sábado, 29 de abril de 2017

La antropología bíblica de la Regla de san Benito V

Vínculo con la teología bíblica

En la RB como en la Biblia, Dios está primero y el hombre segundo. El hombre no es nada más que por Dios, su creador. Si él se convierte en monje, es por un llamado de Dios. No llegará al Reino si Cristo no lo conduce allí (72,12), por los caminos trazados por él mismo (Pról 21). Sin cesar debe escuchar la Escritura, a Cristo, el abad que ocupa el lugar de Cristo y que no puede enseñar, mandar o establecer que este fuera del precepto del Señor (2,4). El secreto del monje “está en buscar a Dios” (58,7) “imitando al Señor” (7,34). Es con justo título que, sirviéndose de un texto de salmo estructurado por esquema. San Benito hace cantar tres veces al novicio llamado a hacer la profesión: “Recíbeme, Señor, según tu palabra y viviré”(58,21). La vida monástica enseñara al monje en su espera intima si se deja tomar por Dios y conducir por su palabra.
Si el monje está constantemente subordinado a Dios, él le está también coordenado. Busca a Dios y Dios lo busca. Espera a Dios y Dios espera que se convierta a él. La relación entre Dios y el hombre en la Biblia se presenta por lo tanto de manera tan concreta que el esquema tríadico que estructura la vitalidad del hombre estructura también la de Dios. Así como el monje busca a Dios escuchándolo, amándolo y obrando, así Dios busca al monje hablándole y escuchándolo, mirándolo y amándolo, protegiéndolo, sosteniéndolo con su Espíritu  en su actividad. Esta imagen de Dios, claramente expresada en la RB, es idéntica a la de la Biblia. La antropología de la RB se apoya sobre el reconocimiento de una relación fundamental del hombre con Dios y no se comprende más que por ella. También es útil dibujar la imagen de Dios que ofrece la RB para tomar mejor la del monje. Las dos comportan los tres niveles descriptos.
Como el hombre creado a su imagen, Dios, según la RB y la Biblia, tiene desde un principio un corazón: un corazón cuyo misterio es inaccesible e impenetrable, pero que deja filtrar una parte de sí mismo, la que pone en relación con el hombre. Dios ama al hombre; por la fuerza de este amor, el monje es capaz de sobrellevar las dificultades que encuentra: “En todo ello, vencemos en razón de aquel que nos ha amado”(7,39); “Dios es bueno (pius)” (Pról 20.38; 7,30). Su bondad para con nosotros se manifiesta en su paciencia, por medio de la cual nos conduce a la penitencia; también se manifiesta en la espera de nuestra conversión y en la indicación que nos da el camino de la vida. Cuando la bondad de Dios para con el hombre es quebrantada, puede cambiar en tristeza y en cólera. Estos sentimientos del corazón son provocados por el comportamiento del hombre. Dios es “contristado por nuestras malas acciones” e “irritado por los males que cometemos” (Pról 6.7). Tienen una resonancia sobre el destino del hombre: El libra a la pena eterna a los detestables servidores que no hubieran querido seguirle a la gloria (Pról 7). El corazón de Dios es rico también de una inteligencia por medio de la cual se muestra “escrutando los riñones y los corazones” de los monjes y gracia a la cual “conoce sus pensamientos” (7,14.15). También está dotado de una voluntad que debe “cumplirse en nosotros” (7, 19.32)
Como sucede con el hombre, las reacciones del corazón de Dios proceden a menudo de su mirada. “Cuando ustedes hubieran cumplido eso mis ojos estarán sobre ustedes” (Pról 18). El monje debe saber con certeza que Dios lo mira en todo lugar (4,49). “Que el hombre reflexione que es visto por Dios desde lo alto del cielo a toda hora, y que sus obras y gestos son percibidos en todo lugar por la mirada divina” (7,13). Esta consideración, capital a los ojos de San Benito, es repetida con insistencia: “los ojos del Señor inspeccionan a los buenos y a los malos, y el Señor echa su mirada sin cesar desde el cielo sobre los hijos de los hombres para ver si es inteligente o que busque a Dios” (7,29). Al comienzo del capítulo 19, la RB recuerda el axioma fundamental: “En todas partes creamos que Dios está presente y que los ojos del Señor inspeccionan en todos los lugares a buenos y malos” (19,1). Si es importante que el monje se compenetre con este pensamiento, es porque la mirada de Dios prepara su juicio final.
La imagen de Dios es también solidaria con la del hombre a otro nivel, el de la lengua y de la escucha. No solo la mayor parte de las 270 citas escriturarias de la RB nos envían a la palabra de Dios, sino que la frecuente mención explícita de la voz divina subraya su rol determinante en la vida del monje. Todo comienza con ella: “Escuchemos lo que la voz divina nos grita cada día: Hoy si ustedes escuchan mi voz” (Pról 9-10). Esta voz divina, por la cual “yo le diré: Heme aquí” (Pról 18), es atrayente “¿Hay algo más dulce para nosotros que la voz del Señor que nos invita?” (Pról 19). Es en efecto, el Señor mismo quien nos llama a su reino (Pról 21) y que nos invita a escuchar “lo que el espíritu dice a las Iglesias” (Pról 11). Dios dialoga con el monje a quien interroga y al cual responde. Cuando el momento de hacer la profesión llegue, reclamará el compromiso divino: “Recíbeme Señor según tu palabra” (58,21). La actitud esencial y constante del cenobita consistirá en “imitar con hechos la voz del Señor” (7,32) que le hablara por la del superior: “Quien a ustedes escucha a mí me escucha” (5,6.15). La voz de Dios puede guardar silencio enfrente de las agitaciones del monje, pero ella se expresara en el juicio final: “Esto hiciste y callé” (7,30).
Dios habla y escucha. “Mis oídos están dirigidos hacia vuestras oraciones” (Pról 18).
Aunque a pesar del ejemplo de la Biblia, la RB evita, cuando hace alusión a Dios, evocar las manos o los pies, se refiere muchas veces a su acción, comprometiendo con esta vía el tercer nivel en la imagen de Dios. Que monje no emprenda nada nuevo sin pedir a Dios en la oración que el mismo lo lleve a su fin: “ab eo perfici” (Pról 4). Las buenas obras son en efecto cumplidas no por hombre, sino por Dios (Pról 29) y desde entonces los monjes tienen que glorificar “al Señor que actúa en ellos” (Pról 30). ¿Son débiles? Es “el Señor todopoderoso quien opera la salvación” (28,5). Su manera es desde el comienzo “indicar el camino” (Pról 20.24), luego poner a prueba (7,40-41). Durante este camino de prueba, Dios sostiene y protege al monje (73,9) que “debe confiar en su ayuda” (68,5).
Un pasaje del Prólogo sintetiza la actitud de Dios agrupando los tres niveles según el esquema. Después de que hubo mencionado sus ojos, sus oídos, y su presencia, el texto prosigue: “¿Hay algo más dulce para nosotros que la voz del Señor que nos invita, hermanos queridos? He aquí que en su bondad el Señor nos muestra el camino de la vida” (Pról 19-20).
Los ángeles intermediarios entre Dios y los hombres, están igualmente dotados de los tres niveles del esquema hebraico. Es “bajo la mirada de los ángeles” que los monjes salmodian (19,5). “Suben y bajan” la escala de Jacob (7,6). Y “a toda hora ellos cuentan a Dios todas nuestras acciones” (7,13), “día y noche, cotidianamente, las obras de nuestra actividad son anunciadas al Señor por ángeles que se nos han asignado” (7,28).
La empresa de búsqueda mutua en la cual consiste la vida monástica implica por consiguiente, de parte de Dios y del hombre, un compromiso de sus respectivas vidas según la clave tríadica del esquema bíblico. Dios, por amor, llama al hombre; el hombre escucha la voz de Dios. Poniendo su corazón, responde con sus obras a los preceptos de Dios, de la regla y del abad. Y Dios mira las obras del hombre para juzgarlas.

