I. Principios
y normas generales de la Liturgia de las Horas, I. La oración de Cristo: Cristo
intercesor ante el Padre
“3. Cuando vino para comunicar a los
hombres la vida de Dios, el Verbo que procede del Padre como esplendor de su
gloria, «el Sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar
la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se
canta perpetuamente en las moradas celestiales». Desde entonces, resuena en el
corazón de Cristo la alabanza a Dios con palabras humanas de adoración,
propiciación e intercesión: todo ello lo presenta al Padre, en nombre de los
hombres y para bien de todos ellos, el que es príncipe de la nueva humanidad y
mediador entre Dios y los hombres. 4. El Hijo de Dios, que es uno con el Padre,
y que al entrar en el mundo dijo: «Ya estoy aquí para cumplir tu voluntad», se
ha dignado ofrecernos ejemplos de su propia oración. En efecto, los evangelios
nos lo presentan muchísimas veces en oración: cuando el Padre revela su misión,
antes del llamamiento de los apóstoles, cuando bendice a Dios en la
multiplicación de los panes, en la transfiguración, cuando sana al sordo y mudo
y cuando resucita a Lázaro, antes de requerir de Pedro su confesión cuando
enseña a orar a los discípulos, cuando los discípulos regresan de la misión,
cuando bendice a los niños, cuando ora por Pedro. Su actividad diaria estaba
tan unida con la oración que incluso aparece fluyendo de la misma, como cuando
se retiraba al desierto o al monte para orar, levantándose muy de mañana, o al
anochecer, permaneciendo en oración hasta la madrugada. Tomó parte también,
como fundadamente se sostiene, en las oraciones públicas, tanto en las
sinagogas, donde entró en sábado, «como era su costumbre», como en el templo,
al que llamó casa de oración, y en las oraciones privadas que los israelitas
piadosos acostumbraban a recitar diariamente. También al comer dirigía a Dios
las tradicionales bendiciones, como expresamente se narra cuando la
multiplicación del pan, en la última Cena, en la comida de Emaús; de igual modo
recitó el himno con los discípulos. Hasta el final de su vida, acercándose ya
el momento de la pasión, en la última Cena, en la agonía y en la cruz, el
divino maestro mostró que era la oración lo que le animaba en el ministerio
mesiánico y en el tránsito pascual. En efecto, «Cristo, en los días de su vida
mortal, habiendo elevado oraciones y súplicas con poderoso clamor y lágrimas
hacia aquel que tenía poder para salvarlo de la muerte, fue escuchado en
atención a su actitud reverente», y con la oblación perfecta del ara de la cruz
«ha llevado para siempre a la perfección a los que ha santificado»; y después
de resucitar de entre los muertos vive para siempre y ruega por nosotros”.
“Para Agustín los salmos son canciones del deseo,
que encienden nuestro deseo de la patria celestial. Mientras cantamos los
salmos nuestro deseo de Dios y de la plenitud eterna con Dios crece. Tal como
los peregrinos en la noche cantan las canciones de su patria para ahuyentar su
miedo, nosotros cantamos"' los salmos las canciones de amor de nuestra
patria, para aquí en el extranjero estimular nuestro deseo de la patria
verdadera. Al mismo tiempo, Agustín le da otra interpretación más a los salmos.
Para él es Cristo el que en realidad reza los salmos. Cuando nosotros oramos
con los salmos, los rezamos juntamente con Cristo. En cierto modo le prestamos
a Cristo nuestra voz. A mi me ayuda esta idea a la hora de salmodiar. Me
imagino cómo Jesús expresa en estos salmos sus experiencias con su Padre y con
este mundo, cómo manifiesta su deseo de salir de este mundo hacia el Padre.
Medito mientras rezo los salmos sobre las experiencias de Jesús e intento ver
este mundo con sus ojos y observarlo y entenderlo a la luz de Dios. Mateo
supone que Jesús en la cruz rezó el salmo 22. Cuando rezo este salmo con el
Cristo crucificado, los versos me muestran otro sentido. Participo de la lucha
de Jesús en la cruz, de su experiencia de sentirse abandonado, de su tormento,
de su desesperación, y a la vez de su aferrarse a Dios y a su confianza
profunda, que le hace decir colgado de la cruz: "Porque no miró con
desprecio ni desdeñó al humilde; no le ocultó su rostro" (Sal 22,25ss)”
(tomado de Anselm Grün, Las fuentes de la
espiritualidad).
II. Regla
de san Benito, cap. XIX: El modo de salmodiar
1 Creemos que Dios está presente en todas
partes, y que "los ojos del Señor vigilan en todo lugar a buenos y
malos" (Pr 15,3), 2 pero debemos creer esto sobre todo y sin la menor
vacilación, cuando asistimos a la Obra de Dios.
