sábado, 1 de abril de 2017

La antropología bíblica de la Regla de san Benito II


El nivel de la palabra y de la escucha
Este nivel es tan fundamental en la RB como en la Biblia. La Biblia es toda entera palabra de Dios o palabra inspirada por Dios. Y esta palabra reclama del hombre una escucha atenta. “Cielos, escuchen; Tierra, presta el oído, porque Yavhé habla” (Is 1,2). “Este es mi Hijo muy amado; escúchenlo” (Mc 9,7). “Quien a ustedes escucha, me escucha a mí (Lc 12, 16).
No es fortuito que el Prólogo de la RB comience con la palabra “Escucha”, tomada de la Escritura (Prov 4,20). La escucha es la disposición inicial del monje, la que abre su carrera, la que asegura es desarrollo y el cumplimiento. El monje no cesa de dejarse formar, escuchando, desde luego, la palabra de Dios o la de los que le habla en su nombre.
El Prólogo asigna dos etapas en la salida de la vida monástica y subraya, repitiéndolo en deseo, que la escucha juega en cada una de ellas un rol primordial. La primera es un apóstrofe general, lanzado por Dios a todos los cristianos a través de los Libros santos: “Los oídos atentos escuchan el grito de advertencia de la voz divina que nos dice cada día: “Si escuchan hoy mi voz…El que tenga oídos para oír que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. ¿Y qué dice? Vengan hijos, escúchenme” (Prol 9-12). La segunda etapa es la de la respuesta personal, fruto de una buena cosecha: “Si tú escuchas, responde: “Yo” (Ibid.16). El Prólogo prosigue: “¿Hay algo más dulce que la voz del Señor que nos invita, hermanos muy queridos?” (Ibid. 19). El diálogo entre el monje y Dios se hace entonces más preciso: “Preguntemos al Señor…luego de esta pregunta, hermanos, escuchemos al Señor que nos responde…Quien escucha mis palabras… cuando nosotros hayamos interrogado al Señor, hemos escuchado su orden…” (Ibid. 23-29). La vida del monje será una prolongación y una dilatación de este diálogo con Dios.
El lugar privilegiado de este diálogo es el Oficio Divino, que constituye la ocupación esencial del monje. Siete veces al día, una vez a la noche, los hermanos, agrupados en torno al abad, unidos hablan a Dios y lo escuchan. “Señor, Tú abrirás mis labios y mi boca proclamará tu alabanza” (RB 9,1). Si la comunidad dice salmos, escucha las lecturas. Además, al mismo tiempo que profiere el texto de los salmos, también lo escucha para penetrar en ellos. En el nivel de la palabra y de la escucha, la experiencia monástica encuentra en el oficio su forma más completa y más alta. En unión con su abad y sus hermanos, cada monje hace coincidir su palabra con la de Dios y se aplica a escuchar sólo ella.
La escucha continúa fuera del oficio. El monje, ¿no está invitado a “escuchar atentamente las lecturas santas” (RB 4,55). En el transcurso de la jornada los versículos del salterio o del evangelio le vuelven constantemente al espíritu: “se dicen siempre en su corazón” (RB 7, 18.65).
Marcado profundamente por la escucha incesante del Señor en las palabras de la Escritura, el monje no tendrá pena en escuchar la voz de su abad, que “ocupa el lugar de Cristo” (RB 2,2). “Escucha, hijo mío los preceptos de un maestro” (Pról 1). Estos preceptos los escuchará el monje tanto más porque “el abad no puede enseñar, establecer u ordenar nada que esté fuera del precepto del Señor” (RB 2,4). Escuchar al abad es escuchar a Cristo: “Quien a ustedes escucha me escucha a mí” (RB 5, 6.15).
La obediencia del monje, que rige todo el curso de su vida, está en esta línea, se funda sobre una escucha permanente. “De aquellos (los monjes obedientes) el Señor dice: por la escucha del oído él me ha obedecido” (5,5). La forma verbal oboedire  ¿no es una grafía derivada de obaudire? Citando el salmo 18 el autor de la RB muestra que tiene conciencia: “Obauditu auris oboedivit mihi” (Sal 18, 45). Obedientes al abad  los monjes lo son igualmente a sus delegados como así mismo a sus hermanos mayores (RB 71,1). Puesto que es “por el camino de la obediencia que ellos vuelven a Dios” (71,2), los monjes estás subordinados a una perpetua escucha.