El encuentro más alto entre Dios y el Hombre se realiza en el oficio divino en el que se hallan unidos por la palabra y la escucha del corazón y la mirada, el gesto y el paso de uno y del otro. La RB retoma, y aplica a su proyecto bien definido, la visión, el vocabulario y la historia de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Es el Dios de Israel, el Dios de Jesucristo, quien aparece en la RB bajo los trazos bíblicos. Del mismo modo presentado el hombre, no según el dualismo helénico, sino según la triada de la Biblia.

sábado, 22 de abril de 2017

La antropología bíblica de la Regla de san Benito IV


Las manos y los pies. El concurso de los tres niveles

En la antropología bíblica las manos y los pies significan la potencia activa, la capacidad de obrar, son los símbolos del cumplimiento externo como interno. El hombre completo no se queda en los proyectos del corazón, escuchados o proferidos los realiza. La frase inicial del Prólogo de la RB enuncia explícitamente este tercer tiempo: “Escucha hijo mío, los preceptos del maestro, inclina el oído de tu corazón… y ponlos efectivamente en práctica (et efficater cumple)”. La escucha de la Palabra de Dios y su meditación en el corazón, como la escucha de las enseñanzas del abad y su acogida interior son vanos y sin provecho para el monje si no sigue la ejecución. La RB tiene ante todo el propósito de organizar esta puesta en práctica.
No hay en la RB, contrariamente a la Biblia, más que raras menciones expresas de las manos y de los pies. Es “por su mano sola y su brazo” que eremita lucha contra el demonio (1,5). Es “desprendido de sus manos y con un pie aplicado a la obediencia” que el monje responde “por los hechos” a la orden del superior (5,8). El “trabajo de las manos” aparece en el horario cotidiano de los monjes (48,8). Se debe “ver por cuales manos” serán vendidos los productos de los artesanos (57,4). El abad lava las manos y los pies de los huéspedes (53,12-13). Cuando un hermano hace profesión, firma su petición “con su mano” o la deposita “con su mano” sobre el altar (58,20). Cuando los padres ofrecen a su hijo al monasterio “envuelven en su mano al mismo tiempo que su petición en el mantel del altar” (59,2).
La actividad del monje consumando la escucha y las disposiciones del corazón, es evocada sin cesar en la RB por formas verbales comprendidas por la imagen de los brazos o de las piernas. Recorriendo el Prólogo, se pueden notar entre otras expresiones: redas (2), agendum (4), exurgamus (8), venite (12), currite (13), fac (17), feceritis (18), curritur (22), pervenitur (22), ingreditur (25), operatur (25), fecit (27), facit (33), cumpleamus (39), pervenire (42), implere (43), currendum et agendum (44), curritur (49). Monje es aquel que se levanta, que viene, que entra, que corre, que actúa, que trabaja, que termina y que llega.
Los capítulos de la RB prescriben la modalidad de esta actividad monástica. El que subraya el más netamente aspecto activo de la vida de los monjes es el capítulo 4, cuyo título tradicional “cuáles son los instrumentos de las buenas obras” se extiende largamente al respecto. La nomenclatura detallada de los “instrumentos del arte espiritual” que se han de emplear sin cesar lo mejor día y noche” (4,75-76) concluye con la asimilación del monasterio con un “taller donde debemos usar todas la herramientas con diligencia” (4,78). La mayor parte de las consignas dadas no apuntan sino a una actividad exterior; pero, más allá de que sean formuladas positiva o negativamente, conciernen al actuar del monje, tanto el de la palabra o de la escucha como del corazón. Porque toda escucha, toda palabra, toda actitud del corazón terminan en un acto interior antes de pasar eventualmente a la acción externa.
La principal actividad del monje, entendido en un sentido amplio, es el oficio divino, llamado además Opus Dei. Postula el compromiso del hombre entero, no solo de la escucha de la palabra y del corazón, sino también de sus miembros corporales. Estos son evocados al comienzo de la frase que concluye el capítulo 19: “Estemos (stemus) en la salmodia de tal manera que nuestro espíritu este de acuerdo con nuestra voz” (19,7). La statio de pie, la posición de sentado, las inclinaciones muestran que el oficio divino no es una obra reservada a los libros y al corazón. Sino que es totalmente un opus, una realización donde Dios tiene su parte al mismo tiempo que el hombre.
La obediencia es así una obra, una labor, opuesta a la inercia de la obediencia (Prol.2). Es presentada en el capítulo 5 como una “obra (opera)” (5,9), cumplida “haciendo (in faciendo, factis)” (5,4.8) con toda prontitud, con el compromiso de las manos y de los pies (5,8). Sin duda, ella reclama para ser integral, el estado de espíritu y de corazón que estipularon el segundo y tercer grado de humildad, pero no se realiza efectivamente más que en la ejecución de la orden.
