“Las explicaciones que la
exégesis bíblica da con respecto a este fragmento son muchas; en particular los
estudiosos reconocen aquí intentos y componentes literario de varios tipos,
como también referencias a algún cuento popular. Pero cuando estos elementos
son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico,
cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El
episodio de la lucha en el Yaboq se muestra al creyente como texto
paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea
los trazos de una relación especial entre Dios y el hombre. Por esto, como se
afirma también en el Catecismo de la Iglesia Católica, «la tradición espiritual de la Iglesia
ha visto en este relato el símbolo de la oración como combate de la fe y la
victoria de la perseverancia»
(nº 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios,
de la lucha para conocer el nombre y ver su rostro; es la noche de la oración
que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo,
una nueva realidad fruto de conversión y de perdón”.
La escena impresiona a causa de los infinitos significados que anidan en un
texto tan complejo y estratificado, y de los que como hemos visto se pueden
hacer derivar de este episodio sin hacerle violencia. Algunos han pensado por
ejemplo explicarlo como el “otro” sueño de Jacob, que sería “la pesadilla de
Jacob”, por contraposición a Betel, pero se podría pensar que Penuel está
misteriosamente en la base de Betel, como en la iluminación del final. Si bien
hay un mito, que incluye un símbolo (ataque nocturno de un Dios y héroes que se
apoderan de la fuerza divina), este es asumido y resignificado en la historia
de la salvación para revelar el misterio de Dios y a su luz el del hombre.
Strack llama a este episodio “la lucha de oración de Jacob”, “la oración
dramatizada”, otros la “entrada dramática en el misterio”. Toda oración es una
lucha del hombre con Dios, en la cual el que reza bien vence a Dios. Rezar bien
implica ante todo perseverar en la oración sin desalentarse: “Alegraos con la
esperanza, sed pacientes en el sufrimiento, persistentes en la oración” (Rm 12, 12; Cf. Lc 11, 5-8, 28, 1-8, Col
4, 2; Ef 6, 18). Si pedimos
insistentemente que se cumpla su voluntad, ¿qué puede hacer Dios?, si pedimos
su gracia, ¿puede negarse? Podríamos comparar el “Déjame que ya amanece” con
“-Veo que este pueblo es un pueblo testarudo. Por eso déjame: mi ira se va a
encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti sacaré un gran pueblo” (Éx 32, 10) y la oración de intercesión
de Moisés[1].
(Sobre el tema de las dificultades-molestias, en la oración no podemos
dejar de recomendar la lectura atenta de la “Carta XXI a
Malcolm” de C. S. Lewis[2].)
Si tenemos en cuanta lo que dice la Carta
a los Hebreos: “Durante su vida mortal dirigió peticiones y súplicas, con
clamores y lágrimas, al que podía librarlo de la muerte, y por su cautela fue
escuchado” (Hb 5, 7; Cf. Os 12, 5). Podemos poner en paralelo el
Getsemaní, huerto de los Olivos (Lc
22, 39-46), con el vado de Yaboq, porque en ambos relatos se produce una pelea,
una súplica, insistente, apasionada, doliente. Semejanzas: Es de noche, ambos
protagonistas se apartan de los suyos, se quedan solos, se les aparece un
ángel, acontece una lucha, una oración, un diálogo, se produce una herida, hay
sangre. La diferencia reside en ¿contra quién se pelea? Jesús conoce su nombre
y su misión, conoce a su Padre y confía en él, la respuesta viene dada por la
indicación: cuando se levanta todavía domina el poder de las tinieblas (v. 53).
VIII. La mejor estrategia
es dejarse vencer
“La noche de Jacob en el
vado de Yaboq se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia
para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión.
La oración exige confianza, cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico no con
un Dios adversario y enemigo, sino con un Señor que bendice y que permanece
siempre misterioso, que aparece inalcanzable. Por esto el autor sacro utiliza
el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad
en el alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con
Dios, su bendición y su amor, entonces la lucha sólo puede culminar en el don
de sí mismo a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence
cuando consigue abandonarse en las manos misericordiosas de Dios.
