El nivel del corazón y de los ojos
La Biblia dice: “Mi
palabra está cerca de ti, en tu boca y en tu corazón” (Deut 31,14). Si la palabra de Dios -o de sus representantes-
permanece confinada en el oído o en los labios del monje, ella será estéril.
Importa que pase el nivel del oído al nivel del corazón. La primera frase del Prólogo de la RB, citando un texto escriturístico (Prov 4,20), pone en evidencia la unión entre la escucha y el corazón:
“Escucha, hijo mío, los preceptos del maestro e inclina el oído de tu corazón,
acoge con gusto la advertencia de un padre amable”. Es el oído del corazón el
que, más allá del oído de la carne, debe estar a la escucha de Dios o del abad.
El corazón es la sede
de una vitalidad muy variada en la que la RB
está en sintonía con la Biblia. Incluso mejor que en la Biblia, en el
sentido que el pensamiento y el vocabulario de la RB, cediendo aquí al gusto romano por la claridad, distingue de
hecho, en la región del corazón, por una parte la memoria, el saber y la
voluntad -que equivalen a las facultades caras a los filósofos- y por otra
parte, las actitudes fundamentales del corazón que son la fe, el respeto, la
humildad, y el amor. Facultades y actitudes son sin embargo presentadas por la RB, contrariamente al análisis
greco-latino y conforme a la Biblia, como realidades a la vez dinámicas y
ligadas a Dios. El corazón es centro de vida en el que los objetos para el
monje son centrados en Dios.
La memoria es un
lugar importante del corazón en la antropología monástica. No es el recuerdo
vulgar de un recuerdo suceso humano pasado, sino la memoria -dilatada de una
presencia divina actual y presente- de un texto de la Escritura o de un hecho
bíblico. Puesto que lo esencial en la vida, como la del judío y del cristiano,
es ponerse resueltamente a la escucha de Dios o de los profetas, o de Cristo o
de sus representantes, importa que su palabra entre en el corazón y los “espíritus
de los discípulos” para transformarse en “un fermento de justicia divina” (2;5).
Este rol fecundo no es posible sino cuando la palabra está grabada en la memoria.
Por eso, es que el monje, “huye totalmente al olvido, y guarda siempre en la
memoria todo lo que Dios ha mandado,.... el lo resuelve siempre en su espíritu”
(7,11).
La memoria es un
deber que la RB impone sobre todo al
abad. El capítulo 2 se lo repite seis veces, bajo las formas memor o meminere. Debe tener siempre en la memoria el nombre que lleva -que
es nombre divino- el cual le recuerda su responsabilidad, “lo que él es”
(2,1.30). “Que tenga siempre en la memoria el temible juicio de Dios” (2,6), y,
por ejemplo, que tenga en la memoria el peligro que corrió el sacerdote Helí
(2,26), o que recuerde que está escrito: Busquen
primero el Reino de Dios (2,35). El mayordomo es igualmente invitado a
hacer memoria de la Escritura (31,8), así como los artesanos (57,5) y, además,
todos los monjes (4,61).
Si bien los textos y
los sucesos escriturarios forman, en la RB
como en la Biblia, el objeto normal de la memoria y el primer fruto de la
escucha, la reflexión y la convicción que ellos suscitan están ubicados en el
saber, otro atributo del corazón. El saber del cual el abad y los hermanos
deben dar prueba depende, no de un descubrimiento personal, sino de una
información proveniente de los Libros santos. En el capítulo 2, el abad es
convidado siete vacas a saber, es decir a tener por adquirido (scire, sciat, sciens) o por certeza (agmnoscat pro cetro) que tal declaración
de la Escritura no dejará de tener para él su efecto (2, 7.28.30.31.37.38). El
hermano es dotado, también, de un saber derivado de la Escritura: “Que sepa que
el mal que hace viene de él” (4, 43). Y le importa además “saber cómo una cosa
cierta que Dios lo mira en todo lugar” (4,49). El mayordomo (31, 9), los
sacerdotes del monasterio (62,3), los hermanos a quienes se encargan órdenes
imposibles (68,4), deben igualmente “saber” cómo comportarse según la Escritura
y la RB.