Dos frases del capítulo consagrado a la obediencia valen la pena ser citadas, porque muestran claramente, además de la importancia del acto efectivo, el concurso de los tres niveles que son caros a la antropología bíblica, y, desde entonces, el recurso de San Benito a esta visión del hombre. Los monjes dice la RB, “abandonando su propia voluntad, las manos en seguida desprendidas…, por una obediencia que ajusta el paso (vicino oboedientiae pede), siguen con sus obras la vos de aquel que da la orden y, como en un solo momento, la orden dada por el maestro y la realización (opera) perfecta del discípulo se despliegan en común los dos lo más rápido en la rapidez que inspira el respeto de Dios” (5, 7-10). Esta frase pone en obra el nivel del corazón por los términos de voluntad, respeto y amor; el de la palabra por la voz del maestro; y el tercero por la mención de las manos y de los pies, por la ejecución efectiva de la orden, y por la marcha progresiva (gradiendi) hacia la vida eterna. Las últimas líneas del capítulo conducen a la misma constatación de que los tres niveles deben juntarse: “Es necesario que la obediencia sea dada con buen espíritu (cum bono animo) por los discípulos, porque Dios ama al que da con alegría. Porque si el discípulo obedece con espíritu malo, y si murmura no solo con la boca sino en su corazón, aunque ejecutara la orden, no será agradable a Dios que ve su corazón ocupado en murmurar, y por tal hecho no recibe ningún favor” (5,16-19). Aquí los tres niveles están simultáneamente comprometidos en el ejercicio de la obediencia: el buen espíritu, el acuerdo del corazón son requeridos; la murmuración de la boca es condenada; y el hecho, la ejecución, es el factor decisivo de la tríada.
En el comienzo de la obediencia está la paciencia. Esta consiste en los gestos efectivos puestos en las circunstancias duras y ásperas: poner la mejilla, dar el manto además de la túnica, caminar dos millas en lugar de una. Estos gestos exteriores reposan sobre una escucha de la Escritura: “cumplid el precepto del Señor”, y sobre la fuerza del corazón: “que tu corazón sea fuerte” (7.37.42). Los tres niveles están de nuevo reunidos en la formula lapidaria: “Tacita conscientia patientiam amplectatur” (7, 35). En el silencio de la boca, en lo más íntimo del corazón, el monje debe abrazar la paciencia.
La observancia es también su resorte. La vida monástica, que consiste en obedecer los preceptos de la Regla y del abad y por ellos del Evangelio, aparece como una observancia de actos buenos gracias a los cuales se corre y se llega al Reino (Pról 21-22). El mandamiento del salmo 33, recordado por el prólogo, “apártate del mal y haz el bien” (17) converge con las dos sentencias del capítulo 4: “convertirse en extranjero a la agitación del mundo” (4,20) y “Velar a toda hora sobre los actos de su vida” (4,48). La observancia de los monjes, que es “el camino de la obediencia por el cual ellos vuelven a Dios” (Pról 2), se apoya sobre la fe del corazón: “nuestros riñones ceñidos por la fe y la observancia de las buenas obras” (Pról 21) y sobre la escucha “de las doctrinas de los Santos Padres, cuya observación conduce al hombre a la meta de la perfección” (73,2). Es a “estas metas a las que tu llegaras con el auxilio de Dios” (73,9)
¿No es sorprendente que, mientras la primera palabra de la RB sea el verbo “obsculta” (Pról 1) tomada del vocabulario de la escucha y de la palabra, la última es “pervenies” (73,9) inspirada en la línea de la acción de los brazos y de las piernas?
Los tres niveles aparecen relacionados en diversos pasajes de la RB, por ejemplo en la evocación del abad: “Debe siempre acordarse del título que se le ha dado y realizar con obras su nombre de superior” (2,1). O también, cuando se trata de la reunión de los hermanos en consejo: “Cada vez que haya que hacer cosas importantes en el monasterio, el abad debe convocar a toda la comunidad y explicarle de lo que se trata. Entonces, habiendo escuchado el consejo de los hermanos, que reflexione el mismo, y lo que hubiera juzgado más indicado, que lo haga” (3,1-2). Debe decir y escuchar, reflexionar y juzgar, y finalmente obrar.
La triada bíblica gobierna la antropología de la RB. Si bien no lo transparenta claramente más que en los momentos de emergencia, está constantemente subyacente. El monje debe empeñar en su “conversatio” su escucha, su corazón y su energía activa. Subrayando tanto uno como otro de los trazos, la RB exige en todas partes la conjunción y no soporta que ninguno sea olvidado. Este es el secreto de la plenitud, del equilibrio y de la paz de los claustros.
Diferente es la mirada que la corriente greco-latina echa sobre el hombre; lo ve compuesto de un cuerpo y de un alma. San Benito no reposa sobre la perceptiva dualista, adoptada por los teólogos de su tiempo, sino que la somete a la visión bíblica, evitando ostentar un desprecio cualquiera por el cuerpo. Es juntos que “el corazón y el cuerpo deben estar preparados para la lucha que impone la santa obediencia a los preceptos” (Pról 40). “El cuerpo y el alma forman los dos tirantes de la escala” que conduce al cielo, y los diversos grados de humildad están insertados tanto en uno como en otro (7,9). El monje es invitado a indicar y a hacer visible su humildad “no solo de corazón, sino también por su propio cuerpo” (7,62). El testimonio de estos textos es doble: por una parte, la RB utiliza la composición hilemórfica, y por otra, la subordina a la visión hebraica, ya que prefiere, dos veces sobre tres, el termino corazón al del alma, y ya que los asocia concretamente en la impresa de la vida monástica.

