Las manos y los pies. El concurso de los tres niveles
En la antropología
bíblica las manos y los pies significan la potencia activa, la capacidad de
obrar, son los símbolos del cumplimiento externo como interno. El hombre
completo no se queda en los proyectos del corazón, escuchados o proferidos los
realiza. La frase inicial del Prólogo
de la RB enuncia explícitamente este
tercer tiempo: “Escucha hijo mío, los preceptos del maestro, inclina el oído de
tu corazón… y ponlos efectivamente en práctica (et efficater cumple)”. La escucha de la Palabra de Dios y su meditación
en el corazón, como la escucha de las enseñanzas del abad y su acogida interior
son vanos y sin provecho para el monje si no sigue la ejecución. La RB tiene ante todo el propósito de
organizar esta puesta en práctica.
No hay en la RB, contrariamente a la Biblia, más que
raras menciones expresas de las manos y de los pies. Es “por su mano sola y su
brazo” que eremita lucha contra el demonio (1,5). Es “desprendido de sus manos
y con un pie aplicado a la obediencia” que el monje responde “por los hechos” a
la orden del superior (5,8). El “trabajo de las manos” aparece en el horario
cotidiano de los monjes (48,8). Se debe “ver por cuales manos” serán vendidos
los productos de los artesanos (57,4). El abad lava las manos y los pies de los
huéspedes (53,12-13). Cuando un hermano hace profesión, firma su petición “con
su mano” o la deposita “con su mano” sobre el altar (58,20). Cuando los padres
ofrecen a su hijo al monasterio “envuelven en su mano al mismo tiempo que su
petición en el mantel del altar” (59,2).
La actividad del
monje consumando la escucha y las disposiciones del corazón, es evocada sin
cesar en la RB por formas verbales
comprendidas por la imagen de los brazos o de las piernas. Recorriendo el Prólogo, se pueden notar entre otras
expresiones: redas (2), agendum (4), exurgamus (8), venite
(12), currite (13), fac (17), feceritis (18), curritur
(22), pervenitur (22), ingreditur (25), operatur (25), fecit
(27), facit (33), cumpleamus (39), pervenire (42), implere
(43), currendum et agendum (44), curritur (49). Monje es aquel que se
levanta, que viene, que entra, que corre, que actúa, que trabaja, que termina y
que llega.
Los capítulos de la RB prescriben la modalidad de esta
actividad monástica. El que subraya el más netamente aspecto activo de la vida
de los monjes es el capítulo 4, cuyo título tradicional “cuáles son los
instrumentos de las buenas obras” se extiende largamente al respecto. La
nomenclatura detallada de los “instrumentos del arte espiritual” que se han de
emplear sin cesar lo mejor día y noche” (4,75-76) concluye con la asimilación
del monasterio con un “taller donde debemos usar todas la herramientas con
diligencia” (4,78). La mayor parte de las consignas dadas no apuntan sino a una
actividad exterior; pero, más allá de que sean formuladas positiva o
negativamente, conciernen al actuar del monje, tanto el de la palabra o de la
escucha como del corazón. Porque toda escucha, toda palabra, toda actitud del
corazón terminan en un acto interior antes de pasar eventualmente a la acción
externa.
La principal
actividad del monje, entendido en un sentido amplio, es el oficio divino,
llamado además Opus Dei. Postula el
compromiso del hombre entero, no solo de la escucha de la palabra y del
corazón, sino también de sus miembros corporales. Estos son evocados al
comienzo de la frase que concluye el capítulo 19: “Estemos (stemus) en la salmodia de tal manera que
nuestro espíritu este de acuerdo con nuestra voz” (19,7). La statio de pie, la posición de sentado,
las inclinaciones muestran que el oficio divino no es una obra reservada a los
libros y al corazón. Sino que es totalmente un opus, una realización donde Dios tiene su parte al mismo tiempo que
el hombre.
La obediencia es así
una obra, una labor, opuesta a la inercia de la obediencia (Prol.2). Es
presentada en el capítulo 5 como una “obra (opera)”
(5,9), cumplida “haciendo (in faciendo,
factis)” (5,4.8) con toda prontitud, con el compromiso de las manos y de
los pies (5,8). Sin duda, ella reclama para ser integral, el estado de espíritu
y de corazón que estipularon el segundo y tercer grado de humildad, pero no se
realiza efectivamente más que en la ejecución de la orden.
Dos frases del
capítulo consagrado a la obediencia valen la pena ser citadas, porque muestran
claramente, además de la importancia del acto efectivo, el concurso de los tres
niveles que son caros a la antropología bíblica, y, desde entonces, el recurso
de San Benito a esta visión del hombre. Los monjes dice la RB, “abandonando su propia voluntad, las manos en seguida desprendidas…,
por una obediencia que ajusta el paso (vicino
oboedientiae pede), siguen con sus obras la vos de aquel que da la orden y,
como en un solo momento, la orden dada por el maestro y la realización (opera) perfecta del discípulo se
despliegan en común los dos lo más rápido en la rapidez que inspira el respeto
de Dios” (5, 7-10). Esta frase pone en obra el nivel del corazón por los
términos de voluntad, respeto y amor; el de la palabra por la voz del maestro;
y el tercero por la mención de las manos y de los pies, por la ejecución
efectiva de la orden, y por la marcha progresiva (gradiendi) hacia la vida eterna. Las últimas líneas del capítulo
conducen a la misma constatación de que los tres niveles deben juntarse: “Es
necesario que la obediencia sea dada con buen espíritu (cum bono animo) por los discípulos, porque Dios ama al que da con
alegría. Porque si el discípulo obedece con espíritu malo, y si murmura no solo
con la boca sino en su corazón, aunque ejecutara la orden, no será agradable a
Dios que ve su corazón ocupado en murmurar, y por tal hecho no recibe ningún
favor” (5,16-19). Aquí los tres niveles están simultáneamente comprometidos en
el ejercicio de la obediencia: el buen espíritu, el acuerdo del corazón son
requeridos; la murmuración de la boca es condenada; y el hecho, la ejecución,
es el factor decisivo de la tríada.