La antropología bíblica pone la palabra en el mismo nivel que la escucha. ¿Cómo organiza la RB el uso monástico de la lengua? La consagra igualmente al Señor. Un monje que busca a Dios no puede emplear mejor su lengua- se le ha dicho- que consagrándola a repetir, en el oficio divino, las palabras de la Escritura, que rumia en su lectura y en su corazón. Es para permitir esta escucha que el monje es invitado a callarse en el transcurso de la jornada. El monje no se calla por ejercicio de ascesis; él renuncia a hablar para oír mejor la palabra de Dios.
La práctica de la taciturnitas tiene otro valor, que subraya la RB: “Para no pecar con mi lengua, pondré una guardia a mi boca” (6,1). El monje, para evitar la pena debida al pecado, debe abstenerse “de las palabras malas…, de la charlatanería…, de las bromas…, de las palabras huecas y que llevan a risa” (6,2.4.8; 7,58; 4,51-53). Estas últimas sobre todo son prohibidas con vehemencia en todos los lugares y en todos los tiempos: “Para tales conversaciones no permitimos que el discípulo abra la boca” (6,8)
La prohibición de hablar no es absoluta. A pesar del principio escriturario que quiere que uno se abstenga hasta de las mismas buenas conversaciones “propter taciturnitatem” (6,2) la RB concede a veces el permiso de hablas pero pone tres condiciones: que este sea raro "en razón de la importancia de la taciturnidad", que los discípulos en causa sean perfectos, y que se trate de “palabras buenas, santas y edificantes” (6,3). Sería, por ejemplo, un grave daño que los monjes oigan a uno de sus hermanos relatar, a la vuelta de un viaje, “una cosa mala o una conversación hueca” (67,4).
Las ocasiones legítimas para hablar están señaladas en la RB: en reunión de consejo (3,2), cuando el monje debe confesar una falta al abad o a su padre espiritual (4,50; 7,44) cuando debe hacer un pedido al superior o al mayordomo (6,7; 31,13). Este último, así como el portero y el hospedero, evidentemente deben hablar según lo requiere su cargo (66,1-4; 53,9). Los monjes se callan, cuando están tentados de hablar a los huéspedes (53,23-24). Y se callan para escuchar: “Callarse y escuchar, es lo que conviene al discípulo” (6,6).
Por el contrario, “lo que corresponde al maestro es hablar y enseñar” (6,6). En el juicio final, el abad debe poder decir al Señor las palabras del salmista: “He proclamado tu verdad y tu salvación” (2,9). Además su rol junto a los discípulos capaces de comprender es desde el comienzo es “enseñarles en palabras los mandamientos del Señor” y después recurrir en conversación personal a los reproches, a las exhortaciones y a las advertencias necesarias (2,12.25). El no habla más que para enseñar, mandar, estimular o reprender, velando atenerse estrictamente al precepto del Señor (2,4). Si interviene cerca de los huéspedes a su arribo o a su despedida, es en deferencia hacia ellos y para dejar los hermanos en su silencio. Los decanos y el prior tienen su parte en la responsabilidad abacial.
La insistencia que pone la RB en subrayar el valor de la escucha y en regular el uso de la palabra muestra la importancia que reviste, en el proyecto monástico, este nivel de la antropología hebraica. El origen bíblico de ese cuidado es manifiesto ya que, casi en cada verso, un versículo de la Escritura es citado, no reforzando, sino a título de hilo inspirador y conductor. El primer momento de todo paso monástico, sea en su origen, sea en el transcurso de su ruta, consiste en escuchar a Dios que habla o a los que están encargados de hablar en su nombre. El monje se calla para escuchar mejor. El Abad puede hablar porque es “docto en la ley divina, de donde sabe sacar de lo nuevo y de lo viejo” (64,9).
Una antropología tal no tiene sentido más que estando ligada a una teología. No es concebible en la corriente del pensamiento greco-latino de la época clásica, que ignora un Dios revelado y donde el cambio humano de la palabra y de la escucha no es más que un elemento social de segundo plano en relación con la dignidad del pensamiento e incluso con la eficacia de la acción. El triunfo del par espíritu-materia o pensamiento-acción sobre la tríada semítica es realizado a costa del lenguaje, que se oscurece porque no tiene en sí, humanamente, bastante fuerza, bastante consistencia para defenderse. En el cuadro del dualismo, la rehabilitación posterior de la palabra y de la escucha realizada por la filosofía y la teología cristianas, necesariamente sensibles a la escucha de Dios que habla, no recobrará jamás su brillo primitivo ni su rol primordial.

Continuará...


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