Otro extracto del capítulo 7 revela de manera elocuente el mismo espíritu. Yuxtapone las dos estructuras antropológicas, pero reduciendo la inspiración griega al genio semítico. Cuando la RB conjura al monje de guardarse de pecados y vicios precisa: “los de los pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies y también de la voluntad propia, como también de los deseos de la carne” (7,12). El alma y el cuerpo, que son los dos polos del compuesto humano caros a los griegos, son presentados bajo los términos bíblicos de voluntad y de carne, y colindan con los tres términos del esquema hebraico. En el conjunto de la RB, el recurso parsimonioso al modelo greco-latino es eclipsado por la dominación constante del modelo hebreo.

domingo, 16 de abril de 2017

VIGILIA PASCUAL: HOMILÍA DEL ABAD BENITO


Estamos celebrando la resurrección de Jesús, nuestra resurrección y nuestro bautismo.
La resurrección de Jesús: Una anécdota: Un niño estaba pregonando el periódico  “Cristo vive” y a boca de jarro le pregunté “¿Cómo sabés que Cristo vive?” Me miró desconcertado.
 ¿Cómo sabemos nosotros que Cristo resucitó y está vivo? Nadie lo vio resucitar. La resurrección no es un hecho histórico que se puede demostrar con un certificado de defunción y luego un acta de resurrección; la resurrección es un misterio, el más importante, el que cambió el rumbo de la historia, o mejor dicho el que inició la historia definitiva, la escatología. San Mateo no habla de una segunda venida de Jesús. Según San Mateo ya está Jesús con nosotros hasta el fin de los tiempos.
Pero vamos a la narración de Mateo. Él se vale de imágenes del AT.
“El Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella”. En el AT el ángel del Señor es el mismo Dios; aquí es Dios que abre el sepulcro, se sienta sobre la piedra, simbolizando que la muerte está definitivamente vencida. Las vestiduras blancas del ángel también hablan de victoria. Un poco más adelante viene el encuentro del Resucitado con las mujeres: “Alégrense”. La resurrección abre el tiempo nuevo del Apocalipsis, “Ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado” (21, 4).
Pero volvamos a plantearnos la pregunta: ¿Cómo sabemos que Cristo resucitó si nadie lo vio resucitar? Dijimos que la resurrección es un misterio, el misterio se cree, se vive y por el se muere. Los discípulos, nada proclives a la credulidad ingenua, iluminados y fortalecidos por el Espíritu Santo en Pentecostés, son los testigos del misterio de la Resurrección  de Cristo y derramaron su sangre por él. Nadie se juega por un muerto. A través de los dos mil años de cristianismo no faltaron en la iglesia innumerables testigos que con su vida y con su muerte prolongaron y profundizaron el testimonio. Esa es nuestra vocación.
Estamos celebrando, dijimos, nuestra resurrección. “Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó,  precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo…  y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con Él en el cielo” (Ef 2,4-6). Para el autor de la carta a los Efesios nuestra resurrección no es cosa del futuro sino que ya es presente. Coincide con la visión de Mateo que nos presenta la resurrección de Jesús como anticipo de la parusía.
Celebramos nuestro bautismo. Es precisamente en el bautismo que se realiza nuestra resurrección. El catecúmeno al sumergirse en las aguas bautismales ahoga el pecado y resucita para Dios. Somos injertados en el Cuerpo resucitado de Cristo.
Algo importante: Nuestro bautismo no es algo del pasado. Está hoy en nosotros con toda su  fuerza como el día en que lo recibimos. El Padre nos dice, con el mismo cariño de entonces: “Este es mi hijo, el preferido”. El Hijo nos dice: “Yo te elegí” y el Espíritu Santo desciende sobre nosotros.
Por eso terminada esta homilía vamos a renovar nuestras renuncias y nuestras promesas bautismales. Vamos a hacer esta renovación con la conciencia de haber sido infieles; pero con la seguridad de que Dios quiere renovar su imagen en nosotros, que Él acepta nuestra entrega y nos promete la fecundidad de Abraham; que el convierte las aguas amenazantes del Mar Rojo en aguas de liberación; que Él nos dice como a la esposa del AT “Con gran ternura te uniré conmigo, me compadecí de ti con amor eterno” y luego añadirá: “yo haré con ustedes una alianza eterna, obra de mi inquebrantable amor a David” y “los rociaré con agua pura y ustedes quedarán purificados, les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un Espíritu Nuevo”.
Vamos renovar nuestras renuncias y  nuestras promesas bautismales con la seguridad de que al identificarnos con Cristo con una muerte semejante a la suya también nos identificaremos con Él en la resurrección. Todo esto nos dijeron las lecturas de la Palabra de Dios de esta noche y sabemos que su Palabra nos fecunda como la lluvia fecunda la tierra.
Y un último pensamiento: Esta renovación que nos trae la resurrección de Cristo no se realiza solamente a nivel personal,  sino que es la comunidad cristiana como tal la que se renueva y que lleva la renovación a toda la humanidad. Así como el Espíritu de Cristo puso orden y belleza en el caos de los inicios así también es capaz de ponerlas en el caos de nuestra humanidad que muchas veces marcha a la deriva en el caos de la desesperanza, de la injusticia, de los odios y las guerras. Cristo resucitado ha vencido al mal y las tinieblas. 