Sobre
la base de la memoria y del saber, otras actividades se desarrollan en el
corazón, donde la parte personal del sujeto aparece marcada. Estas actividades
son mencionadas en la RB por los términos: aestimare,
intellegere, cogitares, considerare... Son frecuentemente empleados,
siempre en una perspectiva moral o espiritual. Que nuestros pensamientos se
desarrollan en el corazón, he aquí que está claramente indicado por la frase: “El
profeta muestra que Dios está siempre presente en nuestros pensamientos cuando
dice: Dios escruta los corazones y los
riñones” (7,14). Los monjes de inteligencia simple, ¿no son llamados “duros
de corazón” (2,12)?.
Al lado del aspecto
intelectual de la vida del corazón, la RB,
fiel al ejemplo de la Biblia, le asigna además las actividades voluntarias.
Desde el comienzo del Prólogo, y
sistemáticamente en el transcurso de los siete primeros capítulos, están puestos
en el sitio de renunciar totalmente a su voluntad propia para abrazar la de
Dios. “Que nadie en el monasterio siga la voluntad de su propio corazón” (3,8).
La voluntad íntima del cenobita por la cual se aparta de su propio querer y se vuelve hacia Dios (4,60. 46), no se afianza en este camino más que por el recurso a la oración: “Pedimos a Dios en la oración (dominical) que su voluntad se haga en nosotros” (7,20). Por lo demás, la misma voluntad del cenobita no tomó este compromiso más que por la escucha de la Escritura, de la cual una docena de citas apuntalan los exigentes requerimientos de los tres primeros grados de humildad.
Siempre en el dominio
del corazón, el deseo y la voluntad de la vida eterna, junto al amor que allí
conduce (5,10), motivan la vida monástica. Desde el comienzo, Dios manda por la
Escritura: “¿Cuál es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?” (Sal 13,13; Pról 15). Insistiendo sobre la parte de la voluntad, el Prólogo prosigue: “Si tú lo quieres...
Si nosotros queremos habitar en su tienda” (Prol
17. 22). Esta voluntad fundamental y constante está precisada al comienzo del
capítulo 7: “Si nosotros queremos llegar a la cima de la humildad, y si
queremos llegar rápidamente a ascender al cielo” (7,5). Una de las primeras
exigencias de este camino es que “nos impidamos hacer nuestra voluntad propia”
(7,19.31) según la recomendación de la Escritura: “Sepárate de tus voluntades”
(Eclo 18,30).
Estas capacidades del
corazón -la memoria, el saber, el querer- se emplean y se expresan en actitudes
interiores. Provocado por el llamado divino, la primera actitud del corazón del
monje es la fe. Esta fe, según la RB,
es la que hace descubrir por todos lados la presencia de Dios (7,14). “Creemos
que Dios está presente en todo lugar... sobre todo lo que creemos sin ninguna
vacilación cuando asistimos al oficio divino” (19,1-2). Esta es la fe que hace
discernir al en el abad al representante de Cristo: “Se cree que ocupa el lugar
de Cristo en el monasterio”(2,22). Es “en el progreso de la vida monástica y de
la fe” que el monje prosigue su curso (Prol
49).
Este transcurso en
espíritu de fe sobre la vía de los mandamientos de Dios, el monje los efectúa:
“el corazón dilatado, en una inefable dulzura de amor” (íbid). El amor es otra
actitud del corazón del monje: amor a Dios, amor al abad, amor a los hermanos.
El primer instrumento de las buenas obras, ¿no proclama: “Amar a Dios de todo
corazón” (4,1)? Es por “el amor de Dios” (7,34) y porque no tiene “nada más
querido que Cristo” (5,2), que el monje obedece. Es por el amor debe honrar a
Dios (72,9) y “en el amor de Cristo” que debe orar por sus enemigos (4,72). El
final de su vida, el monje recibirá la recompensa “que Dios tiene preparada
para los que lo aman” (4,77).
