domingo, 4 de febrero de 2018

Homilia del IV domingo del Tiempo Ordinario (Abad Edmundo)



Hemos traído en la procesión de entrada y colocado en el presbiterio un icono que fue bendecido ayer. Sobre un fondo de cielo y cerros al atardecer, dos hombres, ambos con un nimbo o aureola, en la misma postura, están frente a nosotros, mirándonos, es el icono de Cristo Salvador y Abba Mena, superior del monasterio de Bawit, que es conocido como Icono de la Amistad o del Buen Amigo.

El iconógrafo se ha esmerado en pintarlos semejantes, hermanos y compañeros de camino con los pies desnudos en lo cotidiano del desierto. Pero también ha plasmado diferencias: Cristo es aparentemente igual, pero su tamaño es superior, es Dios hecho hombre, es más alto, sus ojos son más grandes y abiertos y los tonos de sus vestidos más fuertes e intensos. Si bien el Abba es canoso, no es aún un venerable anciano, sino un discípulo que en su seguimiento va madurando en la fe. Cristo es más joven, eternamente joven, “enseña de una manera nueva llena de autoridad” (Mc 1,27), es portador de la novedosa sabiduría de Dios, que es él mismo y está contenida en un evangeliario, ricamente adornado (como el que depositamos sobre el altar), que porta en la mano izquierda, mientras que, con su derecha abraza al monje. Mena tiene en su mano izquierda un rollo y con la derecha a la vez que bendice, señala a Cristo y su Palabra.

La contemplación de este icono nos puede ayudar, en este cuarto domingo del tiempo durante el año, y en el que conmemoramos al sabio y casto Santo Tomás de Aquino, a meditar en el servicio-enseñanza con autoridad (primera lectura) y en la consagración célibe por el reino (segunda lectura), porque ambas se fundan, sostienen y orientan en la Amistad de Cristo y con Cristo.

“En nuestra iglesia -escribía el Hno Roger de Taize- se encuentra una copia de un icono copto del siglo VII. Muestra a Cristo poniendo su brazo sobre los hombros de un amigo... Por este gesto, toma sobre sí el peso, las faltas, toda la carga que pesa sobre el otro. No está frente a su amigo, sino que avanza a su lado, le acompaña. Este amigo… es cada uno de nosotros. En el siglo VII sabían ya que Cristo no viene a castigar al ser humano. Desciende hasta lo más bajo de la condición humana. No deja que repose sobre nosotros ni la más mínima parte de lo que nos abruma” (Pasión de una espera). El espíritu impuro, del que habla el Evangelio, nos engaña haciéndonos pensar que el Santo de Dios es nuestro enemigo, que ha venido a castigarnos por nuestras culpas y a acabar con nosotros. Al orar ante el icono el demonio enmudece, podemos aprender a mirar de otra manera, con corazón profundo, pensamientos aquietados y ojos bien abiertos.

En este abad canoso, podemos ver una imagen de nuestra secular tradición monástica, con colores de ocaso a sus espaldas, y también su propia historia, sus heridas, miedos y fracasos. Cristo no está por encima sino a su lado, en gesto profundamente amistoso, acompañándolo en el avance por el camino: “este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero” (1 Jn 4,10). El que ejerce un servicio de autoridad tiene que creer y experimentar en primer lugar esta presencia cordial que lo acompaña en su soledad, una mano en su hombro que lo respalda, un yugo suave y una carga liviana que le alivia del cansancio y agobio del cargo, que le comunica vida y le anima a avanzar, sin compararse con otros y sin mirar hacia atrás. Jesús regala con el don de su amistad, su vitalidad, su espíritu resucitado: “…tocándome con su mano derecha, me dijo –recuerda Juan-: «No temas: yo soy el Primero y el Ultimo, el Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo“ (Ap 1, 17-18). Entrar en esta relación centrada en Cristo, y asumir su plan, suscita un sentido gozoso de vida nueva, una dilatación de la libertad y de la capacidad de ofrenda. Ser cristiano, ser monje, ser superior es entrar en este camino de amistad-identificación con Cristo.