sábado, 15 de abril de 2017

Saludo Pascual 2017

Jesucristo,
lugar de encuentro con el Padre.
Encuentro al que anhelamos y deseamos;
Encuentro de cada día,
en cada alegría
y en cada sufrimiento.
Desfigurados, te encontramos;
Alegres por todo lo que nos das, 
celebramos en ti y contigo tu presencia.
Cordero de Dios, 
inmolado; 
nos redimes; 
resucitando; 
nos haces partícipes de tu Resurrección, 
por tu Espíritu, 
en la voluntad de Dios Padre.
¡Gloria a Ti!

Felices pascuas 2017.
Monasterio cristo rey, El siambón, Tucumán


VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR: HOMILÍA DEL ABAD BENITO

sábado, 8 de abril de 2017

La antropología bíblica de la Regla de san Benito III


El nivel del corazón y de los ojos

La Biblia dice: “Mi palabra está cerca de ti, en tu boca y en tu corazón” (Deut 31,14). Si la palabra de Dios -o de sus representantes- permanece confinada en el oído o en los labios del monje, ella será estéril. Importa que pase el nivel del oído al nivel del corazón. La primera frase del Prólogo de la RB, citando un texto escriturístico (Prov 4,20), pone en evidencia la unión entre la escucha y el corazón: “Escucha, hijo mío, los preceptos del maestro e inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto la advertencia de un padre amable”. Es el oído del corazón el que, más allá del oído de la carne, debe estar a la escucha de Dios o del abad.
El corazón es la sede de una vitalidad muy variada en la que la RB está en sintonía con la Biblia. Incluso mejor que en la Biblia, en el sentido que el pensamiento y el vocabulario de la RB, cediendo aquí al gusto romano por la claridad, distingue de hecho, en la región del corazón, por una parte la memoria, el saber y la voluntad -que equivalen a las facultades caras a los filósofos- y por otra parte, las actitudes fundamentales del corazón que son la fe, el respeto, la humildad, y el amor. Facultades y actitudes son sin embargo presentadas por la RB, contrariamente al análisis greco-latino y conforme a la Biblia, como realidades a la vez dinámicas y ligadas a Dios. El corazón es centro de vida en el que los objetos para el monje son centrados en Dios.
La memoria es un lugar importante del corazón en la antropología monástica. No es el recuerdo vulgar de un recuerdo suceso humano pasado, sino la memoria -dilatada de una presencia divina actual y presente- de un texto de la Escritura o de un hecho bíblico. Puesto que lo esencial en la vida, como la del judío y del cristiano, es ponerse resueltamente a la escucha de Dios o de los profetas, o de Cristo o de sus representantes, importa que su palabra entre en el corazón y los “espíritus de los discípulos” para transformarse en “un fermento de justicia divina” (2;5). Este rol fecundo no es posible sino cuando la palabra está grabada en la memoria. Por eso, es que el monje, “huye totalmente al olvido, y guarda siempre en la memoria todo lo que Dios ha mandado,.... el lo resuelve siempre en su espíritu” (7,11).
La memoria es un deber que la RB impone sobre todo al abad. El capítulo 2 se lo repite seis veces, bajo las formas memor o meminere. Debe tener siempre en la memoria el nombre que lleva -que es nombre divino- el cual le recuerda su responsabilidad, “lo que él es” (2,1.30). “Que tenga siempre en la memoria el temible juicio de Dios” (2,6), y, por ejemplo, que tenga en la memoria el peligro que corrió el sacerdote Helí (2,26), o que recuerde que está escrito: Busquen primero el Reino de Dios (2,35). El mayordomo es igualmente invitado a hacer memoria de la Escritura (31,8), así como los artesanos (57,5) y, además, todos los monjes (4,61).
Si bien los textos y los sucesos escriturarios forman, en la RB como en la Biblia, el objeto normal de la memoria y el primer fruto de la escucha, la reflexión y la convicción que ellos suscitan están ubicados en el saber, otro atributo del corazón. El saber del cual el abad y los hermanos deben dar prueba depende, no de un descubrimiento personal, sino de una información proveniente de los Libros santos. En el capítulo 2, el abad es convidado siete vacas a saber, es decir a tener por adquirido (scire, sciat, sciens) o por certeza (agmnoscat pro cetro) que tal declaración de la Escritura no dejará de tener para él su efecto (2, 7.28.30.31.37.38). El hermano es dotado, también, de un saber derivado de la Escritura: “Que sepa que el mal que hace viene de él” (4, 43). Y le importa además “saber cómo una cosa cierta que Dios lo mira en todo lugar” (4,49). El mayordomo (31, 9), los sacerdotes del monasterio (62,3), los hermanos a quienes se encargan órdenes imposibles (68,4), deben igualmente “saber” cómo comportarse según la Escritura y la RB.
Sobre la base de la memoria y del saber, otras actividades se desarrollan en el corazón, donde la parte personal del sujeto aparece marcada. Estas actividades son mencionadas en la RB por los términos: aestimare, intellegere, cogitares, considerare... Son frecuentemente empleados, siempre en una perspectiva moral o espiritual. Que nuestros pensamientos se desarrollan en el corazón, he aquí que está claramente indicado por la frase: “El profeta muestra que Dios está siempre presente en nuestros pensamientos cuando dice: Dios escruta los corazones y los riñones” (7,14). Los monjes de inteligencia simple, ¿no son llamados “duros de corazón” (2,12)?.
Al lado del aspecto intelectual de la vida del corazón, la RB, fiel al ejemplo de la Biblia, le asigna además las actividades voluntarias. Desde el comienzo del Prólogo, y sistemáticamente en el transcurso de los siete primeros capítulos, están puestos en el sitio de renunciar totalmente a su voluntad propia para abrazar la de Dios. “Que nadie en el monasterio siga la voluntad de su propio corazón” (3,8).
