El nivel de la palabra y de la escucha
Este nivel es tan
fundamental en la RB como en la
Biblia. La Biblia es toda entera palabra de Dios o palabra inspirada por Dios.
Y esta palabra reclama del hombre una escucha atenta. “Cielos, escuchen;
Tierra, presta el oído, porque Yavhé habla” (Is 1,2). “Este es mi Hijo muy amado; escúchenlo” (Mc 9,7). “Quien a ustedes escucha, me
escucha a mí (Lc 12, 16).
No es fortuito que el
Prólogo de la RB comience con la
palabra “Escucha”, tomada de la Escritura (Prov
4,20). La escucha es la disposición inicial del monje, la que abre su carrera,
la que asegura es desarrollo y el cumplimiento. El monje no cesa de dejarse
formar, escuchando, desde luego, la palabra de Dios o la de los que le habla en
su nombre.
El Prólogo asigna dos
etapas en la salida de la vida monástica y subraya, repitiéndolo en deseo, que
la escucha juega en cada una de ellas un rol primordial. La primera es un
apóstrofe general, lanzado por Dios a todos los cristianos a través de los
Libros santos: “Los oídos atentos escuchan el grito de advertencia de la voz
divina que nos dice cada día: “Si escuchan hoy mi voz…El que tenga oídos para oír
que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. ¿Y qué dice? Vengan hijos,
escúchenme” (Prol 9-12). La segunda etapa
es la de la respuesta personal, fruto de una buena cosecha: “Si tú escuchas,
responde: “Yo” (Ibid.16). El Prólogo
prosigue: “¿Hay algo más dulce que la voz del Señor que nos invita, hermanos
muy queridos?” (Ibid. 19). El diálogo
entre el monje y Dios se hace entonces más preciso: “Preguntemos al Señor…luego
de esta pregunta, hermanos, escuchemos al Señor que nos responde…Quien escucha
mis palabras… cuando nosotros hayamos interrogado al Señor, hemos escuchado su
orden…” (Ibid. 23-29). La vida del
monje será una prolongación y una dilatación de este diálogo con Dios.
El lugar privilegiado
de este diálogo es el Oficio Divino, que constituye la ocupación esencial del
monje. Siete veces al día, una vez a la noche, los hermanos, agrupados en torno
al abad, unidos hablan a Dios y lo escuchan. “Señor, Tú abrirás mis labios y mi
boca proclamará tu alabanza” (RB
9,1). Si la comunidad dice salmos, escucha las lecturas. Además, al mismo
tiempo que profiere el texto de los salmos, también lo escucha para penetrar en
ellos. En el nivel de la palabra y de la escucha, la experiencia monástica
encuentra en el oficio su forma más completa y más alta. En unión con su abad y
sus hermanos, cada monje hace coincidir su palabra con la de Dios y se aplica a
escuchar sólo ella.
La escucha continúa
fuera del oficio. El monje, ¿no está invitado a “escuchar atentamente las
lecturas santas” (RB 4,55). En el
transcurso de la jornada los versículos del salterio o del evangelio le vuelven
constantemente al espíritu: “se dicen siempre en su corazón” (RB 7, 18.65).
Marcado profundamente
por la escucha incesante del Señor en las palabras de la Escritura, el monje no
tendrá pena en escuchar la voz de su abad, que “ocupa el lugar de Cristo” (RB 2,2). “Escucha, hijo mío los
preceptos de un maestro” (Pról 1).
Estos preceptos los escuchará el monje tanto más porque “el abad no puede
enseñar, establecer u ordenar nada que esté fuera del precepto del Señor” (RB 2,4). Escuchar al abad es escuchar a
Cristo: “Quien a ustedes escucha me escucha a mí” (RB 5, 6.15).
La obediencia del
monje, que rige todo el curso de su vida, está en esta línea, se funda sobre
una escucha permanente. “De aquellos (los monjes obedientes) el Señor dice: por
la escucha del oído él me ha obedecido” (5,5). La forma verbal oboedire
¿no es una grafía derivada de obaudire?
Citando el salmo 18 el autor de la RB
muestra que tiene conciencia: “Obauditu auris
oboedivit mihi” (Sal 18, 45).
Obedientes al abad los monjes lo son
igualmente a sus delegados como así mismo a sus hermanos mayores (RB 71,1). Puesto que es “por el camino
de la obediencia que ellos vuelven a Dios” (71,2), los monjes estás
subordinados a una perpetua escucha.