3 Por tanto, acordémonos siempre de lo que dice el Profeta: "Sirvan
al Señor con temor" (Sal 2,11). 4 Y otra vez: "Canten sabiamente"
(Sal 46,8). 5 Y, "En presencia de los ángeles cantaré para ti" (Sal
137,1). 6 Consideremos, pues, cómo conviene estar en la presencia de la
Divinidad y de sus ángeles, 7 y asistamos a la salmodia de tal modo que nuestra
mente concuerde con nuestra voz”.
“San
Bernardo haciéndose eco de la tradición monástica, ha expresado notablemente
esta espiritualidad contemplativa del Oficio divino: “Ya que celebráis vuestras
alabanzas mezcladas a los cantores celestiales en cuanto que conciudadanos de
los santos y familiares de Dios, salmodiad con sabiduría. El alimento se
saborea en la boca, igual que un salmo en el corazón. Sólo que el alma fiel y
prudente no descuida de masticarlo con los dientes de la inteligencia pues si
intentara tragarla de un bocado, sin masticarla, privaría a su paladar de un
exquisito sabor, más dulce que la miel y que el panal de miel. Así como está la
miel en la cera, así la experiencia de la dulzura de Dios está escondida en la
letra. Indudablemente, la letra mata si se la traga sin el condimento del
espíritu; pero si, con el Apóstol, salmodiáis con el espíritu, si salmodiáis
con inteligencia, entonces conoceréis por vosotros mismos la verdad de esta
palabra de Jesús: ‘Las palabras que os he dicho son espíritu y vida’ (Jn 6,64),
y también lo que está escrito en el libro de la Sabiduría: ‘Mi espíritu es más
dulce que la miel’ (Eclo 24,27). Así se deleitará vuestra alma en la
abundancia, así vuestro holocausto, se volverá sabroso”. Por otra parte, el
Abad de Clairvaux da estos consejos: “Si san Benito, nuestro Padre, ha dado el
nombre de Obra de Dios al oficio de alabanza que celebramos cada día en el
oratorio como solemne tributo rendido a Dios, quería muy bien señalar con ello
qué atención debemos poner en ese acto. Os conjuro, muy amados, a participar
siempre en el Oficio divino con un corazón puro y atento. Debéis aportar a la
vez, presencia activa y respeto. No os acerquéis al Señor perezosamente con
somnolencia, bostezando, mezquinando vuestras voces, no articulando sino a
medias las palabras... Que vuestros acentos sean viriles como vuestros
sentimientos, como conviene cuando se cantan textos inspirados por el Espíritu
Santo. No penséis sino en el sentido de las palabras que cantáis. No basta con
evitar los pensamientos vanos y fútiles, en ese momento y en ese lugar,
descartad igualmente las preocupaciones a las que necesariamente deben atender,
por el bien común, los hermanos encargados de una tarea. Hasta os aconsejaría
apartar de vuestro espíritu en ese momento, aquello que hasta un instante
antes, sentados en vuestras celdas, hubierais podido estar leyendo... Son
pensamientos saludables, pero no es saludable estarles dando vueltas en la
cabeza mientras se salmodia. El Espíritu Santo, en esas horas no quiere que se
le ofrezca cosa alguna sino lo que allí corresponde, olvidándose de todo lo
demás que se le adeuda” (tomado de Placido Deseille,
ocso, “Guía espiritual”).
III. V.
Raffa, “Liturgia de las Horas”, en NDL.
“El carácter horario de la LH se destaca
no sólo por el hecho de que cada uno de los oficios está escalonado a lo largo
del día, sino también por el contenido temático referido a las horas o a los
misterios de la salvación vinculados históricamente a ellas.