La voluntad íntima del cenobita por la cual se aparta de su propio querer y se vuelve hacia Dios (4,60. 46), no se afianza en este camino más que por el recurso a la oración: “Pedimos a Dios en la oración (dominical) que su voluntad se haga en nosotros” (7,20). Por lo demás, la misma voluntad del cenobita no tomó este compromiso más que por la escucha de la Escritura, de la cual una docena de citas apuntalan los exigentes requerimientos de los tres primeros grados de humildad.
Siempre en el dominio del corazón, el deseo y la voluntad de la vida eterna, junto al amor que allí conduce (5,10), motivan la vida monástica. Desde el comienzo, Dios manda por la Escritura: “¿Cuál es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?” (Sal 13,13; Pról 15). Insistiendo sobre la parte de la voluntad, el Prólogo prosigue: “Si tú lo quieres... Si nosotros queremos habitar en su tienda” (Prol 17. 22). Esta voluntad fundamental y constante está precisada al comienzo del capítulo 7: “Si nosotros queremos llegar a la cima de la humildad, y si queremos llegar rápidamente a ascender al cielo” (7,5). Una de las primeras exigencias de este camino es que “nos impidamos hacer nuestra voluntad propia” (7,19.31) según la recomendación de la Escritura: “Sepárate de tus voluntades” (Eclo 18,30).
Estas capacidades del corazón -la memoria, el saber, el querer- se emplean y se expresan en actitudes interiores. Provocado por el llamado divino, la primera actitud del corazón del monje es la fe. Esta fe, según la RB, es la que hace descubrir por todos lados la presencia de Dios (7,14). “Creemos que Dios está presente en todo lugar... sobre todo lo que creemos sin ninguna vacilación cuando asistimos al oficio divino” (19,1-2). Esta es la fe que hace discernir al en el abad al representante de Cristo: “Se cree que ocupa el lugar de Cristo en el monasterio”(2,22). Es “en el progreso de la vida monástica y de la fe” que el monje prosigue su curso (Prol 49).
Este transcurso en espíritu de fe sobre la vía de los mandamientos de Dios, el monje los efectúa: “el corazón dilatado, en una inefable dulzura de amor” (íbid). El amor es otra actitud del corazón del monje: amor a Dios, amor al abad, amor a los hermanos. El primer instrumento de las buenas obras, ¿no proclama: “Amar a Dios de todo corazón” (4,1)? Es por “el amor de Dios” (7,34) y porque no tiene “nada más querido que Cristo” (5,2), que el monje obedece. Es por el amor debe honrar a Dios (72,9) y “en el amor de Cristo” que debe orar por sus enemigos (4,72). El final de su vida, el monje recibirá la recompensa “que Dios tiene preparada para los que lo aman” (4,77).
Si Dios debe ser amado el primero, el abad, que debe “amar a todos sus monjes con igual amor” (2,22) y testimoniarles “el tierno afecto de un padre” (2,24) sin que ninguno “sea amado más que otro” (2,17), es en su torre el objeto de la atracción de sus hermanos que deben manifestarse los unos a los otros de manera desinteresada su amor fraternal (72,8). El celo que deben “desarrollar en un ferviente amor” (72,3), los lleva a obedecer a sus hermanos mayores “con toda claridad” (71,4). Los ancianos sobretodo están invitados a “amar a todos los jóvenes” (4,71; 63,10). El amor ocupa de tal manera el corazón del monje que marca la acogida de los huéspedes, recibidos “con todos los deberes de la caridad” (53.3), y la de los visitantes, a los cuales el portero responde “con fervor de la caridad” (56,4).
Con el amor está junto al el respeto. Esta es otra actitud constante requerida al monje. Respeto debido a Dios (9,7; 14,9; 19,3; 20,1; 36,4), al abad (64,15), a los hermanos (4,70), a los huéspedes (53,2). La actitud respetuosa del corazón es exigida por el primer grado de humildad, reclamando al monje “que tenga siempre delante de los ojos el respeto debido a Dios” (7,10).
La humildad es ella misma desde un principio tarea del corazón. “Señor, mi corazón no es orgulloso”, dice San Benito, retomando las palabras del salmista al comienzo del capítulo 7 (7.3). La escala que propone y describe no se puede trepar más que “por un corazón humillado” (7,8) que se sabe escrutado por Dios (7,14), que está dispuesto a hacer la humilde confesión de lo “pensamientos malos que le vienen al corazón” (7,44), que reconoce su inferioridad “en lo más íntimo de su corazón” (7,51) y se prohíbe contener “en su corazón” su humildad para manifestarla afuera (7,62). Al final de los grados de humildad, el temor cederá el lugar al “amor de Dios” (7,67) y “de Cristo” (7,69).
La fe en Dios, la memoria y el pensamiento impregnados de la Escritura, la voluntad tendida hacia el cielo a en el deseo y amor por el camino del respeto y la humildad, tales son las riquezas del corazón del monje, cenobita o eremita, según la RB. Porque están desprovistos de estas cualidades los sarabaítas, y con ellos los giróvagos, son condenados por San Benito en una fórmula que resume a la inversa estos trazos del corazón: “Guardan su fe en el siglo, son conocidos por mentir a Dios con su tonsura. Por ley, tienen la satisfacción de sus deseos, ya que lo que ellos aprecian y prefieren le dicen santo, y lo que no quiera en, lo estiman prohibido” (1,7-9).
En la vida monástica, el corazón juega un rol capital. ¿Lo tienen así mismo los ojos, que en la antropología bíblica asocia de buen grado al corazón? La RB no les atribuye importancia más que a modo de imagen, en la vida interior: el monje debe tener los “ojos abiertos a la luz divina” (Pról 9) y “cada día la muerte presente ante sus ojos” (4,47). Necesita rechazar al diablo y su tentación “lejos de la mirada de su corazón” (Pról 28). Por el contrario los ojos del rostro, mirando las cosas del mundo, arriesgan a distraer al monje de su atención a Dios. Además debe contentarse de “fijar su mirada sobre el suelo” (7,65) y, si se le encarga realizar una cosa fuera del monasterio, debe a su retorno pedir la oración de sus hermanos para compensar “lo que hubiera visto de malo”, absteniéndose de relatarlo (67,4-5). Debe sobre todo velar en no ver las fallas de sus hermanos: “Tu que ves la paja en el ojo de tu hermano, no has visto la viga que está en el tuyo” (2,15).