Queridos hermanos y
hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, de
consumar en el deseo y en la petición de una bendición a Dios que no puede ser
arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida
con humildad de Él, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el
rostro de Dios. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos
un nombre nuevo y la bendición de Dios. Pero aún más: Jacob que recibe un
nombre nuevo, se convierte en Israel, también da al lugar un nombre nuevo,
donde ha luchado con Dios, le ha rezado, lo renombra Penuel, que significa «Rostro de Dios». Con este nombre reconoce que el
lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la
impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Aquel que se deja bendecir por
Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace bendito el mundo. Que
el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cfr 1Tm 6,12; 2Tm 4,7)
y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve en la espera
de ver su Rostro. ¡Gracias!”.
El Dios de Penuel es el Dios de Betel, el Dios del Sinaí, el Dios de
Jesucristo. El Dios de la lucha es el Dios del sueño, el Dios de la alianza, el
Padre. La pelea confirma la promesa de Betel (Cf. Gn 32, 10), como lo dice el Profeta:
“Tú, Israel, siervo mío; Jacob,
mi elegido; estirpe de Abrahán mi amigo. Tú, a quien tomé de los confines del
orbe, y llamé en sus extremos, a quien dije: «Tú eres mi siervo, te he elegido y no te he rechazado». No temas, que yo estoy contigo; no te
angusties, que yo soy tu Dios: te fortalezco y te auxilio y te sostengo con mi
diestra victoriosa…Porque yo, el Señor, tu Dios te agarro de la diestra, y te
digo: «No temas, yo mismo te auxilio». No temas, gusanito de Jacob, oruga de
Israel, yo mismo te auxilio –oráculo del Señor-, tu redentor es el Santo de
Israel” (Is 41, 8-10. 13-14).
Penuel, el lugar, está lleno de la presencia (Cf. Ex
33, 18-23 y 34, 6-8; 1 Re 19, 9-15; Dt 34, 10; 5, 24; Jc 6, 22-24; Jb 42, 5), porque Jacob, el hombre, se experimentó en
la presencia divina, o mejor, está lleno de la presencia de Dios. El nuevo
hombre, Israel, hace nuevo el lugar,
Penuel, de ser “lucha”, campo de batalla, pasa a ser “rostro”, espacio de
encuentro, porque un “engañador” ha perdido su “máscara” y ha visto “su”
rostro. Por eso la batalla se gana dejándose vencer, ambos triunfan y no por
empate.
Israel en Penuel es como María Magdalena en el huerto (Cf. Jn 20, 11-18) reconoce a su desconocido
Señor cuando pronuncia su nombre, intenta retenerlo, le dicen “suéltame”,
porque amanece el nuevo y definitivo día de la Pascua (Cf. Gn 19, 23; Ex 14, 24).
También en el corazón y la mente de Jacob amanece cuando el contrincante
misterioso ya se ha ido, como en el relato de los discípulos de Emaús (Cf. Lc 24, 13-35). En los tres casos el
Señor “desaparece”, Guigo II, el cartujo, dice refiriéndose al ocultamiento de la gracia:
“Pero ya está diciendo el Esposo: déjame, pues llega la aurora; ya has
recibido la luz de la gracia y la visita que deseabas. Por tanto, dada la
bendición, herida la articulación femoral y cambiado el nombre de Jacob en
Israel, el Esposo tan largamente deseado se retira por un poco, alejándose
rápidamente. Se sustrae en cuanto a la dulzura de la contemplación; pero
permanece, sin embargo, presente, en lo que se refiere a la guía que sigue
ejerciendo sobre el alma, a la gracia y a la unión”[3].
