viernes, 31 de julio de 2020
miércoles, 29 de julio de 2020
Javier Melloni, El Cristo interior, II. El camino.
2.
«Hablaba con autoridad» (Mc 1,22)
Cuando
Jesús toma la palabra sorprende a los que le escuchan. Su hablar produce una
resonancia distinta del hastío que provocan los funcionarios de la predicación.
Les nutre esta reverberación del Verbo que da sentido a lo que viven. Perciben
que tiene autoridad, no poder. Desprende autoridad —de augere, «hacer crecer»— porque hace a los demás autores de sí
mismos. El poder, en cambio, se ejerce desde la dominación anulando a los que
quedan por debajo. Jesús no tiene ningún cargo externo sobre el que apoyarse
(Mc 11,27-33). Su sostén emana de su propia experiencia y se fortalece a partir
de su relación con el Fondo del fondo de su existencia. No tiene más credencial
que estar posibilitando el acceso a la Fuente que, haciéndole crecer a él, le
impulsa a hacer crecer a los demás.
La
gente escuchaba a Jesús porque Jesús, a su vez, tenía la capacidad de escuchar.
Estaba atento no sólo a lo que sucedía dentro de él, sino en torno a él, y ello
le hacía captar lo que vivían sus contemporáneos. Escuchaba y sabía interpretar
lo que había en el interior de ellos aunque sólo fueran balbuceos de anhelos
difusos e intermitentes que volvían a desaparecer en el inconsciente. Jesús se
acercaba a las personas y no temía ser salpicado por sus angustias o sus
incoherencias, ni temía ser contagiado por sus enfermedades ni se escandalizaba
por sus comportamientos. Tan solo se acercaba y escuchaba. Escuchaba sin
cansarse y sin juzgar, sólo tratando de entenderlas. Cuanto más escuchaba más
entendía y cuanto más entendía más se podía acercar de un modo sanador y
revelador para ellas. Después se retiraba y meditaba lo que había escuchado
para comprenderlo todavía mejor y devolverlo interpretado. Por ello, sus
palabras tenían una densidad y una claridad en las que se reconocían quienes
acudían a oírle hablar.
Esta
lucidez le llevó a hacer nuevas interpretaciones de la Ley. Toda norma trata de
poner cauce al comportamiento humano para hacer viable la vida en comunidad. En
principio, la ley nace de la atención a las diversas situaciones para velar por
el bien común, pero con frecuencia acaba favoreciendo a los que la custodian.
Entonces, ciega y muda, se convierte en una usurpación. La autoridad que el
pueblo reconocía en Jesús procedía de la referencia incesante a las personas en
nombre de un Dios que quería que cada uno creciera desde la profundidad de sí
mismo con y hacia los demás. Su libertad ante la Ley acabará costándole la
vida. El orden establecido no pudo soportar la desautorización que suponía para
ellos este escuchar a cada uno.
El
comportamiento de Jesús plantea algo fundamental a toda religión y a toda
sociedad: ¿Dónde se funda la legitimidad de las normas colectivas? ¿Dónde acaba
la libertad y comienza la arbitrariedad?
Los
seres humanos vivimos en comunidad y en ella somos confrontados con la
alteridad. Este estar-con-los-demás ayuda a objetivar criterios y actitudes que
pueden ser demasiado subjetivos o parciales. La tentación de toda institución
es ponerse a la defensiva y absolutizar su posición frente a los que cuestionan
el orden establecido. Entonces entran en pugna poder y libertad. Jesús se opuso
al poder en nombre de la defensa del núcleo irreducible de cada persona,
particularmente de los que quedaban excluidos por unos principios implacables
que se atribuían a Dios pero que provenían de otros intereses mezquinos.
Jesús
era consciente de que había que evangelizar tanto la mente como el corazón para
que cada cual sea discernidor de su comportamiento. Como nadie está libre de
caer en la arbitrariedad y en la autojustificación, hay que estar
permanentemente abiertos y despiertos para que se purifiquen los criterios y
las motivaciones, tanto personales como institucionales. Para ello necesitamos
palabras verdaderas. Captamos su cualidad y su fuerza por los efectos que dejan
en nosotros. Eso es lo que sucedía con los que escuchaban a Jesús: percibían
que cada palabra que salía de él era un sorbo que les nutría y que les remitía
a sí mismos avivando lo mejor que había en ellos.