El monje fijo en Dios y buscando solo a él, transforma por consiguiente progresivamente su manera de ver bajo la acción divina y, en tanto que se habitúa a la luz celeste, las cosas terrestres, abandonadas a ellas mismas, le revelan sus lagunas y sus peligros. La mirada purificada del monje pasa, como de sí, de una visión natural a una visión sobrenatural. Se trata menos aquí de un ejercicio ascético que de un desarrollo de la fe. El proceso es comparable a la mutación gradual de la humildad en caridad descripta en el capítulo 7 de la RB, es decir en el paso de una etapa donde el hombre está agarrando todavía lo terrestre a una etapa en la que el hombre se aferra sobre todo a la presencia divina. El mundo guardando su valor propio es tomado simbólicamente en Dios por la mirada del corazón.

domingo, 2 de abril de 2017

HORARIOS

  MONASTERIO CRISTO REY
 
DOMINGO DE RAMOS

10,00 Bendición de Ramos y Misa

JUEVES SANTO

19,00 Liturgia de la Cena del Señor
 Adoración  (Exposición hasta las 24 horas)
22,00 a 23,00  Hora Santa Comunitaria

VIERNES SANTO

06,10 Levantarse
06,30 Oficio de lecturas
08,15 Laudes
16,30 Celebración de la Pasión del Señor
19,00 La Pasión: Representación cerca del Salón de Catequesis
21,00 Completas

SÁBADO SANTO

06,00 Levantarse
06,20 Oficio de Lecturas
08,00 Laudes
19,00 Vísperas
22,00 Solemne Vigilia Pascual

DOMINGO DE PASCUA

07,40 Levantarse
08,00 Laudes
10,00 Misa
19,00 Vísperas (sin adoración)