En el comienzo de la
obediencia está la paciencia. Esta consiste en los gestos efectivos puestos en
las circunstancias duras y ásperas: poner la mejilla, dar el manto además de la
túnica, caminar dos millas en lugar de una. Estos gestos exteriores reposan
sobre una escucha de la Escritura: “cumplid el precepto del Señor”, y sobre la
fuerza del corazón: “que tu corazón sea fuerte” (7.37.42). Los tres niveles
están de nuevo reunidos en la formula lapidaria: “Tacita conscientia patientiam amplectatur” (7, 35). En el silencio
de la boca, en lo más íntimo del corazón, el monje debe abrazar la paciencia.
La observancia es
también su resorte. La vida monástica, que consiste en obedecer los preceptos
de la Regla y del abad y por ellos del Evangelio, aparece como una observancia
de actos buenos gracias a los cuales se corre y se llega al Reino (Pról 21-22). El mandamiento del salmo
33, recordado por el prólogo, “apártate del mal y haz el bien” (17) converge
con las dos sentencias del capítulo 4: “convertirse en extranjero a la
agitación del mundo” (4,20) y “Velar a toda hora sobre los actos de su vida”
(4,48). La observancia de los monjes, que es “el camino de la obediencia por el
cual ellos vuelven a Dios” (Pról 2),
se apoya sobre la fe del corazón: “nuestros riñones ceñidos por la fe y la
observancia de las buenas obras” (Pról
21) y sobre la escucha “de las doctrinas de los Santos Padres, cuya observación
conduce al hombre a la meta de la perfección” (73,2). Es a “estas metas a las
que tu llegaras con el auxilio de Dios” (73,9)
¿No es sorprendente
que, mientras la primera palabra de la RB
sea el verbo “obsculta” (Pról 1) tomada del vocabulario de la
escucha y de la palabra, la última es “pervenies”
(73,9) inspirada en la línea de la acción de los brazos y de las piernas?
Los tres niveles
aparecen relacionados en diversos pasajes de la RB, por ejemplo en la evocación del abad: “Debe siempre acordarse
del título que se le ha dado y realizar con obras su nombre de superior” (2,1).
O también, cuando se trata de la reunión de los hermanos en consejo: “Cada vez
que haya que hacer cosas importantes en el monasterio, el abad debe convocar a
toda la comunidad y explicarle de lo que se trata. Entonces, habiendo escuchado
el consejo de los hermanos, que reflexione el mismo, y lo que hubiera juzgado
más indicado, que lo haga” (3,1-2). Debe decir y escuchar, reflexionar y
juzgar, y finalmente obrar.
La triada bíblica
gobierna la antropología de la RB. Si
bien no lo transparenta claramente más que en los momentos de emergencia, está
constantemente subyacente. El monje debe empeñar en su “conversatio” su escucha, su corazón y su energía activa. Subrayando
tanto uno como otro de los trazos, la RB
exige en todas partes la conjunción y no soporta que ninguno sea olvidado. Este
es el secreto de la plenitud, del equilibrio y de la paz de los claustros.
Diferente es la
mirada que la corriente greco-latina echa sobre el hombre; lo ve compuesto de
un cuerpo y de un alma. San Benito no reposa sobre la perceptiva dualista,
adoptada por los teólogos de su tiempo, sino que la somete a la visión bíblica,
evitando ostentar un desprecio cualquiera por el cuerpo. Es juntos que “el
corazón y el cuerpo deben estar preparados para la lucha que impone la santa obediencia
a los preceptos” (Pról 40). “El
cuerpo y el alma forman los dos tirantes de la escala” que conduce al cielo, y
los diversos grados de humildad están insertados tanto en uno como en otro
(7,9). El monje es invitado a indicar y a hacer visible su humildad “no solo de
corazón, sino también por su propio cuerpo” (7,62). El testimonio de estos
textos es doble: por una parte, la RB
utiliza la composición hilemórfica, y por otra, la subordina a la visión
hebraica, ya que prefiere, dos veces sobre tres, el termino corazón al del
alma, y ya que los asocia concretamente en la impresa de la vida monástica.
Otro extracto del
capítulo 7 revela de manera elocuente el mismo espíritu. Yuxtapone las dos
estructuras antropológicas, pero reduciendo la inspiración griega al genio
semítico. Cuando la RB conjura al
monje de guardarse de pecados y vicios precisa: “los de los pensamientos, de la
lengua, de las manos, de los pies y también de la voluntad propia, como también
de los deseos de la carne” (7,12). El alma y el cuerpo, que son los dos polos
del compuesto humano caros a los griegos, son presentados bajo los términos
bíblicos de voluntad y de carne, y colindan con los tres términos del esquema
hebraico. En el conjunto de la RB, el
recurso parsimonioso al modelo greco-latino es eclipsado por la dominación
constante del modelo hebreo.
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