1. LAUDES. Las laudes son una oración
estrechamente vinculada, por tradición, ordenamiento explícito de la iglesia y
contenido contextual, con el tiempo que cierra la noche y abre el día. Es la
voz de la esposa, la iglesia, que se levanta para "cantar la alborada al
esposo". La tradición histórica más avisada, al acuñar el nombre de laudes
matutinas, oración de la mañana, pero sobre todo al colocarlas cronológicamente
en el momento de la aurora, ha querido caracterizar este oficio inequívocamente
como oración mañanera. La instrucción sobrela LH dice: "Las laudes
matutinas están dirigidas y ordenadas a santificar la mañana, como salta a la
vista en muchos de sus elementos" (OGLH 38). Efectivamente, muchas
fórmulas de las laudes se refieren a la mañana, a la aurora, a la luz, a la
salida del sol, al comienzo de la jornada. Se puede comprobar en los himnos
ordinarios, en muchos salmos, antífonas, versículos, responsorios,
invocaciones, oraciones y en el cántico Benedictus. Las laudes matutinas evocan
la resurrección de Cristo, que se produjo al alba. Cantan a Cristo, sol
naciente, luz que ilumina al mundo y que viene a "visitarnos de lo
alto" y a guiarnos en todas las actividades de la jornada y en la
peregrinación diurna. Las laudes recuerdan también la creación (mañana del
cosmos) y el mandato que Dios dio al hombre de dominar el mundo junto con la
orden de plasmar, con su actividad libre e inteligente, la historia (mañana o
génesis de la humanidad). Las laudes son un sacrificium laudis también porque
son un ofrecimiento de primicias, dedicación a Dios Padre de la jornada de
trabajo, propósito de seguir una ruta precisa (la señalada por el evangelio),
voluntad de comerciar con el talento precioso del tiempo. A la oración de
laudes hay que reconocerle una acción sacramental, en el sentido de que
constituye una súplica de toda la iglesia para pedir aquellos auxilios divinos
que están en estrecha relación con su fin de santificación horaria y su función
conmemorativa de los misterios de salvación. El espíritu característico de las
laudes hay que tenerlo siempre presente para darse cuenta de que, si se cambia
su colocación horaria precisa, se desfigura su fisonomía característica y se
lesiona su sacramentalidad específica. La observación natural vale también para
las vísperas, las demás horas diurnas y las completas.
2. VISPERAS. Las vísperas están
íntimamente unidas a la tarde, que es al mismo tiempo conclusión del día y
comienzo de la noche. En la división antigua, en uso entre los romanos, la
vigilia vespertina (es decir, la tarde) era la primera de las cuatro partes de
la noche: tarde, medianoche, canto del gallo, mañana. Llamaban Véspero también
al astro luminoso de la tarde (Venus), que empieza a hacerse visible cuando
caen las sombras. "Se celebran las vísperas por la tarde, cuando ya
declina el día, en acción de gracias por cuanto se nos ha otorgado en la
jornada y por cuanto hemos logrado realizar con acierto" (OGLH 39). La
iglesia, al final de una jornada, pide también perdón a Dios por las manchas
que pueden haber quitado blancura a su vestido inmaculado a causa de los
pecados de sus hijos (cf oraciones vespertinas del lunes y jueves de la tercera
semana). La oración de las vísperas conmemora el misterio de la cena del Señor
(celebrado por la tarde) y recuerda la muerte de Cristo, con la que cerró su
jornada terrena (OGLH 39). Las vísperas expresan la espera de la bienaventurada
esperanza y de la llegada definitiva del reino de Dios, que se producirá al
final del día cósmico. Tienen, por tanto, un sentido escatológico referido a la
última venida de Cristo, que nos traerá la gracia de la luz eterna (OGLH 39). Las
vísperas son el símbolo de los obreros de la viña eclesial, los cuales al final
de su jornada se encuentran con el Amo divino para recibir el don liberal de su
amor, más que la recompensa debida al trabajo (Mt 20,1-16). La iglesia, que ha
sido acompañada por Cristo en su camino de la jornada, llegada a la última
hora, le dice: "Quédate con nosotros porque es tarde" (Lc 24,29; cf
oración de vísperas del lunes de la cuarta semana)…”.
“Me
parece que son cuatro las partes de la oración que me toca describir y que
hallo dispersas en las Escrituras, y a cuyo modelo debe cada cual reducir, como
a un todo, su propia oración. Estas son las partes de la oración. Según la
capacidad de cada cual, al principio y como en el exordio de la oración, hay
que dar gloria a Dios, por Cristo coglorificado, en el Espíritu Santo
coalabado. Después, cada cual debe situar la acción de gracias universal por
los beneficios concedidos a la comunidad y luego las gracias recibidas de Dios.
A la acción de gracias parece oportuno le suceda la dolida acusación ante Dios
de sus propios pecados y la petición, en primer lugar, de la medicina que lo
libere del hábito y de la inclinación al pecado, y luego, del perdón de los
pecados cometidos. En cuarto lugar y después de la confesión me parece que ha
de añadirse la súplica implorando los magníficos bienes celestiales tanto para
sí mismo, como para toda la comunidad humana, para los familiares y para los
amigos. Y por encima de todo esto, la oración debe finalizar por la
glorificación de Dios, por Cristo, en el Espíritu Santo. Pues es justo que una
oración que comenzó por la glorificación, con la glorificación termine,
alabando y glorificando al Padre de todos, por Jesucristo, en el Espíritu
Santo, a quien sea la gloria por los siglos” (Orígenes, Sobre
la oración, ns. 31-33).
Textos usados en la charla "Introducción a la celebración de la Liturgia de las Horas" para los seminaristas del Introductorio, 14 de marzo de 2017.
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