sábado, 1 de abril de 2017

La antropología bíblica de la Regla de san Benito II


El nivel de la palabra y de la escucha
Este nivel es tan fundamental en la RB como en la Biblia. La Biblia es toda entera palabra de Dios o palabra inspirada por Dios. Y esta palabra reclama del hombre una escucha atenta. “Cielos, escuchen; Tierra, presta el oído, porque Yavhé habla” (Is 1,2). “Este es mi Hijo muy amado; escúchenlo” (Mc 9,7). “Quien a ustedes escucha, me escucha a mí (Lc 12, 16).
No es fortuito que el Prólogo de la RB comience con la palabra “Escucha”, tomada de la Escritura (Prov 4,20). La escucha es la disposición inicial del monje, la que abre su carrera, la que asegura es desarrollo y el cumplimiento. El monje no cesa de dejarse formar, escuchando, desde luego, la palabra de Dios o la de los que le habla en su nombre.
El Prólogo asigna dos etapas en la salida de la vida monástica y subraya, repitiéndolo en deseo, que la escucha juega en cada una de ellas un rol primordial. La primera es un apóstrofe general, lanzado por Dios a todos los cristianos a través de los Libros santos: “Los oídos atentos escuchan el grito de advertencia de la voz divina que nos dice cada día: “Si escuchan hoy mi voz…El que tenga oídos para oír que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. ¿Y qué dice? Vengan hijos, escúchenme” (Prol 9-12). La segunda etapa es la de la respuesta personal, fruto de una buena cosecha: “Si tú escuchas, responde: “Yo” (Ibid.16). El Prólogo prosigue: “¿Hay algo más dulce que la voz del Señor que nos invita, hermanos muy queridos?” (Ibid. 19). El diálogo entre el monje y Dios se hace entonces más preciso: “Preguntemos al Señor…luego de esta pregunta, hermanos, escuchemos al Señor que nos responde…Quien escucha mis palabras… cuando nosotros hayamos interrogado al Señor, hemos escuchado su orden…” (Ibid. 23-29). La vida del monje será una prolongación y una dilatación de este diálogo con Dios.
El lugar privilegiado de este diálogo es el Oficio Divino, que constituye la ocupación esencial del monje. Siete veces al día, una vez a la noche, los hermanos, agrupados en torno al abad, unidos hablan a Dios y lo escuchan. “Señor, Tú abrirás mis labios y mi boca proclamará tu alabanza” (RB 9,1). Si la comunidad dice salmos, escucha las lecturas. Además, al mismo tiempo que profiere el texto de los salmos, también lo escucha para penetrar en ellos. En el nivel de la palabra y de la escucha, la experiencia monástica encuentra en el oficio su forma más completa y más alta. En unión con su abad y sus hermanos, cada monje hace coincidir su palabra con la de Dios y se aplica a escuchar sólo ella.
La escucha continúa fuera del oficio. El monje, ¿no está invitado a “escuchar atentamente las lecturas santas” (RB 4,55). En el transcurso de la jornada los versículos del salterio o del evangelio le vuelven constantemente al espíritu: “se dicen siempre en su corazón” (RB 7, 18.65).
Marcado profundamente por la escucha incesante del Señor en las palabras de la Escritura, el monje no tendrá pena en escuchar la voz de su abad, que “ocupa el lugar de Cristo” (RB 2,2). “Escucha, hijo mío los preceptos de un maestro” (Pról 1). Estos preceptos los escuchará el monje tanto más porque “el abad no puede enseñar, establecer u ordenar nada que esté fuera del precepto del Señor” (RB 2,4). Escuchar al abad es escuchar a Cristo: “Quien a ustedes escucha me escucha a mí” (RB 5, 6.15).
La obediencia del monje, que rige todo el curso de su vida, está en esta línea, se funda sobre una escucha permanente. “De aquellos (los monjes obedientes) el Señor dice: por la escucha del oído él me ha obedecido” (5,5). La forma verbal oboedire  ¿no es una grafía derivada de obaudire? Citando el salmo 18 el autor de la RB muestra que tiene conciencia: “Obauditu auris oboedivit mihi” (Sal 18, 45). Obedientes al abad  los monjes lo son igualmente a sus delegados como así mismo a sus hermanos mayores (RB 71,1). Puesto que es “por el camino de la obediencia que ellos vuelven a Dios” (71,2), los monjes estás subordinados a una perpetua escucha.
La antropología bíblica pone la palabra en el mismo nivel que la escucha. ¿Cómo organiza la RB el uso monástico de la lengua? La consagra igualmente al Señor. Un monje que busca a Dios no puede emplear mejor su lengua- se le ha dicho- que consagrándola a repetir, en el oficio divino, las palabras de la Escritura, que rumia en su lectura y en su corazón. Es para permitir esta escucha que el monje es invitado a callarse en el transcurso de la jornada. El monje no se calla por ejercicio de ascesis; él renuncia a hablar para oír mejor la palabra de Dios.
La práctica de la taciturnitas tiene otro valor, que subraya la RB: “Para no pecar con mi lengua, pondré una guardia a mi boca” (6,1). El monje, para evitar la pena debida al pecado, debe abstenerse “de las palabras malas…, de la charlatanería…, de las bromas…, de las palabras huecas y que llevan a risa” (6,2.4.8; 7,58; 4,51-53). Estas últimas sobre todo son prohibidas con vehemencia en todos los lugares y en todos los tiempos: “Para tales conversaciones no permitimos que el discípulo abra la boca” (6,8)
La prohibición de hablar no es absoluta. A pesar del principio escriturario que quiere que uno se abstenga hasta de las mismas buenas conversaciones “propter taciturnitatem” (6,2) la RB concede a veces el permiso de hablas pero pone tres condiciones: que este sea raro "en razón de la importancia de la taciturnidad", que los discípulos en causa sean perfectos, y que se trate de “palabras buenas, santas y edificantes” (6,3). Sería, por ejemplo, un grave daño que los monjes oigan a uno de sus hermanos relatar, a la vuelta de un viaje, “una cosa mala o una conversación hueca” (67,4).
Las ocasiones legítimas para hablar están señaladas en la RB: en reunión de consejo (3,2), cuando el monje debe confesar una falta al abad o a su padre espiritual (4,50; 7,44) cuando debe hacer un pedido al superior o al mayordomo (6,7; 31,13). Este último, así como el portero y el hospedero, evidentemente deben hablar según lo requiere su cargo (66,1-4; 53,9). Los monjes se callan, cuando están tentados de hablar a los huéspedes (53,23-24). Y se callan para escuchar: “Callarse y escuchar, es lo que conviene al discípulo” (6,6).
Por el contrario, “lo que corresponde al maestro es hablar y enseñar” (6,6). En el juicio final, el abad debe poder decir al Señor las palabras del salmista: “He proclamado tu verdad y tu salvación” (2,9). Además su rol junto a los discípulos capaces de comprender es desde el comienzo es “enseñarles en palabras los mandamientos del Señor” y después recurrir en conversación personal a los reproches, a las exhortaciones y a las advertencias necesarias (2,12.25). El no habla más que para enseñar, mandar, estimular o reprender, velando atenerse estrictamente al precepto del Señor (2,4). Si interviene cerca de los huéspedes a su arribo o a su despedida, es en deferencia hacia ellos y para dejar los hermanos en su silencio. Los decanos y el prior tienen su parte en la responsabilidad abacial.
La insistencia que pone la RB en subrayar el valor de la escucha y en regular el uso de la palabra muestra la importancia que reviste, en el proyecto monástico, este nivel de la antropología hebraica. El origen bíblico de ese cuidado es manifiesto ya que, casi en cada verso, un versículo de la Escritura es citado, no reforzando, sino a título de hilo inspirador y conductor. El primer momento de todo paso monástico, sea en su origen, sea en el transcurso de su ruta, consiste en escuchar a Dios que habla o a los que están encargados de hablar en su nombre. El monje se calla para escuchar mejor. El Abad puede hablar porque es “docto en la ley divina, de donde sabe sacar de lo nuevo y de lo viejo” (64,9).
Una antropología tal no tiene sentido más que estando ligada a una teología. No es concebible en la corriente del pensamiento greco-latino de la época clásica, que ignora un Dios revelado y donde el cambio humano de la palabra y de la escucha no es más que un elemento social de segundo plano en relación con la dignidad del pensamiento e incluso con la eficacia de la acción. El triunfo del par espíritu-materia o pensamiento-acción sobre la tríada semítica es realizado a costa del lenguaje, que se oscurece porque no tiene en sí, humanamente, bastante fuerza, bastante consistencia para defenderse. En el cuadro del dualismo, la rehabilitación posterior de la palabra y de la escucha realizada por la filosofía y la teología cristianas, necesariamente sensibles a la escucha de Dios que habla, no recobrará jamás su brillo primitivo ni su rol primordial.

Continuará...