Oh fuego del
Espíritu confortador, vida de la vida de toda la creación.
Sois santo infundiendo vida a
las formas.
Sois santo poniendo ungüento a
los malheridos,
sois santo purificando las
llagas fétidas.
Aliento de santidad, fuego del
amor, sabor dulce dentro de los pechos, infundido en los corazones con el
perfume de las virtudes.
Fuente purísima, en la cual se
muestra cómo Dios reúne a los desencaminados y va en búsqueda de aquellos que
se han perdido.
Coraza de vida, esperanza de
unidad de todos los miembros, cinturón de honestidad, salvad a los
bienaventurados.
Guardad a aquellos que han
sido hechos prisioneros por el enemigo, y liberad a los encadenados, a los
cuales quiere salvar el poder divino.
Oh, camino firmísimo, que
atravesáis todos los lugares, las alturas, los lugares llanos y todos los
abismos, vos todo lo componéis y reunís.
Para vos las nubes corren, el
aire vuela, las piedras tienen humedad, los riachuelos brotan de las fuentes, y
la tierra rezuma verdor.
Vos siempre habéis guiado a
los doctos, alegrados por la inspiración de la sabiduría.
Así pues, alabanza a vos, que
sois sonido de alabanza y gozo de vida, esperanza y honor supremo, otorgando
los dones de la luz.
Secuencia al
Espíritu Santo, Santa Hildegarda de Bingen
Azucena A. Fraboschi - Esther D. Portiglia; Creo... Meditando sobre Fe e Iglesia, con
Santa Hildegarda de Bingen
X. CREO EN EL ESPÍRITU SANTO.
- Ven, Espíritu Santo… El envío
Jesús Lo promete en la última cena: “Y Yo rogaré al Padre y os dará
otro Paráclito –Consolador e Intercesor– para que permanezca con vosotros para
siempre, el Espíritu de la verdad que el mundo no puede recibir porque no Lo ve
ni Lo conoce. […] Pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre os enviará
en Mi nombre os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he
dicho.” (Juan 14, 16-17; 26). Los
discípulos acaban de escuchar las misteriosas palabras de Cristo dándoles el
pan y el vino como Su cuerpo y Su sangre, presienten un doloroso final, una
separación, están tristes y desorientados. Y aún hay más: “Yo os digo la
verdad. Os conviene que Yo me vaya, porque si no Me voy el Paráclito no vendrá
a vosotros, pero si Me voy os Lo enviaré.” (Juan
16, 7). Juan Pablo II subraya que “según el designio divino, la ‘partida’
de Cristo es condición indispensable del ‘envío’ y de la venida del Espíritu
Santo.” (Dominum et vivificantem §
11). ¿Por qué? Lo dice a continuación, cuando recuerda la creación del hombre,
vivificado por el Divino Espíritu, a la que siguió el pecado que, poniendo al
hombre bajo el mortal dominio del demonio, alejó de él al Espíritu de vida y de
gracia. La recreación, nuevamente por obra del Espíritu Santo, no podía darse
sino después de la redención, es decir, de la muerte salvífica de Cristo en la
cruz, muerte que pagando la deuda contraída rescataba al hombre de la
esclavitud y lo tornaba libre, devolviéndole la relación filial con el Padre:
“Porque sois hijos Dios, ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de Su Hijo
que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gálatas 4,
6) (§§ 13-14. 135).
A propósito de esta voz del Espíritu Santo en nuestros corazones,
traemos unas palabras del papa Benedicto XVI, de una de sus catequesis sobre la
oración: Sabemos que es verdad lo que dice el Apóstol: “No sabemos orar como
conviene”. Queremos orar, pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el
lenguaje para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento. Sólo podemos
abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que Él nos ayude
a entrar en el verdadero diálogo. El Apóstol dice que precisamente esta falta
de palabras, esta ausencia de palabras, incluso este deseo de entrar en
contacto con Dios, es oración que el Espíritu Santo no sólo comprende, sino que
lleva, interpreta ante dios. Precisamente esta debilidad nuestra se transforma,
a través del Espíritu Santo, en verdadera oración, en verdadero contacto con
Dios. El Espíritu Santo es, en cierto modo, intérprete que nos hace comprender
a nosotros mismos y a Dios lo que queremos decir.” (“La oración en las cartas
de san Pablo”, miércoles 16 de mayo de 2012)
¡Qué consoladora verdad, que acompaña y conforta nuestras vidas,
nuestros silencios, nuestras necesidades, nuestros callados gritos, tantas
desolaciones…, pero que también expresa nuestra gratitud y nuestro amor que
también a veces, desbordándonos, nos dejan sin palabras!
Pero volvamos a la promesa del envío, y a Jesús que continúa diciendo:
“Cuando Él, el Espíritu de la Verdad venga, os guiará hacia toda la verdad,
pues no hablará por Sí mismo sino que dirá lo que habrá oído, y os anunciará lo
que ha de venir. Él Me glorificará porque recibirá de lo Mío y os lo anunciará.
Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que recibirá de lo Mío y os lo
anunciará.” (Juan 16, 13-15). Henri
de Lubac lo afirma con clara contundencia: “Después de la glorificación de
Jesús se nos dio el Espíritu, y este don del Espíritu, en el día de
Pentecostés, acabó de constituir la Iglesia. […] Fiel a la misión de Aquel ‘en
Cuyo nombre’ –Cristo– nos ha sido enviado, nos hace comprender Su mensaje, nos
hace ‘volver a recordar’, pero no añade nada. […] Después que Jesús volvió a
subir al Padre, Él –el Espíritu Santo– continúa hablando, pero es únicamente
para dar testimonio de Jesús, como Jesús da testimonio del Padre. […] No hay
más Espíritu que este Espíritu de Jesús, y el Espíritu de Jesús es el alma que
anima Su cuerpo.” (Meditación sobre la
Iglesia, p. 230-31). El Espíritu de Jesús es el alma que anima Su Cuerpo
Místico, esto es la Iglesia, nosotros, cada uno de nosotros, Sus miembros.
El Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo que nos ha sido enviado, a
Quien hemos recibido, Quien mora en nosotros, pero… ¿podemos ahora decir algo
más de Él?
- El Espíritu Santo, ese fuego inextinguible
El Espíritu Santo es verdaderamente un fuego inextinguible, y Quien da
todos los bienes, ilumina todos los bienes, suscita y reaviva todos los bienes,
enseña todos los bienes (El libro de los
merecimientos de la vida 6, 20. Hildegardis
Liber Vite Meritorum, p. 271). El Espíritu Santo es verdaderamente un fuego
inextinguible. “Dios no es un fuego escondido ni un fuego callado y silencioso,
sino que es un fuego operante” (Idem.
1, 25. Hildegardis Liber Vite Meritorum,
p. 23). El fuego, elemento dinámico, poderoso e inasible; es útil al hombre
para la consecución de su vida y de sus obras, pero en ocasiones constituye un
peligro para esa vida, construye y destruye con igual eficacia. En la Iglesia,
tanto en la Sagrada Escritura cuanto en la liturgia, el fuego tiene múltiples
apariciones. Es expresión de la majestad y el poder de Dios (como en el Sinaí,
en ocasión de la promulgación del decálogo que sellaba la Alianza con Dios,
donde “cara a cara nos habló en el monte en medio del fuego”, Deuteronomio 5,
4); es la corporización de su cólera (como en la destrucción de Sodoma y
Gomorra, cuando “Dios hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego
proveniente de Dios desde el cielo”, Génesis
19, 24); es símbolo del Amor divino (como leemos en la exclamación de Cristo:
“Fuego vine a traer a la tierra, ¿y qué otra cosa quiero sino que arda?”, Lucas 12, 49); es fuente de Luz e
iluminación (como sucedió en Pentecostés, cuando “se les aparecieron a los
apóstoles lenguas divididas, como de fuego, y se posaron sobre cada uno de
ellos, y fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar varias lenguas”,
Hechos de los Apóstoles 2, 3-4); es,
en conjunción de destrucción y amor –la destrucción de lo que se opone al
amor–, medio de purificación (como sucedió con el profeta Elías quien, cuando
se acusaba de ser un hombre de labios impuros, nos dice que “voló hacia mí uno
de los serafines que llevaba en su mano una piedrecilla ardiente que había
tomado del altar con una tenaza, y tocó mi boca diciendo: He aquí que esto ha
tocado tus labios, desaparecerá tu iniquidad y tu pecado será purificado”, Isaías 6, 6-7). Quien da todos los
bienes… Esta reiterada mención de los bienes alude a las inmensas riquezas, a
los carismas y a los dones del Espíritu Santo:
El alma en el cuerpo humano, desde el inicio de sus obras hasta la
finalización de las mismas, debe venerar los siete dones del Espíritu Santo con
igual cuidado amoroso; de manera tal que en el inicio de su operación acuda a
la Sabiduría y al término de la misma experimente el Temor, y ponga la
Fortaleza en el medio, edificándose con el Entendimiento y el Consejo en las
realidades celestiales, y también rodeándose de la Ciencia y la Piedad en las
terrenales: a todos ellos debe recibir en su auxilio con igual devoción. Por
consiguiente el alma debe poner su cuidado para dilatarse sabiamente al
principio, pero temerosa y con modestia recogerse al final, y entre ambos
momentos se adorne con la Fortaleza y con la belleza del Entendimiento y del
Consejo y también se provea de Ciencia y Piedad, como ya se dijo. Y cada uno de
ésos se une al otro para llevar toda obra buena a su cumplida realización, con
decoro (El libro de las obras divinas
1, 4, 22. Hildegardis Bingensis Liber
Divinorum Operum, p. 154).
Es éste un buen momento, en nuestro recorrido por los caminos de la fe,
para volver nuestra mirada hacia los dones del Espíritu, que en su plenitud se
encuentran en Cristo (Véase Isaías
11, 1-2) y que como donación son brindados a los hombres: Sabiduría (don que
dándonos a conocer la verdadera felicidad nos desapega de las cosas del mundo y
nos hace gustar y amar los bienes celestiales), Inteligencia o Entendimiento
(para más fácilmente conocer y penetrar la Palabra de Dios y las verdades
reveladas), Consejo (que hace posible ver y elegir lo que más glorifica a Dios
y conviene a la salvación de nuestra alma), Fortaleza (que permitiéndonos
superar obstáculos y dificultades adversos a nuestra salvación, nos une más
íntimamente a Dios), Ciencia o Conocimiento (que nos proporciona el
conocimiento de Dios y de nosotros mismos, y de los medios a poner en práctica
y los peligros a evitar para llegar al Reino celestial), Piedad o Santidad (que
nos conduce a cumplir con un amor gozoso todo lo que atañe al servicio de Dios
y del prójimo) y Temor de Dios (don que llenándonos de respeto y reverencia
hacia Dios, nos hace poner todo nuestro cuidado en evitar ofenderlo, para no
perder a Quien se ama). Esta secuencia del Espíritu Santo, esta alabanza que
podemos rezar como invocándolo, nos ayuda a reconocer y apreciar los múltiples
y riquísimos modos de acción del Santo Espíritu en la Iglesia, y en cada uno de
nosotros.