Por
otro lado, lo que oían era creíble porque Jesús decía lo que pensaba y
realizaba lo que decía. Se atrevía a vivir según lo que había vislumbrado en
los momentos de mayor claridad. De la unificación de su persona emanaba una
infrecuente energía que despertaba el deseo de tener la misma autenticidad y la
misma coherencia entre pensamiento, palabra y acción que existían en él.
Lo
mismo nos sucede ante personas que están comprometidas plenamente en aquello
que dicen. Entonces la palabra humana participa de la Palabra de Dios, dabar Yahvéh, la cual tiene el don y la
energía de realizar lo que expresa. El Verbo creador confluye con la palabra
humana dejando pasar todo su dinamismo y transformando la realidad. De aquí que
la palabra de Jesús sanara y liberara de demonios y de otras contaminaciones.
Escuchar su palabra y reconocerle como Palabra significa recibir la fuerza de
ese Verbo creador que sigue pronunciándose en cada uno de nosotros y que
permite a las personas desplegarse desde su verdad, convocando sus
posibilidades latentes pero en tantas ocasiones ignoradas o dispersas.
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miércoles, 22 de julio de 2020
PLANTAR ARBOLES: EXISTENCIA DEL ALMA, HUMANISMO Y POLITICA (título inventado)
Recuerda
Fabrice Hadjadj:
“….en sus Tusculanas, Cicerón propone una curiosa demostración
de la inmortalidad del alma, que podría ser denominada la demostración de los
árboles: “Los hombres trabajan para un porvenir que solo llegará cuando ya
hayan muerto: «Plantamos árboles que no darán fruto en nuestro siglo», dice
Cecilio en las Sinéfebis. ¿Por qué plantarlos, si los siglos venideros no nos
afectan a nosotros para nada? Pues lo mismo que un hombre que cultiva con
cuidado su tierra, planta árboles sin esperar ver nunca sus frutos, ¿acaso un
gran personaje no planta, si se me permite decirlo, leyes, costumbres y
repúblicas?” Sería bueno, sin duda, que nuestros políticos, que hacen campaña
ignorando las campiñas, pasaran algunos años de su vida plantando una huerta
para reencontrar el largo plazo de la verdadera cultura, la dignidad de los
hombres libres y el sentido del bien común”.
miércoles, 15 de julio de 2020
COMUNICACIÓN - ESCUCHA - DIÁLOGO
ANSELM
GRÜN, “Algunas reglas de la comunicación”, en El arte de hablar y de callar, Por una nueva cultura del lenguaje, Sal
Terrae, 2017, pp.
87-89.
“Friedemann
Schulz von Thun ha descrito de modo bien impresionante en su famoso «modelo de
cuatro lados» cómo puede tener buen resultado un diálogo y qué puede
entorpecerlo. Para la descripción de este modelo me baso en las notas que el
experto en comunicación Ralph Wüst me facilitó en nuestro encuentro
preparatorio de este libro.
Schulz
von Thun opina que, en la comunicación de una persona con otra, las noticias se
pueden contemplar desde cuatro lados distintos y pueden interpretarse bajo
cuatro supuestos diferentes:
El
primer aspecto se refiere a la relación con la cosa: se comunica el asunto
descrito, el contenido objetivo de la cosa.
El
segundo aspecto considera la relación con el que habla: se refiere a la
automanifestación del que habla. Este da a conocer algo de sí mismo.
El
tercer aspecto va referido a la relación mutua: en la clase de mensaje se
manifiesta algo sobre la relación del uno con el otro. Está claro lo que pienso
de ti y cuál es nuestra situación mutua.
El
cuarto aspecto se refiere al efecto pretendido: mis palabras contienen una
apelación al otro. Quisiera mover al otro a hacer algo.
Los
trastornos y los conflictos surgen cuando el que habla y el que escucha
interpretan y valoran de manera diferente los cuatro niveles. Esto lleva a
malentendidos y conflictos. Un ejemplo conocido, pero que sigue siendo
impresionante, lo describe Schulz von Thun en su libro Miteinander reden. Una
pareja va sentada en el coche, la mujer al volante. Se detienen ante un
semáforo. El varón dice a la mujer: «El semáforo está en verde». La mujer
contesta: «¿Conduces tú o conduzco yo?» (cf. Schulz von Thun 1, 25s).