La antropología
bíblica pone la palabra en el mismo nivel que la escucha. ¿Cómo organiza la RB el uso monástico de la lengua? La
consagra igualmente al Señor. Un monje que busca a Dios no puede emplear mejor
su lengua- se le ha dicho- que consagrándola a repetir, en el oficio divino,
las palabras de la Escritura, que rumia en su lectura y en su corazón. Es para
permitir esta escucha que el monje es invitado a callarse en el transcurso de
la jornada. El monje no se calla por ejercicio de ascesis; él renuncia a hablar
para oír mejor la palabra de Dios.
La práctica de la taciturnitas tiene otro valor, que
subraya la RB: “Para no pecar con mi
lengua, pondré una guardia a mi boca” (6,1). El monje, para evitar la pena
debida al pecado, debe abstenerse “de las palabras malas…, de la
charlatanería…, de las bromas…, de las palabras huecas y que llevan a risa” (6,2.4.8;
7,58; 4,51-53). Estas últimas sobre todo son prohibidas con vehemencia en todos
los lugares y en todos los tiempos: “Para tales conversaciones no permitimos
que el discípulo abra la boca” (6,8)
La prohibición de
hablar no es absoluta. A pesar del principio escriturario que quiere que uno se
abstenga hasta de las mismas buenas conversaciones “propter taciturnitatem” (6,2) la RB concede a veces el permiso de hablas pero pone
tres condiciones: que este sea raro "en razón de la importancia de la
taciturnidad", que los discípulos en causa sean perfectos, y que se trate
de “palabras buenas, santas y edificantes” (6,3). Sería, por ejemplo, un grave
daño que los monjes oigan a uno de sus hermanos relatar, a la vuelta de un
viaje, “una cosa mala o una conversación hueca” (67,4).
Las ocasiones
legítimas para hablar están señaladas en la RB:
en reunión de consejo (3,2), cuando el monje debe confesar una falta al abad o
a su padre espiritual (4,50; 7,44) cuando debe hacer un pedido al superior o al
mayordomo (6,7; 31,13). Este último, así como el portero y el hospedero,
evidentemente deben hablar según lo requiere su cargo (66,1-4; 53,9). Los
monjes se callan, cuando están tentados de hablar a los huéspedes (53,23-24). Y
se callan para escuchar: “Callarse y escuchar, es lo que conviene al discípulo”
(6,6).
Por el contrario, “lo
que corresponde al maestro es hablar y enseñar” (6,6). En el juicio final, el
abad debe poder decir al Señor las palabras del salmista: “He proclamado tu
verdad y tu salvación” (2,9). Además su rol junto a los discípulos capaces de
comprender es desde el comienzo es “enseñarles en palabras los mandamientos del
Señor” y después recurrir en conversación personal a los reproches, a las
exhortaciones y a las advertencias necesarias (2,12.25). El no habla más que
para enseñar, mandar, estimular o reprender, velando atenerse estrictamente al
precepto del Señor (2,4). Si interviene cerca de los huéspedes a su arribo o a
su despedida, es en deferencia hacia ellos y para dejar los hermanos en su
silencio. Los decanos y el prior tienen su parte en la responsabilidad abacial.
La insistencia que
pone la RB en subrayar el valor de la
escucha y en regular el uso de la palabra muestra la importancia que reviste,
en el proyecto monástico, este nivel de la antropología hebraica. El origen
bíblico de ese cuidado es manifiesto ya que, casi en cada verso, un versículo
de la Escritura es citado, no reforzando, sino a título de hilo inspirador y
conductor. El primer momento de todo paso monástico, sea en su origen, sea en
el transcurso de su ruta, consiste en escuchar a Dios que habla o a los que
están encargados de hablar en su nombre. El monje se calla para escuchar mejor.
El Abad puede hablar porque es “docto en la ley divina, de donde sabe sacar de
lo nuevo y de lo viejo” (64,9).
Una antropología tal
no tiene sentido más que estando ligada a una teología. No es concebible en la
corriente del pensamiento greco-latino de la época clásica, que ignora un Dios
revelado y donde el cambio humano de la palabra y de la escucha no es más que
un elemento social de segundo plano en relación con la dignidad del pensamiento
e incluso con la eficacia de la acción. El triunfo del par espíritu-materia o
pensamiento-acción sobre la tríada semítica es realizado a costa del lenguaje,
que se oscurece porque no tiene en sí, humanamente, bastante fuerza, bastante
consistencia para defenderse. En el cuadro del dualismo, la rehabilitación
posterior de la palabra y de la escucha realizada por la filosofía y la
teología cristianas, necesariamente sensibles a la escucha de Dios que habla,
no recobrará jamás su brillo primitivo ni su rol primordial.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario