusilanimidad de mi espíritu, o por los vicios de mi
corazón, los edifico muy poco o prácticamente nada con mi trabajo, mis vigilias
o mi abstinencia, te ruego, por tu abundante misericordia, que sean edificados
por mi humildad, mi caridad, mi paciencia y misericordia. Que los edifique mi
palabra y mi doctrina, y que mi oración los ayude siempre.
8. Oración por las
ovejas. Pedido del Espíritu Santo. Escúchame entonces, misericordioso Dios nuestro, escucha la
oración que hago por ellos (José, Luis, Marcelo, Carlos, Juan, Oscar, Gabriel,
Javier, Juan Pablo y los que se sumaran); a ella me obliga mi cargo, me invita
el afecto y me anima la consideración de tu benignidad. Tú sabes, dulce Señor,
cuánto los amo, que mi corazón les pertenece y mi afecto se derrama sobre
ellos. Tú sabes, Señor mío, que no los gobierno (gobernaré) con rigor ni con un
espíritu de dominio, que he elegido servirlos en caridad antes que dominar
sobre ellos; que la humildad me impulsa a someterme a ellos y el afecto a estar
entre ellos como uno de ellos. Escúchame, pues, escúchame, Señor, Dios mío, y
que tus ojos estén abiertos sobre ellos día y noche. Despliega, piadosísimo,
tus alas y protégelos; extiende tu diestra santa y bendícelos; derrama en sus corazones
tu Santo Espíritu y que Él los conserve en la unidad del Espíritu y el vínculo
de la paz, en la castidad de la carne y en la humildad del alma. Que ese mismo
Espíritu asista a los que oran y colme sus entrañas con la sustancia y la
manteca de tu amor; que restaure sus almas por la suavidad de la compunción e
ilumine su corazón con la luz de tu gracia; que la esperanza los aliente, el
temor los haga humildes, la caridad los inflame. Que Él les sugiera las
oraciones que deseas escuchar. Que ese tu dulce Espíritu esté en el interior de
los que meditan, a fin de que, iluminados por Él, te conozcan e impriman en su
memoria a Aquel a quien invocan en las adversidades y consultan en las dudas. Que
este piadoso Consolador venga en socorro de los que luchan en la tentación y
ayude su debilidad en las angustias y tribulaciones de esta vida. Que bajo la
acción de tu Espíritu, dulce Señor, tengan paz en sí mismos, entre ellos y
conmigo; que sean modestos, benévolos, que se obedezcan, se sirvan y se
soporten mutuamente. Que sean de espíritu ferviente, gozosos en la esperanza,
siempre pacientes en la pobreza, la abstinencia, los trabajos y las vigilias,
en el silencio y el recogimiento. Aparta de ellos, Señor, el espíritu de
soberbia y de vanagloria, de envidia y de tristeza, de acedia y de blasfemia,
de desesperación y desconfianza, de fornicación y de impureza, de presunción y
de discordia. Permanece en medio de ellos según tu promesa que no falla, y ya
que sabes qué es lo que necesita cada uno, te ruego que fortalezcas en ellos lo
que es débil y no rechaces lo que es flaco, que cures lo que está enfermo, alegres
las tristezas, reanimes a los tibios, confirmes a los inestables: para que cada
uno sienta que tu gracia no le falta en sus necesidades y tentaciones.
9. Oración por los
bienes materiales. Finalmente,
en cuanto a los bienes temporales con los cuales se debe sostener la debilidad
de nuestro pobre cuerpo durante esta vida miserable, provee de ellos a tus
siervos en la medida que quieras y te parezca conveniente. Una sola cosa pido,
Señor mío, a tu dulcísima piedad: que, ya sean pocos, ya sean muchos, hagas de
mí, tu siervo, un fiel dispensador que distribuya con discernimiento y
administre con prudencia (con su colaboración) todo lo que nos das (como lo
hizo el Padre Benito). Inspíralos también a ellos, Dios mío, para que soporten
con paciencia cuando no les has dado y usen con moderación lo que les das; y
que con respecto a mí, que soy tu servidor y también el de ellos por tu causa, siempre
crean y sientan lo que sea útil para ellos; que me amen y me teman en la medida
que tú juzgues que les conviene.
10. Última
recomendación. Yo
los entrego a tus santas manos y los confío a tu piadosa Providencia; que nada
los arrebate de tu mano ni de la mano de tu servidor a quien los encomendaste,
sino que perseveren con éxito en su santo propósito, y perseverando en él
obtengan la Vida eterna, gracias a tu auxilio, dulcísimo Señor nuestro, que
vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Abadía “Cristo Rey”, 09/11/ 2017, Dedicación
de la Basílica de Letrán.