En
esta situación, la intervención del varón, además de en su nivel objetivo, se
puede entender en relación con las otras tres dimensiones, de la siguiente
manera: como incitación a arrancar (nivel de apelación), como intención del
copiloto de ayudar a la mujer que va al volante o también como demostración de
la superioridad del copiloto sobre la mujer (nivel de relación) o bien como
manifestación de que el copiloto tiene prisa y está impaciente
(automanifestación).
Evidentemente,
la mujer ha interpretado el mensaje de su marido como menosprecio o como
tutela. Por eso reacciona con despecho, dispuesta a atizar el fuego de una
discusión de principio: ¿quién conduce ahora: él o ella? Y en su expresión hay
también una apelación, una llamada: si conduzco yo, déjame conducir como mejor
me plazca; no te inmiscuyas en mi manera de conducir.
Schulz
von Thun puede describir este modelo de cuatro lados también como «modelo de
cuatro oídos». Con esta expresión piensa que todo oyente debe oír el mensaje
del otro siempre con equilibrio entre el «oído para el objeto», el «oído para
la relación», el «oído para la automanifestación» y el «oído para la
apelación». Sin embargo, esto raras veces sucede. Muchas personas solo oyen con
el oído para la apelación. Por ejemplo, la pregunta del marido «¿Queda todavía
cerveza?» no la oye la mujer con el oído para el objeto. Entonces le podría dar
la información correcta. Pero tampoco la oye con el oído para la
automanifestación. En ese caso preguntaría: «¿Todavía tienes sed?». Más bien es
frecuente que la oiga con el oído para la apelación y tal vez también con el
oído para la relación. En la pregunta oye enseguida el reproche de que se ha
preocupado poco por la cerveza. A la inversa, puede también suceder que el que
habla –inconsciente o, muchas veces, también conscientemente– combine y mezcle
en su comunicación los diferentes niveles de las noticias.
Con
qué oídos oímos depende también de la historia de nuestra vida. Cuando las
personas, en su niñez, en cada comunicación de los padres han oído solo una
exigencia o un reproche, de mayores oyen sobre todo con el oído para la
apelación. Y en todas las preguntas del otro se sienten puestos en tela de
juicio.
Un
hombre llega a casa por la tarde y pregunta a su mujer: «¿Cómo estás? ¿Qué has
hecho hoy?». En esta pregunta el marido pone todo su interés por su mujer y
quiere simplemente saber cómo ha pasado el día y cómo le han ido las cosas. La
pregunta es una invitación a contar y a entrar en comunicación. Sin embargo, la
mujer entiende inmediatamente la pregunta como control. Se siente controlada
por su marido porque esa pregunta la tuvo siempre en sus oídos como pregunta de
control por parte de su padre.
Pero
lo que le importa a Friedmann Schulz von Thun en el diálogo no es solo escuchar
con exactitud en el nivel en que está emitido el mensaje del otro. Expone
también que tenemos dentro de nosotros mismos diversas voces (cf. Schulz von
Thun 3, 21s). En primer lugar, llevamos dentro al moralista, el que
continuamente está blandiendo normas. Luego al altruista, el que quiere siempre
ayudar al prójimo. Después tenemos dentro la mala conciencia, que pone en duda
la rectitud de nuestra intención. O también al consciente de su
responsabilidad, que pretende asumir la responsabilidad de todo. Y con
demasiada frecuencia, nuestra conversación se ve perturbada porque nosotros
mismos no sabemos con exactitud qué voz o qué persona interior es la que está
hablando verdaderamente en ese momento.
Schulz
von Thun opina: antes de entablar una conversación con otro, lo primero que
tendríamos que hacer es organizar una conferencia para discutir conjuntamente
las diversas voces que hay en nosotros. Cada voz de las que llevamos dentro tiene
una determinada justificación, pero con frecuencia se contradicen entre sí. Y
entonces fracasa la conversación. Porque el otro se siente irritado. No sabe
exactamente quién es el que está hablando con él. Por eso se necesita antes una
clarificación interior: con qué voz queremos hablar. Entonces podrá resultar
bien la conversación. Porque con frecuencia habla el moralista que llevamos
dentro y provoca rechazo en el otro. Luego empieza a hablar el indulgente y
comprensivo. Eso le irrita todavía más. Y si, encima, comienza después a hablar
el altruista ayudador, el otro no entiende nada de nada…”.
Schulz
Von Thun, Friedemann, Miteinander reden,
Band 1: Störungen und Klärungen, Reinbek 1998; Miteinander reden, Band 3: Das »Innere Team« und situationsgerechte,
Kommunikation, Reinbek 1998.
domingo, 12 de julio de 2020
XV DOMINGO DURANTE EL AÑO A
De la parábola del Sembrador
Todos los terrenos de la
parábola,
Señor,
se encuentran en
nuestro corazón.
Superficiales,
acaparados por los
cuidados del día,
apegados a tantas
futilidades,
y así cedemos a la
vanidad;
por lo tanto,
Señor,
infatigable Sembrador,
Tú no ceses de retornar
en nuestro corazón
esta buena tierra que
permite esperar el fruto.
Entonces, libéranos
de todo lo que no es lo
que verdaderamente somos;
de todo aquello que no
eres Tú mismo,
y tendremos a bien
descubrir
que el fruto llevado en
la libertad
infatigablemente,
permanece…
[P. Talec,
Un grand désir, Paris, Centurion, 1971, p.179, Traducción P. Marcelo Maciel, osb]
viernes, 10 de julio de 2020
miércoles, 8 de julio de 2020
Preparándonos para la solemnidad de Nuestro Padre San Benito
Audiencia General sobre
San Benito de Nursia
Benedicto XVI – 9 de abril de 2008
Queridos hermanos y
hermanas: Hoy voy a hablar de san Benito, fundador del monacato occidental
y también patrono de mi pontificado. Comienzo citando una frase
de san Gregorio Magno que, refiriéndose
a san Benito, dice: “este hombre de Dios, que brilló sobre esta tierra con
tantos milagros, no resplandeció menos por la elocuencia con la que supo
exponer su doctrina” (Diál. II, 36). El gran Papa escribió estas palabras en el
año 592; el santo monje había muerto cincuenta años antes y todavía seguía vivo en la memoria de
la gente y sobre todo en la floreciente Orden religiosa que fundó. San Benito
de Nursia, con su vida y su obra, ejerció una influencia fundamental en el
desarrollo de la civilización y de la cultura europea.
La fuente más importante
sobre su vida es el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio Magno. No es
una biografía en el sentido clásico. Según las ideas de su época, san Gregorio quiso
ilustrar mediante el ejemplo de un hombre concreto -precisamente san Benito- la
ascensión a las cumbres de la contemplación, que puede realizar quien se
abandona en manos de Dios. Por tanto, nos presenta un modelo de vida humana
como ascensión hacia la cumbre de la perfección.
En el libro de los
Diálogos, san Gregorio Magno narra también muchos milagros realizados por el santo.
También en
este caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino demostrar cómo Dios,
advirtiendo, ayudando e incluso castigando, interviene en las situaciones
concretas de la vida del hombre. Quiere mostrar que Dios no es una hipótesis
lejana, situada en el origen del mundo, sino que está presente en la vida del
hombre, de cada hombre.
Esta perspectiva del
“biógrafo” se explica también a
la luz del contexto general de su tiempo: entre los siglos V y VI, el mundo
sufría una tremenda crisis de valores y de instituciones, provocada por el
derrumbamiento del Imperio Romano, por la invasión de los nuevos pueblos y por
la decadencia de las costumbres. Al presentar a san Benito como “astro luminoso”, san Gregorio quería
indicar en esta tremenda situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma,
el camino de salida de la “noche oscura de la historia”.
De hecho, la obra del
santo, y en especial su Regla, fueron una auténtica levadura
espiritual, que cambió, con el paso de los siglos, mucho más
allá de
los confines de su patria y de su época,
el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por
el Imperio Romano una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana
compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que
llamamos “Europa”.
La obra de San Benito, y
en especial su Regla, fueron una auténtica levadura espiritual, que cambió, con
el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época.
La fecha del nacimiento
de san Benito se sitúa alrededor del año 480. Procedía, según dice san Gregorio de
la región de Nursia, ex provincia Nursiæ. Sus padres, de clase acomodada, lo
enviaron a estudiar a Roma. Él,
sin embargo, no se quedó mucho tiempo en la ciudad eterna. Como explicación totalmente creíble, san Gregorio alude
al hecho de que al joven Benito le disgustaba el estilo de vida de muchos de
sus compañeros de estudios, que vivían de manera disoluta, y no quería caer en
los mismos errores. Sólo quería agradar a Dios: “soli Deo placere
desiderans”.
Así, antes de concluir
sus estudios, san Benito dejó Roma y se retiró a la soledad de los montes que
se encuentran al este de la ciudad eterna. Después de una primera estancia
en el pueblo de Effide (hoy Affile), donde se unió durante algún tiempo a una
“comunidad religiosa” de monjes, se hizo eremita en la cercana Subiaco. Allí
vivió durante tres años, completamente solo, en una gruta que, desde la alta
Edad Media, constituye el “corazón”
de un monasterio benedictino llamado “Sacro Speco” (Gruta Sagrada).
El período que pasó en
Subiaco, un tiempo de soledad con Dios, fue para san Benito un momento de
maduración. Allí tuvo que soportar y superar las tres tentaciones fundamentales
de todo ser humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de ponerse a sí
mismo en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por último, la tentación
de la ira y de la venganza.
Detrás de todas las voces
debemos buscar el punto central: tener el corazón abierto a la voz del Señor,
escuchar en silencio, dejarse formar para conocer y amar siempre más la verdad
en persona: Jesús.
San Benito estaba
convencido de que sólo después de
haber vencido estas tentaciones podía dirigir a los demás palabras útiles para
sus situaciones de necesidad. De este modo, tras pacificar su alma, podía
controlar plenamente los impulsos de su yo, para ser artífice de paz a su
alrededor. Sólo entonces decidió fundar sus primeros monasterios en el valle
del Anio, cerca de Subiaco.
En el año 529, san Benito
dejó Subiaco para asentarse en Montecassino. Algunos han explicado que este
cambio fue una manera de huir de las intrigas de un eclesiástico local
envidioso. Pero esta explicación resulta poco convincente, pues su muerte
repentina no impulsó a san Benito a regresar. En realidad, tomó esta decisión porque había entrado
en una nueva fase de su maduración interior y de su experiencia monástica.
Según san Gregorio Magno, su
salida del remoto valle del Anio hacia el monte Cassio -una altura que,
dominando la llanura circunstante, es visible desde lejos-, tiene un carácter simbólico: la vida monástica
en el ocultamiento tiene una razón de ser, pero un monasterio también tiene una finalidad
pública en la vida de la Iglesia y de la sociedad: debe dar visibilidad a la fe
como fuerza de vida. De hecho, cuando el 21 de marzo del año 547 san Benito
concluyó su vida terrena, dejó con su Regla y con la familia benedictina que
fundó, un patrimonio que ha dado frutos a través de los siglos y que los
sigue dando en el mundo entero.
En todo el segundo libro
de los Diálogos, san Gregorio nos muestra cómo la vida de san Benito estaba inmersa
en un clima de oración, fundamento de su existencia. Sin oración no hay
experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de san Benito no era una
interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y en el caos de su época, vivía bajo la mirada de Dios
y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida cotidiana ni al
hombre con sus necesidades concretas.
Al contemplar a Dios
comprendió la realidad del hombre y su misión. En su Regla se refiere a la vida
monástica como “escuela del servicio del Señor” (Pról. 45) y pide a
sus monjes que “nada se anteponga a la Obra de Dios” (43, 3), es decir, al
Oficio Divino o Liturgia de las Horas. Sin embargo, subraya que la oración es,
en primer lugar, un acto de escucha (Pról. 9-11), que después debe traducirse en la
acción concreta. “El Señor espera que respondamos diariamente con obras
a sus santos consejos”, afirma (Pról. 35).
Así, la vida del monje se
convierte en una simbiosis fecunda entre acción y contemplación “para que en
todo sea Dios glorificado” (57, 9). En contraste con una autorrealización fácil
y egocéntrica,
que hoy con frecuencia se exalta, el compromiso primero e irrenunciable del
discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios (58, 7) en el camino
trazado por Cristo, humilde y obediente (5, 13), a cuyo amor no debe anteponer
nada (4, 21; 72, 11), y precisamente así, sirviendo a los demás, se convierte
en hombre de servicio y de paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una
fe animada por el amor (5, 2), el monje conquista la humildad (5, 1), a la que
dedica todo un capítulo de su Regla (7). De este modo, el hombre se configura
cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como criatura a
imagen y semejanza de Dios.