En este caminar juntos, algo de Cristo “se le ha pegado” a Mena, por eso lleva un pequeño rollo, parte del Libro Sagrado apropiado en la liturgia y la lectio y que se ha convertido en norma de vida, regla monástica, mensaje para su comunidad, cumpliendo así la profecía: “…suscitare entre sus hermanos un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca y el dirá todo lo que yo le ordene. Al que no escuche mis palabras, las que este profeta pronuncie en mi Nombre, Yo mismo le pediré cuenta” (Dt 18, 18-19). Cristo y Mena nos invitan a fijar los ojos y a inclinar los oídos del corazón hacia la Palabra, porque es ella la que vivida, celebrada y rumiada, da vida y poder a la enseñanza, por eso el Abba tiene las orejas bien paradas y San Benito indica que el abad: “Debe ser docto en la ley divina, para que sepa y tenga de dónde sacar cosas nuevas y viejas” (RB 64, 9). En cambio, el sordo y necio juicio propio, la voluntad de poder y la ideología, es decir, el pronunciar en nombre de Dios una palabra que no ha sido ordenada hablando en nombre de otros dioses, es la debilidad y la muerte de la autoridad y de la enseñanza.

Mena reprodujo con sus hermanos lo que había hecho Cristo con él, porque se identificó con él pudo ser la mano del Señor en el hombro de cada uno de los que el Señor le encargó, teniendo el mensaje y la mirada de Jesús para recorrer juntos el camino. Con Cristo y como Él caminó con paciencia atenta y cordial, adaptándose a cada temperamento, escuchó sin falsas pretensiones de superioridad, ofreció una palabra de vida que brotaba del silencio, corrigió con prudencia y caridad, y orientó sin imponer o suplantar. Es la amistad con Jesús interiorizada la que da vida y poder a la autoridad, haciéndola un servicio que “todo lo decida y disponga siempre de tal modo que los hermanos, progresando constantemente en el amor de Cristo y la caridad fraterna, corran, con el corazón dilatado, por el camino de los mandamientos” (Oración de la bendición abacial).

Y esta misma Amistad es la que nos hace obedientes: “Esta (obediencia sin demora) es la que conviene a aquellos que nada estiman tanto como a Cristo… Es que el amor los incita a avanzar hacia la vida eterna. Por eso toman el camino estrecho… andan bajo el juicio e imperio de otro, viven en los monasterios y desean que los gobierne un abad” (RB 5, 2,10-12).

Cristo y Mena son amigos y “cónyuges”. En medio del icono se puede ver una pequeña cruz-crismón que ilumina el espacio entre ambos. La relación entre Jesús y su amigo se caracteriza por el suave yugo de la cruz, signo de la nueva y eterna alianza, del amor fiel de Jesús, un amor que sigue diciendo “Sí”, incluso si decimos “no”. Es "suave", porque Jesús mismo se pone junto a nosotros bajo el yugo: lo carga junto con nosotros. El “no tengas miedo, yo estoy contigo” de Cristo suscita en Mena el “contigo y como tú”. Amigos que no se miran de frente, en una relación sentimental, intimista o cerrada, sino de costado, y fundamentalmente miran hacia adelante, los otros, el Reino, la Santidad, el Cielo, el Padre, esto hace que el Abba tenga un porte decidido, maduro y sereno, sin inquietudes ni ansiedades, con una mirada alerta y un corazón entero y puro, que solo se preocupa de las cosas del Señor, buscando cómo agradarlo, tratando con la ayuda de la gracia de ser santo en el cuerpo, entregándose totalmente a él.

La Amistad de Cristo y con Cristo sana y ordena los otros amores, ensancha nuestra capacidad de amar, dilata nuestro corazón y posibilita que las mareas altas de los sentimientos, emociones, deseos y afectos bajen pronto. Si no nos dejamos abrazar (con zeta, de brazo) y abrasar (con ese, de brasa) no podremos identificarnos con Cristo virgen-célibe-casto y por ende no podremos soportar la soledad, y el dolor de nuestra renuncia no transformará el ardor egoísta (el eros, el amor demanda-necesidad) en amor pastoral (en ágape, en amor don).

