sábado, 3 de febrero de 2018

Homilía de Mons. Martín de Elizalde OSB Obispo emérito de Santo Domingo en Nueve de Julio en la bendición abacial del Rmo. Padre Pedro Edmundo Gómez, osb


El Siambón, 27 de enero de 2018


 

Lecturas: Prov 4,7-13; Hech 2,42-47; Lc 12,35-44



Excelencias, queridos hermanos en el episcopado,

querida comunidad del Monasterio Cristo Rey, con su Padre abad Pedro Edmundo,

hermanos monjes y monjas,

hermanos y hermanas:



Nos encontramos reunidos en esta celebración movidos por el afecto fraterno que nos liga a esta comunidad y a su recientemente elegido Padre Abad, presencia que está profundamente signada por la comunión eclesial, con el pastor de la diócesis, y por la fe que nos mantiene centrados en la Eucaristía y desde la cual la vida monástica es una manera de irradiación de la caridad –amor de Dios y de los hermanos. Este encuentro es una fiesta de la fe, y ella da sentido y le confiere un alcance que solo podremos apreciar situándonos en la verdad del misterio, en la plenitud de la vida de la Iglesia, donde hallamos la vocación que Dios señala a sus hijos, según los caminos del Evangelio. La vida monástica está en el corazón de la Iglesia, como una invitación dirigida a los hombres, no solo para quienes están llamados a la profesión monástica, sino como una palabra de vida, de salvación, de felicidad, de la cual todos pueden beneficiarse, como un trasunto del Evangelio.



1.



La celebración de hoy reúne tres condiciones: es la fiesta de una comunidad, que recibe, con el poder y el sello de la liturgia, a su nuevo abad; es la fiesta de un carisma, don de Cristo a su Iglesia; es la fiesta de la Iglesia, que vive en la respuesta de sus hijos, compartiendo los dones de la comunión.



Fiesta de la comunidad.

La primera de las lecturas elegidas para esta Eucaristía –Proverbios- nos ilumina en el estilo sapiencial, que san Benito adopta en el Prólogo de su Regla, asumiendo la catequesis que proviene de la Regla del Maestro, y recordando las dos vías del salmo 1, con la voz del padre que se dirige con amor sincero a su hijo. El capítulo del libro bíblico ya comienza con la misma admonición del Prólogo de la Santa Regla: “Escuchen, hijos, la instrucción del padre…”. Son palabras que invitan a disponer el corazón para la escucha atenta, y que nos indican una característica fundamental de la misión del abad. La segunda lectura, al describir la comunidad cristiana de Jerusalén, propone su ejemplo, que desde los orígenes los monjes se han esforzado por imitar: vida apostólica, según el modelo de los discípulos más cercanos del Señor, atentos a sus enseñanzas, asiduos a la comunión, a la fracción del pan y a la oración, compartiendo los bienes, ejerciendo la caridad, gozosos y perseverantes en la alabanza y en el servicio. El monasterio es el taller donde los hermanos trabajan con las herramientas del arte espiritual, sin la aflicción causada por el pecado pero con la alegría del buen celo, nada anteponiendo a Cristo, “que a todos nos conduzca a la vida eterna”. Esta disciplina es propuesta y alentada por el abad, como el hombre del Evangelio, a quien Jesús elogia, administrador fiel y prudente, solícito y vigilante, instruido en la ley divina, atento a la condición de cada hermano, más preocupado por ser de utilidad que por ejercer el mando, de modo que nadie sea perturbado ni afligido en la casa de Dios y disponiendo todo de manera que los fuertes deseen ardientemente ofrecer más y los débiles no se sientan abatidos.



Celebración del carisma

La Iglesia al incluir el rito de la bendición abacial en su liturgia nos enseña, a través de los signos sensibles que ella emplea, que la vida consagrada es un elemento esencial en la vida de la Iglesia, y pone de relieve las características del servicio abacial, pero en un doble contexto: la misión concreta del abad en su comunidad, siguiendo en todo la Regla que es maestra, como dice san Benito, y el aporte que la tradición monástica representa desde sus mismos orígenes para la Iglesia toda.



Las lecturas de la Eucaristía que celebramos son una clara ilustración de lo que debe ser y hacer el abad. Pero también, como en un espejo, hace patente y fortalece cuanto la Regla enseña, que el abad es un monje, que enseña más con hecho que con palabras, y que la comunidad, como una personalidad corporativa, al practicar los preceptos de Benito se pone al servicio de sus hermanos, para trasmitirles la verdad y alentarlos en su propio camino de fidelidad al Evangelio. Y el primer beneficiario es el mismo abad, que recibe el testimonio ejemplar de sus hermanos, y enseñando y orientando, se enmienda y mejora él mismo. Para la fraternidad monástica el abad no es solo un responsable, un guía, una cabeza que representa. Tiene, y produce impresión expresarlo, la misión de ser como Cristo, y la liturgia que celebramos se dirige con humildad suplicante a Dios para que el elegido pueda hacer sus veces, acercando a cada una de las almas que le han sido confiadas la suave amistad del Señor.