A la obediencia del
discípulo debe corresponder la sabiduría del abad, que en el monasterio “hace
las veces de Cristo” (2, 2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo en el
segundo capítulo de la Regla, con un perfil de belleza espiritual y de
compromiso exigente, puede considerarse un autorretrato de san Benito, pues
-como escribe san Gregorio Magno- “el santo de ninguna manera podía enseñar
algo diferente de lo que vivía”. El abad debe ser un padre tierno y al mismo
tiempo un maestro severo (2, 24), un verdadero educador. Aun siendo inflexible
contra los vicios, sobre todo está llamado a imitar la ternura del buen Pastor
(27, 8), a “servir más que a mandar” (64, 8), y a “enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras
que con palabras” (2, 12). Para poder decidir con responsabilidad, el abad
también debe
escuchar “el consejo de los hermanos” (3, 2), porque “muchas veces el Señor
revela al más joven lo que es mejor” (3, 3). Esta disposición hace
sorprendentemente moderna una Regla escrita hace casi quince siglos. Un hombre
de responsabilidad pública, incluso en ámbitos privados, siempre debe saber
escuchar y aprender de lo que escucha.
San Benito califica la
Regla como “mínima, escrita sólo para el inicio” (73,
8); pero, en realidad, ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino
también
para todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su
moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo
secundario en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy.
San Benito vivía bajo la mirada de Dios
y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida cotidiana ni al
hombre con sus necesidades concretas.
Pablo VI, al proclamar el
24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía reconocer la
admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla para la
formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, recién salida de un siglo
herido profundamente por dos guerras mundiales y después del derrumbe de las
grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías, se encuentra en
búsqueda de su propia identidad.
Para crear una unidad
nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero
es necesario también
suscitar una renovación ética
y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo
contrario no se puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital, el hombre queda
expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por
sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX, como
puso de relieve el Papa Juan Pablo II, provocó “una regresión sin precedentes
en la atormentada historia de la humanidad”. Al buscar el verdadero progreso,
escuchemos también
hoy la Regla de san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje
sigue siendo un verdadero maestro que enseña el arte de vivir el verdadero
humanismo.
miércoles, 1 de julio de 2020
Sobre Santa Gertrudis de Helfta (I) Patrona de nuestro ropero comunitario
Nuestro Ropero
comunitario está bajo el patrocinio de Santa Gertrudis, para conocer más sobre
ella y su “espiritualidad”.
“El
descubrimiento de un Dios capaz de crear y honrar la libertad humana hasta las
últimas consecuencias llevó a la teóloga del siglo XIII Gertrudis de Helfta,
junto con sus hermanas del monasterio, a desarrollar una cristología (una
teología sobre Jesucristo) alternativa a la cristología hegemónica de la Baja
Edad Media. La teología dominante caracterizaba a Cristo Jesús como
Pantocrátor, Dios Todopoderoso, Rey del Mundo. Esta imagen enfatizaba el poder
de Cristo de gobernar y de imponer su ley a todas sus criaturas. Se le concebía
a imagen y semejanza de un emperador, un Señor dominante y soberano que ejercía
su autoridad suprema desde arriba.