(En el libro segundo de sus homilías sobre Ezequiel, san Gregorio Magno al comentar
el c. 40,4-5, después de hablar del paso-lucha de la vida activa a la
contemplativa y viceversa, tomando la alegoría de las dos esposas de Jacob,
Lía, que no ve, y Raquel, uniéndola a la imagen de la escala de Jacob, enseña:
“…en la vida contemplativa tiene el alma una grande lucha cuando se eleva a
lo celestial, cuando tiende el ánimo a las cosas espirituales, cuando pone su
empeño en sobreponerse a todo lo que corporalmente se ve, cuando se angustia
por dilatarse. Es verdad que a veces vence las tinieblas de su ceguera y llega
a dominar las que se le oponen, y así logra como furtiva y tenuemente algo de
la luz infinita; pero, con todo, pronto vuelve a sí misma, llagada; y de
aquella luz a la que, alentada, pasó, vuelve gimiendo y llorando a las
obscuridades de su ceguera. Lo cual está bien figurado en la historia sagrada
que narra la lucha de Jacob con el ángel (Gen
32), pues, cuando volvía a sus padres propios, topó en el camino con el ángel,
con el cual libró una gran lucha. Pues bien, el que lucha en una contienda, a
veces se halla superior, a veces inferior a aquel con quien lucha. Luego el
ángel del Señor y Jacob, que contiende con el ángel, figuran el alma de cada
cual de los perfectos, puestos a la contemplación. El alma, cuando pone su
empeño en contemplar a Dios, como puesta en una contienda, a veces como que
vence, porque se deleita entendiendo y sintiendo algo de la luz infinita; y a
veces sucumbe, porque, aún deleitándose, de nuevo desfallece. Y como que es
vencido el ángel cuando Dios es aprendido interiormente en el entendimiento”[4].
Juan Casiano en la Colación XII sobre la castidad pone en boca de Abba Queremon:
“Aquel, pues, que haya dejado ya
el grado figurado por el místico Jacob, que significa ‘suplantador”, se elevará
–libre de las luchas de la continencia, gracias a la destrucción total de los
vicios- , al título glorioso de Israel, que significa ‘el que ve a Dios’. Su
corazón no se desviará ya más de su dirección fija hacia lo alto”[5].
Y San Bernardo en la Tercera serie de sentencias dice,
comentando un pasaje del Magnificat:
“Dios nos apacienta… para que al fin nos convirtamos en Israel, es decir,
contemplativos. En la contemplación recibe, pues, a Israel su siervo. Mientras
le llama, Jacob suda en trabajos y sirve con fidelidad a otro. Pero cuando
regresa a casa de su padre con todo lo que tiene, entonces le ponen ya el
nombre de Israel, porque el Señor recibe a Israel su siervo. Acoge al que
vuelve de Mesopotamia en Siria, cansado de trabajos y miserias, pero con deseos
de contemplar el rostro de su padre. Lo acoge para alimentarlo, formarlo y
llevarlo a su presencia. Recibe a Israel su siervo, al humilde, no al soberbio;
al lampiño, no al velludo; al pastor, no al cazador. Y ¿por qué lo recibe?
Porque se acordó de su misericordia. Esta es la única razón de su acogida…”[6].)
Por la gracia la oscuridad
es luz, la noche es día, el miedo es confianza, la cobardía es decisión, la
debilidad es fortaleza, la herida es bendición, la máscara es rostro, el engaño
es autenticidad, la lucha es oración, el Yaboc es Penuel, Jacob es Israel.
¡Bendito sea el Dios de Jacob ahora y por siempre! Amén.
Pedro Edmundo Gómez, osb.
[1] Cf. Benedicto XVI, Catequesis del
miércoles 1 de junio de 2011.
[2] Cf.
C. S. Lewis, “Carta XXI”, Si Dios no
escuchase, Cartas a Malcolm, Rialp, Madrid, 2017, pp. 151-157.
[3] Guigo II, Scala Claustralium IX.
[4] San Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel II, 2, 12, Obras de San Gregorio Magno, BAC,
Madrid, 1958, pp. 412-413.
[5] Juan Casiano, Colaciones XII, 11, Railp, Madrid, 1962, p. 71.
[6] San Bernardo de Claraval, Tercera serie de sentencias, n° 127, p. 411.
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