Si Dios debe ser
amado el primero, el abad, que debe “amar a todos sus monjes con igual amor”
(2,22) y testimoniarles “el tierno afecto de un padre” (2,24) sin que ninguno
“sea amado más que otro” (2,17), es en su torre el objeto de la atracción de
sus hermanos que deben manifestarse los unos a los otros de manera
desinteresada su amor fraternal (72,8). El celo que deben “desarrollar en un
ferviente amor” (72,3), los lleva a obedecer a sus hermanos mayores “con toda claridad”
(71,4). Los ancianos sobretodo están invitados a “amar a todos los jóvenes”
(4,71; 63,10). El amor ocupa de tal manera el corazón del monje que marca la
acogida de los huéspedes, recibidos “con todos los deberes de la caridad”
(53.3), y la de los visitantes, a los cuales el portero responde “con fervor de
la caridad” (56,4).
Con el amor está
junto al el respeto. Esta es otra actitud constante requerida al monje. Respeto
debido a Dios (9,7; 14,9; 19,3; 20,1; 36,4), al abad (64,15), a los hermanos
(4,70), a los huéspedes (53,2). La actitud respetuosa del corazón es exigida
por el primer grado de humildad, reclamando al monje “que tenga siempre delante
de los ojos el respeto debido a Dios” (7,10).
La humildad es ella
misma desde un principio tarea del corazón. “Señor, mi corazón no es orgulloso”,
dice San Benito, retomando las palabras del salmista al comienzo del capítulo 7
(7.3). La escala que propone y describe no se puede trepar más que “por un
corazón humillado” (7,8) que se sabe escrutado por Dios (7,14), que está
dispuesto a hacer la humilde confesión de lo “pensamientos malos que le vienen
al corazón” (7,44), que reconoce su inferioridad “en lo más íntimo de su
corazón” (7,51) y se prohíbe contener “en su corazón” su humildad para
manifestarla afuera (7,62). Al final de los grados de humildad, el temor cederá
el lugar al “amor de Dios” (7,67) y “de Cristo” (7,69).
La fe en Dios, la
memoria y el pensamiento impregnados de la Escritura, la voluntad tendida hacia
el cielo a en el deseo y amor por el camino del respeto y la humildad, tales
son las riquezas del corazón del monje, cenobita o eremita, según la RB. Porque están desprovistos de estas
cualidades los sarabaítas, y con ellos los giróvagos, son condenados por San
Benito en una fórmula que resume a la inversa estos trazos del corazón: “Guardan
su fe en el siglo, son conocidos por mentir a Dios con su tonsura. Por ley,
tienen la satisfacción de sus deseos, ya que lo que ellos aprecian y prefieren
le dicen santo, y lo que no quiera en, lo estiman prohibido” (1,7-9).
En la vida monástica,
el corazón juega un rol capital. ¿Lo tienen así mismo los ojos, que en la
antropología bíblica asocia de buen grado al corazón? La RB no les atribuye importancia más que a modo de imagen, en la vida
interior: el monje debe tener los “ojos abiertos a la luz divina” (Pról 9) y “cada día la muerte presente
ante sus ojos” (4,47). Necesita rechazar al diablo y su tentación “lejos de la
mirada de su corazón” (Pról 28). Por
el contrario los ojos del rostro, mirando las cosas del mundo, arriesgan a
distraer al monje de su atención a Dios. Además debe contentarse de “fijar su
mirada sobre el suelo” (7,65) y, si se le encarga realizar una cosa fuera del
monasterio, debe a su retorno pedir la oración de sus hermanos para compensar
“lo que hubiera visto de malo”, absteniéndose de relatarlo (67,4-5). Debe sobre
todo velar en no ver las fallas de sus hermanos: “Tu que ves la paja en el ojo
de tu hermano, no has visto la viga que está en el tuyo” (2,15).
El monje fijo en Dios
y buscando solo a él, transforma por consiguiente progresivamente su manera de
ver bajo la acción divina y, en tanto que se habitúa a la luz celeste, las
cosas terrestres, abandonadas a ellas mismas, le revelan sus lagunas y sus
peligros. La mirada purificada del monje pasa, como de sí, de una visión
natural a una visión sobrenatural. Se trata menos aquí de un ejercicio ascético
que de un desarrollo de la fe. El proceso es comparable a la mutación gradual
de la humildad en caridad descripta en el capítulo 7 de la RB, es decir en el paso de una etapa donde el hombre está agarrando
todavía lo terrestre a una etapa en la que el hombre se aferra sobre todo a la
presencia divina. El mundo guardando su valor propio es tomado simbólicamente
en Dios por la mirada del corazón.
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