Teniendo
en cuenta esta imagen dominante resulta sorprendente que en la primera
experiencia de Dios que tiene Gertrudis, Jesús se le aparezca como un joven de
dieciséis años que interactúa con ella, una experimentada monja de veintiséis
años que había vivido en el monasterio desde que tenía cinco, sin ningún tipo
de atributo mayestático. A partir de esta primera experiencia, la comprensión
que Gertrudis tiene de Jesús va creciendo en intimidad y Gertrudis empieza a
desarrollar la idea de la vulnerabilidad de Dios sin abandonar la idea de su
majestad o de su trascendencia. Es precisamente la simultaneidad de la trascendencia
y la vulnerabilidad de Dios lo que se convierte en el nervio central de la
teología de Gertrudis. A fin de captar adecuadamente este aspecto de su
teología, es ilustrativo comparar la experiencia interior que describe en el
capítulo VIII de su obra El heraldo del
amor divino, con la que describe en el capítulo XIV. En ambas ocasiones,
Gertrudis está participando en la eucaristía del domingo XV del tiempo
litúrgico ordinario. En ambas ocasiones la experiencia se produce después de
haber cantado la antífona propia del día: Sed
mi protector. En su primera experiencia Jesús le ofrece su corazón como
tierra prometida donde ella podrá encontrar reposo y protección: «Tocando
durante la recitación de estos versos tu pecho bendito con tu venerable mano,
me mostraste cuál era la tierra que tu generosidad infinita me prometía». En su
segunda experiencia, los papeles se invierten de forma sorprendente y es Jesús
quien busca reposo y protección en el corazón de Gertrudis: «Mediante las
palabras del introito me diste a entender, oh objeto único de mi amor, que,
agotado por las persecuciones y los ultrajes que tantas personas te infligen,
buscabas mi corazón a fin de descansar en él. Así, cada vez que entré en mi
corazón durante los siguientes tres días, te encontré en él acostado como una
persona aquejada por un cansancio extremo». La experiencia de la vulnerabilidad
y de la necesidad de Dios le es posible a Gertrudis a causa de la Encarnación,
la más distintiva y peculiar de todas las creencias cristianas: Dios tomó carne,
existió como ser humano en el tiempo y en el espacio en toda la plenitud de
Dios. En el contexto del cristianismo primitivo esta idea les parecía
simplemente absurda a los sabios, y a los que tenían fe religiosa les parecía
ofensiva. Es probable que este siga siendo el caso hoy en día. La idea de Dios
no se aviene con la idea de límite. Y sin embargo, los límites que el espacio y
el tiempo nos imponen nunca constituyen en realidad obstáculos para la
realización de nuestro potencial de amar (de nuestro potencial divino) en toda
su plenitud. Tales límites representan en realidad la condición de posibilidad
de nuestra libertad de la misma forma que el aire es condición de posibilidad
para el vuelo de la paloma de Kant: «La ligera paloma, que siente la resistencia
del aire que surca al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho
mejor aún en un espacio vacío», escribió Kant en la Introducción de la Crítica de la razón pura.
Confianza,
libertad, gozo, profundidad, intimidad, cuerpo, serenidad, luz, reposo, beso y
dulzura son algunas de las palabras que reaparecen con más frecuencia en los
escritos de Gertrudis. Expresan la forma en que Gertrudis experimentaba a Dios
y cómo hablaba de Dios a los peregrinos que hacían cola en la puerta del
monasterio para hablar con ella y con sus hermanas. El círculo teológico de
Helfta es responsable de haber iniciado la tradición del «sagrado corazón» de
Jesús, mas no concebida como una imagen edulcorada y superficial del amor, sino
como un tomarse en serio la invitación de Dios a la amistad y a la intimidad
con Ella. Gertrudis dejó atrás su búsqueda infantil de un Dios todopoderoso y
controlador para descubrir que Dios era en realidad vulnerable, que Dios
esperaba y que de hecho necesitaba el
acto original de amor que solo ella podía hacer y que debía ser constantemente
renovado. Gertrudis descubrió que Dios esperaba establecer una relación
personal de amor con ella y con cada uno de nosotros. Esta impactante
combinación de la majestad y la vulnerabilidad de Dios constituye el novum teológico introducido por las
monjas de Helfta, un novum que se
corresponde directamente con el mensaje del Evangelio. Gertrudis describió esta
doble dimensión del amor único de Dios con la imagen de un corazón del que
surgen dos rayos de luz: dorado para la divinidad, rosa para la humanidad (la
carne). En la Encarnación, Dios ha experimentado lo que las nociones clásicas
de Dios más rechazan, esto es, el cambio.
Dios ha cambiado: ha adquirido un cuerpo que, por la resurrección, ha sido incorporado
a Dios para toda la eternidad.
Las
monjas de Helfta hablaron entre ellas de sus experiencias interiores y se
ayudaron unas a otras a tomar en serio los retos que conllevaban, mas cada una
las vivió en la soledad de la propia intimidad. Ellas descubrieron las
profundidades de lo que el lenguaje moderno llama «subjetividad»; fueron
verdaderas pioneras en el siglo XIII, del descubrimiento de la subjetividad y
la libertad individual; anticiparon la devotio
moderna y fueron transformadas por su experiencia de tal manera que
adquirieron autoridad para inspirar a otras personas (varones y mujeres) en el
camino hacia el gozo y la realización personal. Estas monjas son un ejemplo de
liderazgo femenino que escapó del control patriarcal y se desarrolló de forma
natural y sin cortapisas”.
Teresa Forcades i Vila, Fe y libertad, Herder, Barcelona, 2017, pp. 42-43.
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