Comunión con la Iglesia

San Benito se refiere a la autoridad de la Iglesia de manera explícita en dos oportunidades: al reglamentar la salmodia y en el caso de dificultades en la gestión abacial. Ambas circunstancias tienen su profunda razón; baste señalar que se refieren, el primer caso, al opus Dei, al que nada debe anteponerse, porque en la alabanza divina está como la definición de la orientación hacia el Creador de la vocación monástica, y el segundo, trata de la corrección por la autoridad episcopal de prácticas que no son conformes al espíritu que debe animar a los monjes, porque ellas repercuten desfavorablemente en el Pueblo de Dios. Es que el monasterio, por su misión, tiene que acompañar a los fieles, y no puede faltar a este compromiso. Lo hace en comunión con los pastores, no con la suficiencia ni el orgullo de un privilegio, sino por la elección recibida, por la renovada fidelidad bautismal, por el alimento de la Palabra de Dios, por la constancia en la oración, por la tradición atesorada en dieciséis siglos de vida, por los ejemplos de los santos y la enseñanza de nuestros padres y formadores.



2.



Permítanme una breve reflexión sobre un pasaje de la vida de san Benito de Nursia, que refiere san Gregorio Magno en el segundo libro de los Diálogos (c. 35): anticipaba el santo el tiempo de la oración nocturna, solo, antes de las vigilias, cuando “vio una luz que descendía de lo alto, que apartaba las tinieblas de la noche. Era una luz que iluminaba con tal resplandor que superaba a la luz del día, aunque brillaba rodeada de oscuridad”. Contemplando este hecho extraordinario, según lo refirió él mismo, vio Benito al mundo entero, concentrado como en un solo rayo de sol, y tuvo la visión del alma del obispo Germán de Capua que era llevada al cielo. La pregunta del diácono Pedro, ingenuo y oportunamente curioso, ofrece a san Gregorio la ocasión para dar una explicación teológica: “En la luminosidad de la contemplación interior se expande la capacidad del alma”. En este episodio, Gregorio, doctor de la contemplación, muestra la relación entre la actitud orante del santo, y esa apreciación espiritual del mundo creado, ya que “para el alma que contempla a su Creador, toda creatura es siempre pequeña”. Y nos indica en qué consiste la contemplación: fruto de la oración, nos conduce a una forma de unión con Dios donde las limitaciones humanas son superadas por la dilatación –dice Gregorio- del alma del contemplativo, que le permite ver sin dificultad lo que es inferior y se encuentra debajo de Dios. Y concluye: “A esta luz exterior que brillaba ante sus ojos correspondía una luz interior en el alma que mostraba al espíritu del contemplativo cuan pequeñas son las cosas de este mundo, cuando ya ha sido llevado hacia las alturas”.



El testimonio que san Gregorio nos trasmite no se refiere a un hecho aislado, casi fortuito. Parece indicar más bien una característica de la espiritualidad benedictina: en el silencio y la quietud, la oscuridad cede ante la luz, lo visible ante lo invisible, lo material ante lo espiritual. Y en esta nuestra asamblea de hoy, cuando pedimos a Dios por la comunidad del Siambón y su nuevo abad, podemos incluir esta súplica a Dios Nuestro Señor, que el abad –todos nuestros abades- sepa infundir siempre en sus monjes, el deseo de contemplar a Dios, anticipando el encuentro con Él, y que nuestros monasterios ayuden a todos los hombres a descubrir estas realidades ocultas pero no invisibles, según el espíritu que nos legó san Benito. Desde la contemplación de Dios se puede encontrar la perspectiva verdadera para el conocimiento y el uso de todo lo creado, que recibe así su verdadera proporción. Y la proórción es la condición de la belleza, pues es bueno cuanto Dios ha hecho. Nuestro humilde servicio de monjes, en el seguimiento de Cristo según las enseñanzas de los Padres monásticos y practicando esta modesta regla de iniciación, cuyo texto va a recibir solemnemente el abad elegido, ojalá pueda contribuir con su mensaje a consolidar un verdadero humanismo.



3.



Finalmente, quiero recordar, con mucho afecto y ciertamente con emoción, al abad Benito Veronesi, con quien hemos compartido durante muchos años tareas y responsabilidades, con la alegría de sabernos en sintonía y con una respetuosa conciencia de las diferentes miradas que podíamos tener. El monasterio del Siambón tiene ya lo que para nuestras casas de la Argentina es una larga historia, cimentada con el fervor y la dedicación de sus abades con su ejemplo y perseverancia, -tenemos aquí al abad José- y de sus monjes. En esta historia la figura del Padre abad Benito tiene un relieve especial, que merece el agradecimiento de todos nosotros, y no sólo en su abadía, sino en la Iglesia y en la Congregación.



El P. Pedro Edmundo tiene en estos antecedentes un modelo y una ayuda. El puede aportar con su conocimiento y frecuentación de las grandes fuentes del pensamiento la convicción que la verdadera filosofía se refiere a la Sabiduría increada, para hacer que, por ella, los monjes bajo su guía, realicen la ascensión hasta el encuentro con la luz indeficiente. Quiera Dios que los tiempos nuevos concedan a nuestro monacato vivir esa plenitud de la vocación que nos propone san Benito en su Regla, y que nuestra generación no supo tal vez presentar ni realizar adecuadamente, pero que siempre deseamos encontrar. María, Madre de Dios, Reina de los monjes, interceda por el nuevo abad, acompañe siempre a la comunidad y nos obtenga a todos la protección divina.

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