El icono nos hace orar: “Ponme la mano izquierda bajo la cabeza, y abrázame con la derecha” (Ct 1,6), porque “Tienes un brazo poderoso: fuerte es tu izquierda y alta tu derecha” (Sal 88, 14). Sostén nuestra cabeza en el servicio de la autoridad y la enseñanza con esa Palabra de Verdad que está en tu izquierda y abraza nuestro corazón con tu derecha para que con buen celo no antepongamos absolutamente nada, ni a nadie a ti y a tu amor. “Si somos sensatos –decía san Bernardo de Claraval-, procuraremos mirarle sin cesar, atraídos por su fragancia, y el camino se nos hará más ligero y agradable” (Sermón a los abades).

Este icono era venerado en el monasterio de Bawit. En sus orígenes fue el Abad Apolo quien desempeñó el servicio de autoridad, que según testimoniaron unos monjes huéspedes hablaba y actuaba así: “Nos abrazó. Nos hizo entrar y, después de haber rezado con nosotros y de habernos lavado los pies con sus propias manos, nos invitó a comer. Has visto a tu hermano, dice la escritura, Has visto al Señor, tu Dios”. La amistad de Cristo y con Cristo hace que el solitario sea solidario, que ame a todos con un mismo y único amor, porque descubre en todos la presencia de su Amigo.

Mena muestra a Cristo a la vez que bendice: lo muestra con una bendición, que refleja y transparenta al Señor. El Abba nos pone en referencia a Cristo, no a sí mismo, como diciéndonos: “nada absolutamente antepongan a Cristo” (RB 72, 11) ni a mí, en lo bueno o en lo malo. Al recibir el amor de Cristo, su bendito amigo es apto para bendecir a otros. Este es el movimiento esencial del Evangelio: dejarnos amar por Dios nos lleva, de manera natural a ser canales de bendición para los otros. El icono nos muestra una autoridad que sorprende porque nace del “amor que brota de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera” (1 Tim 1,5), por eso sabe caminar dialogando, aumentando el buen deseo, liberando de demonios engañosos, despertando vida y haciendo crecer. Autoridad célibe y fecunda en la amistad y la paternidad, por eso San Benito quiere que el abad sea: “casto, sobrio y misericordioso,… no sea celoso… y trate de ser más amado que temido… ” (RB 64, 9.16.15).

El iconógrafo que representó a Cristo Salvador y a Abba Mena, plasmó con sus pinceles y pigmentos la experiencia espiritual de su monasterio. Cuando preparó la tabla en la que iba a realizar su obra, el cenobio de cuño pacomiano vivía una fase de vitalidad y esplendor. Los monjes llevaban trescientos años plasmando un icono con su propia vida, mostrando el rostro de Cristo Amigo a sus contemporáneos. De ese monasterio, como de tantos otros, hoy sólo quedan ruinas sepultadas bajo la arena o edificios alquilados. Pero el icono sigue siendo escrito hoy, venerado y vivido por monjes ortodoxos, católicos y reformados, porque Cristo Salvador que llamó a Abba Mena a seguirle y lo acompañó en su misión, en las dunas de los desiertos egipcios, llama, apoya y acompaña también hoy nuestra vida monástica en estos verdes cerros tucumanos.

En el icono podemos ver, como en un espejo, o mejor en una ventana, la calidad de relación y las actitudes evangélicas en el servicio de la autoridad y en la vivencia de la castidad, que pueden hacer de este anochecer nuestro, un tiempo de crecimiento y de este caminar, un encuentro de salvación tomando como guía el Evangelio, para identificarnos con Cristo Hijo, Cristo Orante, Cristo Obediente, Cristo Casto, Cristo Pobre, Cristo Hermano, Cristo Amigo, Cristo Maestro, Cristo Monje y Cristo Padre, a quien sea el honor, la alabanza y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

1 comentario:

  1. bendición al final de esta jornada seguir mi lectio de esta mañana de este Jesús tan cercano, manso, solidario, taumaturgo, amigo y compañero de camino, sostén y aliento... Más nos acerca a Él, y más nos lleva en la caridad a los hermanos!

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